He hecho imprimir varios ejemplares de esta obra por si fuese de interés para el público. Aunque describo en ella acontecimientos reales que tuvieron lugar en mi pueblo hace diez años, he decidido contarlos siguiendo el patrón clásico de las novelas policíacas, con el propósito de entretener al siempre paciente lector. Por ello advierto desde esta nota preliminar que, bajo ningún concepto, se lean las últimas páginas antes de llegar al final: al igual que ocurre con la primera noche de amor, la resolución de un misterio requiere también del placer de esperar.
B. P.
Roquedal, enero de 1997
1 MUERTE DE JACINTO GUERNOD
Entre abril y junio de 1987 la peculiar investigación de dos asesinatos ocurridos en nuestro pueblo me mantuvo sumamente ocupado. La policía no practicó detenciones ni contaba, que yo sepa, con ningún sospechoso, así que tuve que encargarme personalmente del caso. Tras una ardua y esquinada (más tarde explicaré lo que entiendo por este término) labor detectivesca, mis naturales dotes, incrementadas por la experiencia, me llevaron primero a descubrir y después a capturar al escurridizo asesino y entregarlo sin demora a la justicia. He aquí la crónica, lo más completa posible, de los hechos tal como yo los recuerdo. Tenga en cuenta el indulgente lector que han transcurrido diez años, plazo que yo mismo me concedí para dar a la luz pública el caso, y que mi memoria, como mi perro, se resiente cada vez más del inexorable paso del tiempo y a veces no me es tan fiel como sería deseable.
Todo misterio requiere un comienzo, y el de éste, que no lo fue menos en ningún aspecto, tuvo lugar el día 8 de abril de 1987 a las 12.45 de la tarde, cuando murió Jacinto Guernod.
Repasando las notas que yo mismo tomé sobre la investigación, leo lo siguiente:
Martes, 8 de abril. Hoy ha muerto Jacinto Guernod, el dueño del taller de recambios Guernod situado a la salida del pueblo.
Investigar apellido. Qué apellido tan raro: Guernod.
Esta mañana, según testimonio familiar, se levantó mareado y no fue al trabajo. A las doce menos diez vomitó gruesas hilachas de sangre. A las doce y cuarto su panza se hallaba tensa como pellejo de tambor. A las doce y veinte, el doctor Torres, que había decidido en un primer momento su traslado a un hospital de la ciudad, cambió de opinión al comprobar la desesperada situación del enfermo.
A las doce y cincuenta, exactamente cinco minutos después de su muerte, supe que había sido asesinado.
Recuerdo bien ese día. Todos los días se parecen entre sí, como todos los hombres, salvo en un aspecto o dos, y yo recuerdo bien las diferencias de aquel día. Hubo nubes plomizas hacia el sur flotando sobre el mar y una brisa contradictoria que agitaba los faldones de mi chaqueta, o más bien la discusión entre dos brisas opuestas. Otra interesante coincidencia fue mi decisión de pasear en dirección al pueblo en vez de hacerlo hacia la carretera, el bosque o el cementerio, como en días previos. Escogí el lado izquierdo del arcén (previsora medida que siempre tomo) y caminé con toda la lentitud de mi bastón hacia las primeras casas, el sombrero bien encajado en la cabeza, el pañuelo perfecto albergando mi cuello, una camisa limpia y una cuerda nueva atando mis pantalones de pana. La flor en la solapa, por supuesto, completamente marchita.
Cuando pasaba frente al taller de Guernod me asedió el afeminado de Joaquín, el subalterno.
– Don Baltasar, buenos días.
– Buenos días, Joaquín.
– ¿Sabe que don Jacinto se está muriendo?
Por norma general, no suelo prestar mucha atención a los comentarios que me dedica la gente cuando voy por la calle, mucho menos a los de individuos como Joaquín el del taller: es imposible escuchar con respeto a un ser humano voluminoso, redondo y sucio como los neumáticos que siempre lleva bajo el brazo, con la voz estropeada de una vieja y la sonrisa torpe y constante, hecha para enfadar. Pero en aquella ocasión tuve a bien detenerme y observarle, tras ajustarme con un rapidísimo gesto el clavel de la solapa.
– ¿Don Jacinto? -inquirí.
– Que sí, que sí. Se ha puesto malísimo esta misma mañana. Todo el mundo se ha ido a su casa.
Yo derrochaba mi mirada sin pestañear en sus ojos bizcos triplicados por las gafas: suelo observar atentamente a mi interlocutor cuando me cuenta algo que considero de interés. Ensuciaba él mientras tanto un trapo menos negro que sus manos, y todo el mofletudo rostro le brillaba de betún.
– En fin, será lo que Dios quiera -añadió sin pizca de pena; su voz de alcahueta me ponía nervioso.
– Sí, será lo que Dios quiera -dije y seguí mi camino, al tiempo que oteaba el cielo.
Tengo escrito en mis notas sobre el caso:
Dos vueltas espirales y una negra oquedad central, como un moño de bailaora (?) o el humo fosilizado de un incendio del paleolítico (??): ésa es la forma que adoptaron las nubes esta mañana.
Investigar por qué. Descubrir relaciones.
