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– … y venir siempre y quedarse siempre aquí, aquí, en silencio, buscando siempre…

Pero dejó de interesarme su origen (era la de él, sin duda, que hablaba a solas en alguna parte de la casa) porque hallé unas escaleras fuertes y anchas junto a la entrada, y a sus pies, otra figura similar a las de fuera, firme en la oscuridad. Miré hacia arriba: en el descansillo había otra más, y la escalera persistía. Pensé: ¿migas de pan? Y subí por ella sintiéndome extraño.

Arriba había silencio en reposo sobre un pasillo intocable de polvo. Pequeñas figuras -tres en total- se erguían hasta su mismo fondo como un rastro. A ambos lados, umbrales oscuros con las bisagras desnudas, sin puertas, pero al final no: la última figura se reclinaba sobre una puerta del color de la pared (todo del color del polvo y éste del color de los cráneos en los osarios) con la oquedad de la cerradura abierta como una cuenca vacía. No sé por qué pensé que la posición de la figura instaba a que se abriese aquella puerta. Eso hice.

Dentro no había una habitación oscura: un ventanuco daba algo de luz, tan pequeña como la habitación que sí había. A un lado, junto a la entrada, yacía un camastro desvencijado cubierto de tela de saco y sobre él aparecía un cuerpo inesperado, un susto repentino, una máscara desconocida y vacía. Y lo supe.

Era un maniquí. Una figura femenina y antigua, rota como las paredes, de tamaño natural, más desnuda que la desnudez. Era calva y miraba al techo, quieta, sin manos ni pies, con sus bastos ojos pintados. Lo supe: era ella.

No había nada más en la habitación.

Sintiendo un dolor comprensivo y reconocible -quizá un dolor de compasión, pero no sé por quién-, bajé las escaleras de nuevo y seguí el rastro de la voz que no cesaba:

– … allí, en las sombras, en las sombras últimas…

Como si se supiera seguida, calló de repente. Le hallé al fin sentado de espaldas en la cocina, la regadera en el suelo, el grifo en silencio asomándose, largo y metálico, sobre una pila de piedra manchada por un estrecho reguero amarillo. Se había despojado de la camisa y hundía la cabeza entre las manos, la extensión encorvada de su espalda repleta de lunares tan negros como sus ojos.

– Lo siento -dije.

Lo supe, lo había sabido en realidad aun antes de ver el maniquí, con solo mirar a sus ojos color carbón.

– No he venido a dañarle. -Mi voz era ahora tan suave como la suya, como si hubiera aprendido a hablar en contrapunto con el silencio, como los que están solos-. únicamente quiero que me explique…

No dijo nada ni le oí gemir, pero un temblor de sus hombros me advirtió de un llorar silencioso. ¿Cuántas veces habría llorado así, a solas, en aquella áspera casa? Me atreví a seguir:

– Usted también la ha visto.

Siguió llorando en silencio.

– La ha visto y la tiene arriba, como una imagen de devoción. No puede olvidarla.

La voz le salió forzada, entre los grumos del llanto:

– ¿Y usted? ¿Podría olvidarla?

Reflexioné mi respuesta sintiendo un ligero escalofrío.

– Yo no la vi realmente. No del todo. La percibí fugazmente y creí que era ficticia. Apenas la vi.

Una extraña risa le soltó las palabras:

– Y ahora la busca.

Se calmó tras sentenciarme así. Tosió y jadeó un instante y se incorporó, pero permaneció de espaldas.

– ¿Qué… es ella? -murmuré.

Observé que sus hombros moteados se encogían. Se pasó las manos por el rostro que yo no veía.

– Quién sabe -dijo-. Viene de allí, como todas las cosas.

– ¿Como los objetos? ¿Los objetos con los nombres de los lugares de origen?

Empezó a contestarme en un tono desafiante y creciente que terminó en un estallido de furia:

– ¡Sí, como los objetos! ¡Por todo Roquedal! ¡Es un pueblo pero muchos pueblos! ¡Un lugar y muchos lugares!

– ¿Dónde está Estío? -le pregunté.

– ¡Aquí! -Su rabia me sorprendió: se levantó de un salto y giró hacia mí, clavándome sus ojos enrojecidos. La silla de madera cayó al suelo con un estrépito sin importancia-. ¡Aquí! -repitió-. ¡Siempre aquí! ¡Si quiere hallarlo, vaya con los niños: ellos lo sabrán! Otoño Circular es privilegio de los más viejos. ¡Vaya con ellos también a las esquinas más oscuras de las casas, a las mecedoras donde se recuestan, a las camas donde agonizan! ¡Ellos lo sabrán! -Gotas de saliva brotaron al final, sin pausa, como sus palabras-. ¡Esto es Estío y Otoño Circular!

Se detuvo y miró hacia el techo, como si temiera que sus propios gritos lo hundieran. Cuando volvió a hablar lo noté más calmado, pero toda su locura estaba ahora allí, como la sangre, subida en su rostro:

– Porque todo… todo es como los planos de una película. Imágenes que aparecen juntas como si fueran una sola, que se funden en una, como si hubiera solo una, pero diferentes entre sí. Todo son planos, ¿me comprende? Roquedal es la sala donde… -Hizo un gesto con la mano y sopló a la vez, como un mago-… se proyectan.

– ¿Mundos distintos en un solo mundo? -dije.

– Ni siquiera eso: planos distintos. No se detienen nunca. Nosotros pasamos de uno a otro sin saberlo: es posible que ahora estemos en Estío, usted y yo, y no lo sepamos.

– Y los objetos…

Juntó sus manos como si fuera a rezar.

