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– ¿Y le gusta el pueblo? -salía la voz de su espalda-. Bueno, no lo ha visto todavía, claro.

Y yo, entre medias de su infatigable ritmo, lograba participar con alguna frase:

– Sí. Lo que he visto me ha gustado.

Porque aquí todo tiene que gustar así, de inmediato, solo de verlo una vez, y yo no tengo enseñados a mis ojos. Es más: aún no conozco en realidad el pueblo (aunque ella cree que lo recorrí antes de venir a la casa). Tras su bienvenida me había dado una ducha repentina y escasa (el agua sale compacta y lineal, sin aspersión, de una especie de grifo alto. La probé y era salada. Me reí imaginando que el mar evacuaba en mi cuarto de baño) y me puse algo limpio para cenar. Mi reloj blando me sorprendió diciéndome que eran ya las once menos cuarto y para cuando bajé, Rosa se hallaba bregando con las tortillas y el patio olía, en la noche, a huevo frito y a nardos.

Cuando me sirvió la cena, nos quedamos un instante en silencio, como si toda la charla hubiera sido una excusa para cocinar. Entonces se me ocurrió otro tema.

– ¿Roquedal se llama de otra manera?

Hizo un gesto con una mano mientras me sonreía, dándome a entender que no había oído. Opté por contarle mi confusión con los niños del pueblo en voz un poco alta. Me escuchó asintiendo y sonriendo, como animándome innecesariamente a seguir, pero cuando terminé, sus ojos carbonizados se desviaron con rapidez de los míos y se encogió de hombros.

– ¿Estío? -logró acertar con el nombre-. En mi vida lo he oído. Y eso que llevo aquí desde que nací. -Esto último lo dijo como disculpándose, como si se pudiera vivir en Roquedal desde mucho antes de nacer, como si se sintiera inferior a sus propios recuerdos.

En su vida lo oyó. Sospecho que tampoco sabe el significado de ETER en el muro del cementerio. Éstas y otras cosas debo dejarlas escapar con los bostezos. Mañana comienzo y hay que madrugar.

Una ventana en mi habitación me refleja mientras escribo.

2

Un día completo y extraño. Escribo esto a las dos y media de la madrugada, sentado, como ayer -ese lejano ayer-, en el escritorio con olor a madera vieja de don Roberto, a la luz de una lámpara pequeña con la pantalla improvisada de cartón (No la encienda mucho rato, que el cartón se quema, me dice la pobre Rosa) y entretengo mis ojos siguiendo el curso de las vetas de madera en la mesa mientras trato de recordar todo lo ocurrido (decir «todo» es imposible, o al menos tan difícil como rastrear hasta el órigen cada una de las grietas que ahora contemplo: se pierden, se confunden, se mezclan). Al menos, intentaré reflejar la cara extraña del día, que no deja de sorprenderme, y me juzgaré a mí mismo mientras lo hago (el cristal de la ventana entrecerrada me refleja cuando me siento a escribir: todo un símbolo).

Mi trabajo, muy bien. Don Roberto no mintió cuando me dijo por teléfono que no había mucho que hacer. La consulta está instalada en una casa que desentona violentamente con la arquitectura de Roquedal, cuadrada, de techo plano y ventanas metálicas, cuajada de calor. Por dentro, las luces de los fluorescentes la vuelven fríamente calurosa, y el ambiente no mejora cuando descubres que todo está lleno de aristas (Roquedal es romo y suave, pero allí, en la consulta, todo pincha -no solo la jeringa- y se encrespa en violentos ángulos cerrados: es como si quisiera decirse a sí mismo y a los habitantes que es un lugar científico, ajeno al pueblo): mi mesa es de metal blanco, como la silla, y los azulejos y baldosas, en azul claro, no dejan resquicios para distraer el ojo. Hay una gran ventana, pero el paisaje de casitas pintorescas que se adivina tras ella contradice tan nostálgicamente el interior que uno termina por pensar que los barrotes que la cruzan están ahí para impedir salir y no al revés. Sobre la mesa, los recios rectángulos de las recetas y volantes, y junto a ellos, Marta, la ATS, que coge las vacaciones el mes próximo.

