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El coronel encuadró entre sus manos el rostro inflamado y venoso, acentuándose más todavía la forma de huevo invertido de su cabeza senil y pulposa y aterciopelada.

– Espantoso, ¿verdad? Pero piense usted al mismo tiempo que, de consumarse este vuelco en que al parecer nos hallamos inmersos, el resultado equivaldría tan sólo al cumplimiento absoluto de nuestra incognoscibilidad esencial. Y deberíamos alegrarnos por ello. Hasta ahora, aunque no cupiera el conocimiento, sí era posible su simulacro, incluso su aspiración: la especulación, la conjetura, la hipótesis… Todo ello errado desde su nacimiento, sí, y sin posibilidad de acertar, pero en cierto modo remunerador, un alivio. Un consuelo banal, bien es verdad, pero conciba usted lo que puede ser su falta. Entonces no nos quedará más que el recuerdo borroso del vestigio que fue; y ambas cosas se irán debilitando poco a poco, hasta que sobrevenga el día en que incluso ese mortecino reflejo deje de iluminarnos ya y se apague, extenuado por el exceso de trabajo a que lo habremos sometido. Es este un resplandor perecedero, que necesita regenerarse y cobrar fuerza de sus iguales; y si no los hay, si no obtiene descendencia, se extingue tras languidecer lentamente: no es capaz de soportar el peso de siglos, ni aun de lustros de temporalidad infecunda… Lo que me pregunto es si la carencia total de casos como el de Louvet y la paulatina abrogación de su culto y su memoria, la falta de cúspides donde respirar hondo tras la turbulencia y el clamor del ascenso, de atalayas con que alimentar nuestra única ilusión, la primordial: que desde allí, y por un momento, se contempla con diafanidad la curva entera del trayecto recorrido en la ignorancia, el ancho valle que antes había sido imperceptible y la negrura del océano del que se procede y al cual se habrá de volver…, me pregunto si todo esto no conllevará la disolución de la naturaleza trágica del ejército, del ejército mismo en consecuencia; o al menos de su representación más inmediata y por ello imprescindible, irrenunciable; en una palabra, de nosotros mismos, del cuerpo como tal. Y así, no sé tampoco si su caso merece la pena realmente, si es que se inscribe en esa difuminación degradante y gradual de la catástrofe, en esa imparable nebulosidad de que le he hablado (perteneciendo por tanto, pese a todo, a lo más profundo y entrañable de nuestro carácter), o si bien no es usted más que un nuevo capítulo del martirologio. Sí, una muestra más, de muy relativa importancia, de mero interés cuantitativo. No sé si es usted como Louvet, Lucan y algunos otros (un vínculo admirable, la confluencia, la síntesis) o si, por el contrario, su drama es un vulgar disfraz, una máscara innoble con que pretende engañarnos la temporalidad atolondrada y pragmática a que estamos condenados. Porque su historia, ¿sabe usted?, está desprovista de emoción y de grandeza, no es una cumbre ejemplar, dibujada e inequívoca, carece de grandilocuencia y de esplendor, ni siquiera veo en ella el rastro o estela estremecedor de la catástasis, del climax, de la premonición; en suma, puede usted ser, simplemente, un eslabón tan llamativo que nos induzca al error: y a fuer de ser sinceros, le diré que ojalá sea así; lo contrarío supondría sin duda lo que a la vez le he expresado en forma de esperanza y de temor (más de lo segundo a la postre, lo confieso sin ambages ni resquemor; aún no he envejecido lo suficiente para anhelar la evanescen-cia, aunque todo se andará): un deterioro representativo tan bárbaro, tan irreversible, tan implacable, que nos podríamos dar por clausurados. ¿Se imagina usted lo que sería el fin de los Louvet, de los Pompeyo, de los John Hume Ross? ¿El fin, incluso, de los menos fulgentes, de los Manera y de los Mo-reau, de los Custardoy? Un óbito corporativo, eso sería, una intolerable defunción… ¡No más Louvets, no más Louvets! Impensable aún hoy, ¿verdad? Yo habría dado cualquier cosa por ocupar su lugar: por haber experimentado en mis propias venas espeluznadas el vértigo de la consumación, por haber cabalgado a solas, como lo hizo él, por haber gozado de sus antecedentes geniales, por haber sucumbido como él. Louvet, fíjese usted, se vio bendecido por la fortuna hasta en los detalles más nimios, ni siquiera tuvo que atravesar el obligado engrisecimiento de la carrera ascendente y lenta de todo soldado: entró y salió del ejército como capitán, sólo intervino en una campaña… Fue un personaje relampagueante y fugaz como su propia