Casi siempre continúo pendiente abajo por la calle Principal hasta las casas azules de la playa, doy la vuelta y regreso por el mismo camino o me detengo a tomar un poleo en el bar de la Trocha, pero aquel día decidí de buenas a primeras torcer por la primera esquina a la izquierda, la de los ultramarinos Pereda, y seguir por Barracón hasta las proximidades de la casa de Guernod. No me había mentido el mariposón de Joaquín: el portal de los Guernod se hallaba concurrido. Distinguí, de un primer vistazo, a Jorge Blázquez, vecino y amigo de Jacinto, al farmacéutico Juan Hernández, a Remigio el del puesto de chucherías y a la señora Aurora, muy bella siempre. Me conmovió observar también a la señorita Bernabé, asomada a la puerta del otro lado de la calle (vive enfrente), su bondadoso rostro expresando genuina preocupación. Iba y venía del portal de Guernod como un correveidile el astuto de Alberto Gracián, suplente irregular de Marta la ATS. Gracián murió por causas naturales (linfoma) hace ahora dos meses, y eso es lo único que me impide ofenderle como se merece en esta crónica: baste decir de tan sapiente enfermero que gracias a su influencia a punto estuvo el doctor Torres de promover mi ingreso vitalicio en un hospital. Las notas que tomé sobre el caso, sin embargo, quedan exentas de la obligación de respetarle, ya que fueron escritas mucho antes de que falleciera. Cito textualmente:
La culebra de pantano, la víbora de cara enrojecida de Alberto Gracián, se enroscaba entre los presentes.
– En cinco minutos tengo el coche listo y puedo llevar a Jacinto al hospital, Juan -le decía a Hernández en ese momento, no se cansaba de decirlo-. En cinco minutos puedo llevarle al hospital, que lo sepa el doctor Torres…
Se me ocurre al respecto esta estrofa:
Los Judas siempre están dispuestos a dar besos.
¿Será por eso que sus labios son tan gruesos?
Los labios de Gracián lo son, sin duda.
No añadiré nada más, por respeto a su memoria.
En un santiamén me deslicé entre el público que abarrotaba el portal y entré en el vestíbulo. Juan Hernández, el farmacéutico, se interesó por mí:
– Don Baltasar, no se quede en la entrada por si hay que sacar rápido a Jacinto…
– Pobre hombre, pero qué daño puede hacer -me defendió la señora Aurora, también a mi espalda-. Déjelo.
– No es que haga daño -replicó el farmacopola-, es que si se queda en la entrada y hay que sacar a Jacinto a toda leche, ya me dirá lo que puede pasar…
La conversación no me interesaba y penetré en la casa. Caminé por un oscuro corredor y percibí llantos y luz al final, a la derecha. «Primera pesquisa: suelo sucio y telarañas en las esquinas», anoté en mi cuaderno esa noche. Recordaba perfectamente aquel detalle.
En la habitación en la que entré -un dormitorio- había otras personas que al principio se disgustaron con mi presencia, pero un salto del moribundo les distrajo la atención y dejaron de preocuparse por mí. El doctor Roberto Torres se hallaba de pie en mangas de camisa, próximo al vientre de Jacinto; sostenía una bacinilla donde espumaba un caldo sanguinolento que contemplaba con suma concentración. «Zapatero a tus zapatos -pensé-, o cada cual a lo suyo.» Junto a él, una sombra arrugada y gemebunda palpaba meticulosamente las cuentas de un rosario diminuto: la madre de Guernod, la conocía bien. Remedios, su esposa, era aquí el correveidile e iba y venía de la habitación con diversos objetos, un vaso de agua, una cuchara, un pañuelo. Me pareció que se había tomado la agonía de su marido como una faena doméstica, algo así como poner la mesa para varios invitados. Había también dos pequeñas criaturas en un rincón, repletas de ojos y curiosidad, cuya única función, según deduje, consistía en generar alguna clase de controversia para aliviar el malestar de todos:
– ¡Llévense a estos niños de aquí, por Dios! -decía uno.
– Eso lo tienen que decidir los padres -replicaba otro.
– Son los sobrinos de Jacinto -intervenía un tercero en voz baja.
– ¿Y qué? ¿Es que tienen que estar aquí por fuerza?
– No queremos irnos -sentenciaba la niña, la más pequeña, una encantadora criatura de rizos morenos.
– A quien habría que llevarse -interrumpió el doctor Torres de repente con su impecable pronunciación castellano-manchega y su terso tono de voz- es a este hombre, y al hospital, pero…
No terminó la frase y nadie le ayudó a terminarla. Imponía un gran respeto ese «pero». Hasta la vieja detuvo las jaculatorias un instante. El vacío tras ese «pero» era el absurdo.
Dejé de prestarles atención, me quité el sombrero respetuosamente y me acerqué a Guernod, dedicándome a contemplar sus esfuerzos por convertirse en cadáver.
Sabido es lo difícil que resulta morir en la cama: se calienta la piel, se sufren espasmos cólicos, se suda, se pierde y recobra la conciencia, se delira, se cometen mil obscenidades, se soporta la compasión como un mal veneno. Había que reconocer que, para la vida tan superficial que había llevado, Jacinto Guernod no estaba componiendo una muerte demasiado mediocre: boqueaba como un pez fuera del agua y contemplaba el techo con ojos admirados, como si las grietas de cal formaran un hermoso fresco renacentista. Parecía afligido por una lucha en la que alguien muy querido por él -pero no él- iba perdiendo. «Segunda pesquisa -anoté más tarde-, imperceptible balanceo de la cabeza sobre la almohada que se correspondía con giros simétricos de los globos oculares. Una barca a la deriva. Y su mujer, Remedios, arqueaba las cejas continuamente. No es éste un detalle importante, sin embargo: lleva así las cejas desde que la conozco. Lo que me sorprende es que no haya sido capaz de modificar su expresión de costumbre ni siquiera frente a su agonizante marido… ¡Ah, los detalles!»