– Para que no haya dos nuevos en la consulta al mismo tiempo -me explica-. Así don Roberto o yo, el que esté en ese momento, ayudamos al sustituto.

Le agradecí el detalle. A Marta parece que hay que agradecerle todo desde que la ves: es tan acogedora, tan enorme, de pecho y semblante tan maternales que, sin saber por qué, te pones a agradecerle cualquier cosa, como si de ella hubiera dependido en parte que vinieras al mundo. Tiene modos de ciudad (se tiñe el pelo de un castaño rojizo fuerte y se pinta cuidadosamente), pero es muy respetada en Roquedal. Nos hemos entendido a las dos palabras (sospecho malignamente que le agrado más que el propio don Roberto) y hablamos de sus vacaciones, en que piensa irse a Segovia (tiene familia allí) y después a Barcelona y París.

– Huyo del sur, huyo del sur -me repite.

– Hace calor -la ayudo-. Aquí se ahoga uno a pesar de la playa.

Ella entrecerraba sus ojos rasgados (y pintados de manera nocturna en pleno día) y hacía una mueca de «sí, pero no es eso».

– Sí, pero no es eso. En estos pueblos uno termina por… No sé si me entiendes -nos tuteábamos desde el principio-. Este pueblo es bonito. Roquedal es bonito. Precioso, desde luego. -Aquí paró de adjetivar, contenta-. Pero al cabo del tiempo la vida se te hace igual y terminas… -Hizo un gesto con las manos en remolino y sus pulseras sonaron acordes-. La gente piensa que la gran ciudad enloquece, pero nadie habla de estos lugarcillos.

– No se te ve muy loca.

Rió y sus pechos temblaron, enormes, como si le sobraran y fueran a caérsele en la mesa.

– ¡Pues si me conocieras!

Es obesa y simpática, ambas cualidades exageradas y adornadas en exceso para su edad, pero sus manos son hermosas y lo sabe, de dedos laxos que adoptan posiciones desafiantes en un más difícil todavía a la hora de gesticular, coger las recetas y rellenarlas o simplemente posar tranquilos sobre la mesa. Tiene unos meñiques precisos y lindos: dan ganas de cortarle alguno (pobrecita), escribir encima «Recuerdo de Roquedal» y llevártelo a casa. Cuando tenga más confianza con ella le diré esto.

La consulta, ya digo, buena. No olvidé en ningún momento que yo era un don Roberto postizo y temporal para ellos, y me mantuve en mi papel. A las dos de la tarde me quité la bata, apagué el ventilador (también picudo, también filoso) contra el que luchábamos para refrescarnos sin que los papeles volaran y emprendí mi misión del mediodía -que ya Marta me había anunciado-: una comida de bienvenida en la terraza de un bar con los poderes indispensables: el farmacéutico, el cura y, posiblemente, el alcalde. Es necesario conocerles, pasar los sagrados ritos, comprender los tabúes y las recompensas. Me preparo para la iniciación y Marta (que se ha desvestido en un santiamén y ahora se me aparecía disfrazada de solterona exótica -un traje elegante y blanco con flores dispersas en malva y verde-) me acompaña.

En el pueblo reina a esa hora un calor sin presagios, tan aburrido como un papel en blanco. Me cuelgo la chaqueta al hombro (¿por qué la llevé?, ¿me sentía más seguro con ella?) y termino entrecerrando los ojos como Marta e incluso envidio sus pestañas largas y parabólicas que tamizan los resplandores. En una sombra, niños pequeños cantan, sumidos en un juego de tiza y círculos cuyo fin parece ser ése: cantar sobre ellos.

¿Qué son? ¿Dónde están?

¿Cómo encontrarlos?

No supe a qué se referían, aunque entonces hubo un segundo en que me pareció importantísimo saberlo, pero se me desvanecieron solos mientras nos alejábamos y ni siquiera mirar hacia atrás me reveló ningún prodigioso secreto: eran tres niñas con similares camisones a cuadros, trenzas y zapatillas sin medias. Una saltaba cantando y las otras la acompañaban con un contrapunto llamativo. Me sentí ridículo mirándolas.