función. Cuando Napoleón preparaba la marcha sobre Rusia, su asombroso ejército se encontraba ya tan desgastado y yacente pese a los triunfos obtenidos que no sólo tuvo que reclutar tropas de manera indiscriminada y abusiva, sino también que inventarse oficiales no siempre merecedores del rango. Louvet fue una de estas creaciones tardías, pero en su caso no puede hablarse de desliz ni de improvisación: sus profundos conocimientos teóricos del arte bélico, la ingente obra escrita en que los había plasmado, la clarividencia estratégica que tales páginas dejaban traslucir no hacían sino convertir en lógica y apremiante su incorporación a filas en un puesto de mando y responsabilidad, y en disparatada, absurda, perversa, la circunstancia de que hasta entonces se hubiera mantenido alejado de los campos de batalla y hubiera confinado su saber abrumador al polvo de las bibliotecas y a los ojos cansados y débiles de los curiosos y los ilustrados. Pero al igual que el aficionado a los mapas rara vez siente el impulso o la necesidad de viajar porque sabe que la carta no miente y que en el lugar visitado no hallará más que lo que aquélla le anuncia y describe y da ya, así a Louvet no se le había ocurrido jamás (considerándolo algo denigrante y super-fluo) constatar personalmente sobre el terreno la veracidad de unas doctrinas que, como su progenitor, él reputaba obligadas y ciertas. Y sólo en 1812, quién sabe si porque la magnitud de la empresa le atrajo o porque, ya cincuentón, sufrió una conmoción inesperada y profunda de carácter patriótico, quién si porque se dejó seducir a fuerza de lisonjas y halago o porque a punta de bayoneta fue forzado a ingresar, quién, finalmente, si porque vio en ello una rúbrica adecuada a su obra o porque quizá enloqueció, el docto Louvet recibió su primer baño de fatiga y de sangre al pasar a formar parte del ejército nacional con el rango de capitán. Y no me cabe ninguna duda de que ya entonces Louvet presintió su destino y aceptó de buen grado que aquella incursión intempestiva y marchita le costara la vida. La función que a lo largo de la campaña desempeñó era la propia de un general veterano y con experiencia estratégica, pero el caso de Louvet desde un principio resultó singular: pese a estar tan capacitado para dirigir las operaciones de envergadura como cualquiera de los mariscales del Emperador, no se le concedió tan alta graduación, quizá para evitar los recelos, quejas y descontento de quienes la disfrutaban por los méritos y cicatrices acumulados desde el año 93, quizá a petición propia y con el íntimo, probable propósito de conocer el ambiente que le era contrario y militar en el frente. Y así, se daba la contradicción de que mientras a Louvet se le asignaba de facto un cargo espectral y oficioso que podríamos denominar de supervisor general estratégico y táctico, al tiempo, de iure y como capitán, participaba en el combate con asiduidad y una extraña delectación;…en la lucha cuerpo a cuerpo, sí, en la refriega misma, ¿de qué se asombra usted?, dirigiendo cargas de caballería y cortando cabezas: el sable en la mano, la mirada encendida, la mandíbula tensa, poseído sin duda por la enajenación y el pavor. Tanto es así que en las confrontaciones previas a Borodino se distinguió más por su arrojo en el campo, péle-méle, que por su maestría o habilidades tácticas (sentía gran respeto por las teorías y maniobras del general Phull). No puede decirse que el suyo fuera un arrojo suicida, sino más exactamente irracional: a menudo recordaba al todo o nada que el pánico suele propiciar en el ánimo impresionable y endeble del novel; pero tenga usted en cuenta que en última instancia eso era Louvet, y que aunque su espíritu estuviera traspasado de marcialidad, no era en ningún caso un militar, sino un hombre de letras, un estudioso que había pasado la totalidad de su vida entre libros, planos y crayons: meditando, trazando, proponiendo, arguyendo; en suma, no era un hombre de acción; y el único medio a su alcance para sobreponerse al espanto y la fascinación que el combate no podía por menos de producirle era sumergirse en él con el entusiasmo y la dedicación del que nada tiene que perder, o mejor dicho, de quien está convencido de que lo va a perder todo…

Con la parte más carnosa de la palma de la mano el coronel volvió a alisarse delicadamente la ceja tupida, que en esta ocasión se le disparaba hacia abajo (por efecto de la humedad y el calor) confiriendo a su rostro una expresión levemente bobalicona y sombría, bovina y languideciente.

