Y allí estaba el rastro de piedras, o por lo menos así lo creí. Paralelas a la orilla, formando una alargada línea que se perdía en la noche (también, arriba, las estrellas habían aparecido completas y ordenadas en curiosas líneas). Llegué hasta ellas, divisé apenas el mar, su espuma residual, secretamente blanca como los huesos en las radiografías, ensordecedora, y comencé a seguir aquel rastro que preferí no imaginarme azaroso.
Acababa (pronto lo supe) en un espigón, un brazo de rocas oscuras que se introducía en las olas, chorreante de espuma, el fósil de un cetáceo. Y el rastro de piedras terminaba en su comienzo.
Y allí me aguardaba Rocío.
Era ella aun antes de serlo: una silueta lejana (pero ella) que poco a poco tomó sus formas. Vestía una simple pieza blanca (la falda apenas cortando el inicio de sus muslos y estirada por la violenta brisa) y sandalias. El pelo se le amasaba en el rostro sin molestarla. Me miraba acercarme y mirarla.
– Hola -dijo-. Has venido.
Lo dijo como si aquello no fuera un cita sino un suceso, como el crecimiento de las plantas o el paseo de los depredadores al anochecer. Un algo observable y distinto que en nada cambiaba el orden de las cosas.
Me precedió al entrar en el espigón, caminando con equilibrio, sin aguardarme. Pero no había prisa en su gesto: de nuevo era un mundo de sucesos posibles, una reacción suave, sin meditación pero sin brusquedad, como la lluvia al humedecer el suelo. Y la seguí, siempre viéndola marcharse, pero esta vez siguiéndola, su espalda erguida, sus piernas, blancas.
Don Baltasar tiene razón: vamos de un plano a otro diferente sin percibirlo. Pero nunca somos los mismos, aunque tampoco lo sepamos. La vida está formada por ellos: infinitos planos, imágenes continuas, cambiantes… En Roquedal la diferencia estriba en que cada plano es una vida distinta, inabarcable también. Y por ello a veces se produce una superposición: algo, un objeto, una persona (sí, una persona, un ser), se funde con otro y resalta, impresiona nuestros ojos como la convergencia de imágenes dobles. ¿Sabría Rocío esto y por eso me ordenó que no la siguiera, ni siquiera aunque ella misma me lo pidiese? Recordé aquella advertencia y me detuve repentinamente.
Ella, delante, cada vez más, se detuvo también y se volvió hacia mí. Apenas pude ver su cara entre la sombra de las olas cuando me gritó:
– Ven.
Y siguió avanzando. La obedecí (ahora lo sé) porque lo intuía. Y porque estoy maldito. Cuando la oscuridad completa la absorbió, su vestido blanco me ayudó a no perderla, y cuando de repente la perdí, en un momento de vacilante confusión, supe que estaba desnuda.
Seguí lo que ya era tan solo la sombra de su carne. Las rocas, resbaladizas, húmedas, estruendosas, detenían mi marcha. A mis pies, de repente, sobre una de ellas, su vestido blanco, como una medusa muerta. Más allá, como reacias a seguir, sus sandalias (figuras de piedra, rastros, migas de pan) y aún más ella, distinguible y concreta a pesar de su absoluta desnudez, como si su cuerpo fuera más intenso que su propia silueta, avanzando todavía hacia la punta del espigón, donde sombras y olas se agolpaban.
– Rocío -la llamé.
Pero siguió incólume su lenta (firme) marcha hacia aquel estrépito final. Y antes de que la oscuridad la envolviera del todo la vi despojarse de una última cosa que arrojó a las piedras mojadas, frías por el mar y la luna, frente a mí (¿lo sabías, pobre Rocío, y por eso no querías que siguiera tu sola figura?). No me sorprendió. No tuve que mirar (aunque lo hice) para saber lo que era aquel objeto final, enroscado, enredado en las piedras, aquellos cabellos rubios castaños, el último resto del disfraz.
Y supe con certeza quién me aguardaba en realidad, allí en las sombras.
NOTA FINAL DEL EDITOR: Aquí finaliza el manuscrito original. Como se sabe, el cuerpo sin vida de don Marcelino Roimar Ruiz, de treinta y cinco años de edad, médico sustituto de don Roberto Torres Berastegui, fue hallado el pasado verano en la playa de Roquedal, aproximadamente dos semanas después de su llegada al pueblo. Se determinó el ahogamiento como causa de la muerte. Las conocidas tendencias depresivas del fallecido, acentuadas tras su separación conyugal, hacen pensar en la posibilidad de que su fin fuera voluntario. Estos papeles se hallaron, íntegros, en la casa de Roquedal donde residió.