Lloraba de nuevo.
– Te has perdido, te has perdido -la oí susurrar.
Y de repente pareció recobrar una especie de vigor: se limpió la cara con las manos y la alzó para mirarme. La mirada, viniendo de ella, desde abajo, era desproporcionadamente alta y grande.
– Márchate, Marcelo, es lo mejor -me dijo con serenidad-. Pero si no quieres, hazme caso: olvida todo lo que hemos hablado. No pienses más en Estío y Otoño Circular ni en la figura que viste. No hay nada importante en eso, pero podrías obsesionarte. Deja todos los objetos que encontraste en su lugar, no te quedes con ninguno. Y, sobre todo, no te acerques al cementerio de noche. Prométeme que no te acercarás al cementerio de noche.
Aquella sarta de apresurados consejos se me antojó ridícula, pero ya he dicho en otras ocasiones que Rocío nunca da risa, ni lo que hace ni lo que dice, y no reí.
– Prometido -le dije alzando una mano-. No pensaba hacerlo de todas formas.
– Es muy importante que no lo hagas. Pero hay una última cosa…
Se levantó con rapidez, sin dejar que la ayudara, y se sacudió las briznas del vestido. Me miró casi compasivamente (tuve cerca su rostro blanquísimo, su perenne olor a jabón y agua clara, los labios rosados y naturales, sin pintar, el dulce vello de las mejillas: tan bella que quise besarla pero, por primera vez, tan niña que no lo hice).
– Lo más importante de todo: olvídame a mí.
– ¿Qué?
– No quiero que nos veamos más. No me hables ni te acerques a mí a partir de ahora -se detuvo un instante y parpadeó-, aunque yo lo haga… No me hables aunque yo te hable, no me sigas aunque yo te lo pida. Es muy importante, Marcelo, por favor.
– Rocío, basta ya de tonterías. ¿Qué pretendes con todo este absurdo? ¿Asustarme? ¿Qué te pasa?
Pero ella ya se iba: siempre su espalda recta, su vestido con esa brisa de la despedida perenne, siempre esa trascendentalidad de su partida. La llamé:
– ¡No voy a hacer nada de lo que me has dicho hasta que no sepa lo que pasa! ¿Me oyes?
Se volvió un instante, justo cuando yo comenzaba a creer que no me haría caso, y de repente se me ocurrió pensar que, al fin y al cabo, solo era una chica solitaria y quizá enferma. Así, de lejos, su delgadez y su vestido ondeante iluminados por el sol, ni siquiera me parecía atractiva.
– ¡Quiero saber lo que ocurre! -le dije-. ¡Si tú no quieres explicármelo todo, lo averiguaré por mi cuenta! ¡Pero hasta entonces no hay trato!
Fue casi glorioso verla tan apesadumbrada, la cabeza con los rizos rubios caída, como doliente. Permaneció un instante así y dijo:
– No creo que pudiera explicártelo. Habla con don Baltasar, si quieres. Él sabe muchas cosas. Adiós, Marcelo. Ten cuidado.
Y se fue del todo. O no del todo: como siempre, me pareció que persistía cuando dejé de verla.
«Don Baltasar.» Lo recordé: el hombre del que Juan me había hablado. El rico del pueblo (que fue rico y ahora loco) que vive en las afueras. ¿Quizá junto al cementerio? Sonreí.
Y todo me pareció de repente fruto de un juego, un capricho, una broma compartida o un mito. Me reí a solas mientras regresaba a la casa azul: el cementerio de noche, los objetos inservibles, los nombres de lugares que nadie conoce, la sabiduría de don Baltasar eran como partes distintas de una misma leyenda, o una red de varias leyendas entrelazadas, la complicación enorme de lo pequeño, la complejidad babélica del detalle. Y yo iba por entre ellas como por entre las calles de Roquedal, que no hay dos semejantes, de este pueblo minúsculo plagado de secretos legendarios, me introducía entre ellas como un pez en la red, cada vez más, cada vez más, sin hallar la salida «por mucho que caminase».
Y ya aquí, de noche, contemplándome en la ventana mientras escribo, me siento enfermo. «No te obsesiones -oigo a Rocío-, ten cuidado, Marcelo, no te obsesiones.» No lo estoy: es esta tremenda fatiga que me aferra de brazos y piernas, este cansancio que me empuja de los sitios, que, de pura debilidad, apenas me deja fuerzas para dormir.