– Pero, eso sí, Louvet sabía muy bien lo que se traía entre manos y, sobre todo, a lo que estaba asistiendo: una cosa es que rodeado del estrépito de los aceros, del fogonazo a quemarropa brutal, de las caídas de los caballos en serie, de las salpicaduras de la tierra arrancada y de las voces ininterrumpidas y entrecortadas, sordas, sin procedencia y anónimas de los combates, perdiera el control de sí mismo y se transformara en un soldado aguerrido cuyo fanatismo llamaba tanto más la atención cuanto que de un lado se investía de su improbable figura de hombre pasivo, arropado e incrédulo, y de otro contrastaba con la ausencia de espontaneidad y el escepticismo en la lucha que aquejaban a sus camaradas y a las tropas en general, que en algunos casos llevaban diecinueve años batiéndose sin apenas respiro ni tregua; otra cosa muy distinta es que con la llegada del anochecer, durante los últimos pasos quebrados de las interminables marchas o en la atmósfera fría, ominosa y mortal de su tienda, no cavilara sin sueño sobre el velo que descorría su fogosidad. Y puesto que hablamos de ello, le diré que su destino personal, sustraído a su poderosa imbricación con el sino invariable, global y constante del ejército, tuvo que resultarle muy doloroso y sarcástico ya antes de Borodino: Louvet, como le he comentado, desdeñaba la comprobación empírica de sus teorías juzgándolas a priori infalibles y verdaderas y negando todo crédito o significancia a los desmentidos que accidentalmente le echaba en cara la experiencia ajena. Su visión del arte militar era formalmente irreprochable, pero (sin llegar a los extremos de la del general Phull, su celebrado adversario) se encontraba anticuada: su sistema era enteramente dieciochesco y se fundaba en una concepción de la táctica y de la estrategia que dejaba poco o ningún resquicio de acción al poder del azar. Louvet estaba persuadido (y su convencimiento era inflexible) de que poseyendo una buena y fidedigna información sobre las fuerzas propias y enemigas, sobre la disposición de ambos ejércitos en el campo de batalla, sobre sus respectivos movimientos en anteriores enfrentamientos y su tradición guerrera, sobre las características del terreno escenario de la contienda, e incluso si se quería (esto se le antojaba secundario, optativo, una cuestión de estilo) sobre la psicología más evidente y superficial de los miembros clave del staff contrario, se podían efectuar unos cálculos tan ajustados y precisos que al desarrollo fáctico de las operaciones no le quedara otra alternativa que erigirse en el cumplimiento simple, riguroso, exacto y aun taxativo del plan previamente acordado. La premisa menor de todo lo cual era un sentido férreo e inquebrantable de la disciplina: las tropas debían tener tanta voluntad como las piezas del ajedrez. Sin que ello signifique que concedo ningún valor a las tajantes, mojigatas, enormemente pueriles y poco autorizadas afirmaciones del conde Tolstoy al respecto, le diré que quizá ahora vuelva a ser posible tal cosa, pero que entonces ya no lo era en absoluto. De una manera aproximativa y muy imperfecta, lo había sido en el siglo XVIII, pero fueron justamente las campañas napoleónicas, con el precedente inmediato de las guerras revolucionarias, las que trastocaron por completo esta concepción de lo bélico sustituyéndola por otra, más rica y más amplia, que durante un periodo lamentablemente corto y que ya ha terminado otorgó al ejército la facultad de convertirse en una especie de Todo nacional (de receptáculo del Estado) en tiempo de guerra. Y si bien puede aseverarse que Louvet llevó a la cumbre y a la cabalidad que les faltaba los cálculos geométricos aplicados a las maniobras militares (siendo en esto un auténtico genio y como tal un adelantado a su época…, amén de un nexo hoy insoslayable entre la previa y la presente), hay que añadir, sin embargo, que partía (para su tiempo, que no para el nuestro) de un tremendo error de base que invalidaba de raíz y de un plumazo todos sus planteamientos. Esto no tuvo ocasión de averiguarlo hasta que él en persona entró en liza, y no tanto a través de los fracasos menores que como táctico cosechó en la ruta de Smolensk cuanto de su propio comportamiento individual, que le hizo la deplorable revelación de que de momento andaba errado y de que a lo sumo podía confiar en que el paso de los siglos hiciera coincidir algún día su pensamiento con los hechos y trocara lo que ahora se le mostraba como simple desiderátum en realidad. Pues era en sí mismo en quien vislumbraba la contradicción: llevado de su celo y de su furor, él era el primero en contravenir las órdenes que había impartido, creando el desconcierto y fomentando la apatía entre sus hombres; incomprensiblemente se veía escindido, desdoblado durante la lucha, aferrándose de un lado a sus convicciones más antiguas y sedimentadas (que siempre unos minutos antes había pretendido encarnar en la forma de voces autoritarias de mando e indicaciones precisas a sus soldados), y hundido, de otro, en