– Un sedimento : eso son los objetos. Yo lo comparo al mar y a los recuerdos: ambos acumulan cosas sin cesar, objetos inútiles, más o menos bonitos, amontonados ahí, en la orilla o en la mente, que solo sirven para ser contemplados. En Roquedal están los posos de la vida, la borra última del continuo fluir de los planos.

– ¿Y por qué el nombre de Estío y de Otoño Circular?

Me miró como si necesitara de toda su paciencia para explicármelo:

– Son como los nombres de infancia y vejez: delimitan dos etapas diferentes del transcurrir de nuestra existencia. Es posible que haya más estados distintos, probablemente incontables, pero son difíciles de nombrar: ¿podría usted bautizar cada momento diferente del mar?

Se puso a canturrear de improviso, muy suave. Era casi una canción de cuna. Solo se detuvo para decir:

– Incluso las casas cambian, se vuelven de repente el recuerdo de lo que fueron. También el cementerio…

– ¿El cementerio? -me estremecí.

– El cementerio es el último de los misterios. En él, los planos fluyen en un estado diferente.

Mi boca estaba seca cuando dije:

– Se llama Eter, ¿verdad?

Me observó con cierta sorpresa. Una sonrisa débil le iluminó el rostro.

– Sabe usted muchas cosas. ¿Desde cuándo vive aquí?

– No llevo aún una semana.

– Pues es curioso. -Se acarició las mejillas como si estuviera pensando en afeitarse-. Claro que los que vienen de fuera se enteran siempre más rápido de todo.

Y siguió canturreando en un diapasón casi inaudible, como para sí mismo.

– ¿Y ella? -pregunté entonces.

No me respondió: simplemente desvió la mirada y continuó cantando entre murmullos.

Me acerqué al pobre viejo: una rabia llena y repentina me vino a la boca, como un trago de bilis:

– ¿Y ella? -exclamé-. ¿Y ella? -volví a decirle.

Su canturreo me pareció insoportable: le aferré de los brazos (aún tersos, aún fuertes) y le grité en la cara como si fuera de cristal y quisiera rompérsela con mis pulmones:

– ¡Hábleme de ella!

Pero se me venció sin responder, como algo inanimado, aún tarareando suavemente, mirándome con ojos apagados, negros y apagados como sus propios lunares. Se dejó empujar en silencio, torciendo la boca para sonreír con lentitud, como si ese único gesto, realizado al fin, fuera superior a toda mi violencia, y ni siquiera le importó golpear fláccido contra la pared, y permaneció allí, adherido a ella como si fuera de pasta, todavía sonriente, todavía mirándome, todavía inquietamente cantarín. Me dirigí al vestíbulo y salí de la casa, al sol llano del mediodía.

«Y ahora la busca», le he oído decir muchas veces.

Y lo había dicho como si yo estuviera maldito, como una evidencia irrevocable, no tanto como una condena sino como algo que había existido siempre en mí, pero externo a mí, rodeándome grande e invisible; un cuerpo -no mi cuerpo pero también mío- que me contuviera y desde el que yo mirara todo lo demás sin verlo a él, sin saberlo envolverme, pero visible para todos (salvo para mí, repito, que me hallo dentro).

No me importa: durante la tarde he escrito esto y he pensado en las figuras de piedra de don Baltasar: esas señales que conducen a ella, esas esculturas que él mismo ha hecho y que por un instante me parecieron rocas horadadas al azar por el agua. ¿Quizá un itinerario señalado en la playa?

Se hace de noche. He de bajar a la playa y comprobarlo.

5

Ahora sé que estoy maldito. Pero he descubierto algo: la catástrofe de la maldición tiene algo de triunfo, de destino cumplido; es un círculo de deseo que se cierra. No cae sobre mí: yo soy el que caigo y me rompo justo por las fisuras invisibles (pero mías) con las que nací adherido. Yo soy mi maldición porque fui inevitable.

Escribo esto a ciegas, sin lámpara ni luz, en una madrugada fría. Son mis últimas páginas, aunque de alguna manera sé que nada está terminado, que me marcharé de Roquedal sin marcharme, porque Roquedal es inmenso y no puedes ir hacia nada que no sea él. Sabias palabras las de Marta, pero apenas (irónicamente) sabe. Nadie sabe salvo yo, que aprendí pronto. También sé el porqué de mi ventaja: Mariela, tú tienes la culpa. Me dejaste en una soledad incomparable. O quizá he sido yo mismo, al dejarme tú, pero en parte tú también, que no lo hiciste del todo. Me dejaste pero te quedaste ahí, postergable, como obligándome a seguirte. Estoy enfermo (ya lo sé) pero eso, quizá, también es una promesa cumplida.

Y he ido, por fin, a la playa.

Esperé hasta la noche de hoy mismo (quizá ya de ayer) y salí de la casa azul sin temor a la vigilancia de Rosa (sin temor a nada dentro de mí, pero con un temor apostado en la lejanía, como un faro terrible) y bajé a la playa. Atravesé el terraplén y los árboles a oscuras y reconocí, pese a ello, el lugar donde Rocío se sentó ayer y me dijo que no me acercara al cementerio de noche (no lo quiero hacer, quién sabe, quizá algún día sí, pero ahora no quiero: aún no me considero capaz de entrar en ese estado); crucé la dormida carretera (una lengua gris, muerta, vacía) y me hundí en las dunas de arena de la playa, plateadas por una luna creciente (más allá, en la oscuridad, el estruendo de un mar invisible, negro). Pensé: por fin cerca del mar. ¿Por qué había tardado tanto? Esto le otorgó a mi llegada un cierto sentido de coronación.

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