El bar ostentaba un nombre propio, pero no lo recuerdo: Paco o Pedro o Luis. Había una terraza, en efecto, con mesas y sillas metálicas, y más allá, tras la techumbre de cañas y un declive mustio, se hallaba un grupo de árboles, la carretera que bordea la playa y ésta, allí tirada, con el mar azul llenándolo todo a lo lejos. A la sombra de aquellas cañas había fresco.

El farmacéutico se llama Juan y es un hombre calvo y delgado, con bigotito negro, gafas doraditas y olor a agua de colonia. Me produce la impresión de que se tiñe con petróleo los cuatro pelos húmedos que le cruzan el cogote. Estaba ya allí, junto a su oronda María (una María oronda es, al parecer, imprescindible, y le ha tocado a él), su mujer, repeinada, unánimemente gruesa, con el vestido de un azul interrumpido por lunares blancos y gordos. Ella es buena persona. Él me parece más estudiado. Comían pescado frito cuando llegamos, y él se limpió la mano ostensiblemente antes de tendérmela, como deseoso de mostrar el espectáculo de su educación. Ella, más natural, me plantó un beso terrorífico.

– Pruebe usted esto, don Marcelo -me dijo él-, y compare con el pescado que come en la capital.

Naturalmente que tuve que pedirle, casi exigirle, que me tuteara. Aprovechó la ocasión para esgrimir la prerrogativa de su edad.

– Podría ser tu padre, así que te voy a tutear, sí, y tú a mí, pues igual -dijo, y la oronda María se rió. Sospeché que tiene cierto éxito con sus gracias, porque Marta también liberó una risita recatada.

A nuestro alrededor había brisa de mar y gentes que iban y venían saludándose con gestos y sonidos. Todo muy lento, como si sobrara el tiempo. Un hablar monosilábico y difícil que se desarrollaba a mi espalda:

– Eh.

– Qué.

– Ya.

– Vale.

Y de vez en cuando, Juan, el farmacéutico, estiraba su delgadez para saludar con la mano alzada, pero reprimía el monosílabo. Tiene dedos de pianista y un anillo en cada anular. Parece tentarle la capital, y él coquetea con esa tentación, pero permanece fiel a su rinconcito: en su charla siempre critica y alaba la ciudad a partes iguales. Te deja en la duda sobre lo que realmente piensa de ella. Habla igual de su mujer, la oronda María: mezcla sus defectos y virtudes sin pausas (o con la pausa de un chipirón masticado) y, en general, de todo, como si temiera ofender los gustos o como si él mismo no anduviera seguro de los suyos. Es una perenne contradicción: ama el mar, pero prefiere la montaña; don Roberto le agrada por sus años y su experiencia, pero le gustan más los médicos jóvenes como yo.

De aquella conversación dual, casi estereofónica, me salvó la llegada de don Fernando, el cura. Sonaron campanas lejanas y apareció él de improviso, tras la esquina, tan coincidente que me pregunté si sería deliberado. Vestía la sotana (después he sabido que es su traje de etiqueta. Se ha hecho a la comodidad y prefiere camisa holgada y pantalones negros en verano) y venía como de haber realizado un gran esfuerzo físico (dos veces, contando esta primera, me lo he topado hoy, y en ambas he tenido la misma impresión): sus hombros anchos, algo encorvado, sudoroso, limpiándose las manos y jadeando. Su pelo blanco está peinado sin raya hacia atrás. Es simpático y proverbial, y ama todo lo práctico. A su alrededor, las cosas se estropean solo para que él las componga. En un mundo perfecto y prístino, personas como él se morirían pronto. Nada más sentarse percibió que la mesa estaba coja y (siempre jadeando) se levantó y buscó un pedazo de madera para enderezarla. Volvió a sentarse y volvió a inspeccionar su alrededor en la esperanza de hallar otra cosa torcida, mal puesta, rota o necesitada de su pericia. Naturalmente, todo estaba aceptable salvo yo, y sobre mí recayó el utensilio de su mirada.

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