la vorágine de sus arrebatos particulares, los cuales, como un ariete arremetiendo contra su espalda al mismo ritmo que el de los latidos violentos de su yugular, le empujaban y señalaban, una y otra vez, el camino untuoso de la enajenación y el pavor, de lo sanguinario y lo montaraz. Y así, el destino que durante el día iba adquiriendo su configuración todavía impalpable, se le presentaba a la noche como algo aún no trágico sino más bien patético, y por ende doblemente desconsolador. Y a la luz de las hogueras donde fecha tras fecha se consumían las ilusiones maltrechas mezcladas con la ginebra, encajaba, durante el reposo postrero de cada jornada, los reveses fatales de su militancia tardía, casi postuma, irreal y senil. Cuando finalmente lograba conciliar el sueño tras largas horas no tanto de meditación como de contemplación atónita de su trayectoria inclinada, un olor pútrido impregnaba sus fosas nasales a modo de despedida trayéndole el vaho incipiente del fraude, la muerte y la descomposición; y sólo la certeza de que llegaría la madrugada y con ella la oportunidad de dar rienda suelta a su congoja en la insensatez de la lucha, le permitía reclinar la cabeza por fin y dormir: ansiaba las hostilidades hasta tal extremo que con una escaramuza se conformaba: celebraba con desmedido alborozo y ninguna contención la aparición fantasmagórica de una partida de cosacos extraviados sobre los que caer y tajar, y ello le llevaba a unirse con frecuencia a los grupos más adelantados, a marchar en primera línea a lo largo del día entremezclado con los guías, los intérpretes, los pelotones de reconocimiento y las arriesgadas avanzadillas napolitanas; y era tal la parafer-nalia de la Grande Armée que no le costaba demasiado confundirse entre las líneas que más probabilidades tenían de entrar en combate sin que la deserción de su puesto se hiciera notar; y si alguna vez eran advertidas sus intromisiones en aquellos lugares que ni por cuerpo ni rango le correspondían, sus superiores (quizá porque las achacaban a su impaciencia por dominar las extensiones que se les iban abriendo y llevar a cabo una inspección topográfica continua de los terrenos, quizá porque le reverenciaban pese a su graduación inferior) guardaban silencio y le dejaban hacer. Y así, durante las trece semanas de marcha la figura de Louvet fue abdicando de su aura de sabiduría para verla suplida por otra que le iban tejiendo a partes iguales la extravagancia, la temeridad y la obcecación. Su nombre empezó a ser conocido ahora de los soldados rasos, y a pesar de que su conducta como oficial y su pregonada labor estratégica no inspiraban ya confianza ni eran las de desear, sus hombres, viéndole prodigar energías y audacia en el campo, mohíno, taciturno y vencido en su carromato, comenzaron a sentir por él la veneración que en esos seres gregarios, pasivos, expectantes y llanos suscita todo lo que no alcanzan a comprender: admirándole sin querer, imitándole sin darse cuenta de ello y procurando no obstante no cruzarse con él, le consideraban inaccesible y peligroso como un buque en cuarentena. Lo que sin embargo Louvet ignoraba es que estaba aproximándose a una desembocadura gigantesca e insigne que acabaría por fundirse con él; que mientras avanzaba hacia Borodino y Moscú haciendo descubrimientos vitales y para él impensados sobre el arte marcial, sobre su profesión, otro movimiento de sombras, oculto a su conocimiento y a su ciega mirada, recorría a su vez los últimos tramos de su propio abismo habiendo iniciado el descenso anheloso y alado no se sabe ni dónde ni cuándo: como la tromba de agua de un gran dique roto que rápidamente deglute poblaciones y campos sin que los moradores reparen en ella hasta que les es bien audible el creciente y aciago rumor, cuando ya no podrán escapar; como esa muerte imprevista que atrapa a quien menos lo espera, al que ignora los años que llevaba acercándose a través de un sendero invisible y oscuro y distinto del nuestro; como esa compañera adventicia y discreta, desdeñosa y siempre un poco distante que sólo presentiremos, cuando ya casi nos roce, en el aceleramiento de una palpitación que tomaremos por nuestra y le pertenecerá más a ella; como esa muerte, sí, como esa muerte que va por su propio camino trazado hace siglos y que sólo nos sale al encuentro cuando sin percatarnos nos deslizamos nosotros en él y así penetrando en su dimensión cenicienta y voraz y siempre y entonces extraña y remota nos integra o disuelve o nos quita de en medio; como esa mujer sorda, ciega y sin tacto que desconocemos, de la que nunca podremos hablar y cuyo recuerdo imborrable nos exigirá el espantoso tributo de olvidar lo demás;…de igual manera el desperezamiento opaco, laborioso e informe del ejército buscaba en Louvet su desagüe, tanteaba su vertedero, le designaba para precipitar sobre él su recalentada descarga, le elegía para grabar en su frente la señal manifiesta de su inmenso, insistente e imperturbable poder.

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