Mañana es sábado y la consulta está cerrada, pero creo que me levantaré temprano.
Debo ir a ver a don Baltasar.
Ayer, en sueños, estuve en Estío. No lo era, naturalmente, o no lo creí al despertar, pero ahora pienso de otra forma: pienso que sí lo fue, quizá precisamente porque era un sueño. Recorrí sus calles -las de Roquedal, o las del Roquedal de mi sueño- y me asomé, de lejos, a su procelosa playa, pensando siempre: así que por fin estoy en Estío. Y allí, en la playa radiante, me aguardaba ella (desnuda, la cabeza rapada, la mirada azul y transparente, a través de ella veías el mar). Su hermosura era una hermosura diferente a todas: como si no fuera de ella, o no solo de ella; como si perteneciera también al pueblo. Su belleza eran imágenes de niños, alegría de niños, juegos a la sombra de los árboles. Y yo le daba la mano a los niños y jugaba con ellos en la plaza, sobre las redes extendidas (niños húmedos, desnudos, plateados de agua y dorados de sol como visiones de Sorolla, infatigables como cardúmenes o alevines blancos echados al pueblo, inquietos, saltarines) y desperté con el regusto purgante de los recuerdos de sol y playa y niños alegres y arenas fuertes y calientes, que son mucho más recuerdos por eso mismo: que son los únicos recuerdos posibles. Y me dije: así que ya estuve en Estío.
Pero después, ya recuperado, el agua fría del lavabo en mi rostro, afeitado y vestido por fin, no lo creí. Algo sí me quedó: un deseo impostergable de volver y creérmelo, un afán de engañarme con el sueño que no me ha dejado en todo el día. Sobre la mesa, mi extraño mecanismo, mi broncíneo mamífero pendiente de la punta de aquella pértiga, el espejito en la otra, se me antojó una realidad imposible, un desertor del sueño, y temiendo algo -no sé, perderlo quizá, o dejar de creerlo del todo- lo guardé en un bolsillo y más tarde, antes de salir, lo envolví en un pañuelo para impedirle un daño irreparable en su extraña inutilidad, como si empezara a pensar que tenía que estar perfecto para seguir sin servir absolutamente para nada.
Y he salido hoy sábado, la consulta cerrada, con el deseo de caminar lejos, irme del pueblo o probar a irme, pero sobre todo de visitar a don Baltasar, el loco.
A la salida de la calle principal, con la carretera invitadora y recta perdiéndose en una loma, hallé a Joaquín, el de las máquinas, con su mono de trabajo con tirantes, boina aplastada y gafas que lo preludiaban (para mí, Joaquín es el hombre de las direcciones, ya que me ayudó a entrar en el pueblo -en Roquedal, no en Estío- y sabía que podía confiar en él), así que me detuve al pasar.
– Buenos días, Joaquín.
– Buenos días, doctor.
– Ya me conoce. Cruzamos breves palabras mientras él daba vueltas y vueltas alrededor de un coche viejo y destripado, las ruedas llenas de polvo, ajustando piezas aquí y allá con un trapo grasiento. Su voz diríase que también necesitaba ajustes: habla sin sexo ni edad, como los ángeles, pero suena grotesca en mis oídos. Pobre Joaquín. -¿Por dónde puedo llegar a la casa de don Baltasar?
– Tire a la izquierda; al final de la carretera verá una granja. Pues justo después, todo recto.
Se mostró como si quisiera llevarme mágicamente con la voz, y casi así fue porque sus indicaciones resultaron exactas. Había allí, donde me dijo, una casa grande, en efecto, aunque no mucho, junto a un descuidado huerto y unos amplios terrenos de cultivo. Los perros ladraban siempre lejos, como prisioneros. La sombra plana del cementerio, el muro gris y breve, se dejaba ver más allá, donde siempre estuvo, bordeando la carretera. Desde aquella distancia no podía saber si las palabras blancas (ETER) seguían allí. Un jardincito con macetas de flores, alborotado por las plantas y enmarcado en barrotes verdes de los que pendían cables con bombillas, me separaba de la entrada verde de la casa. Un perro miraba absorto, incapaz de enfadarse, echado entre las sombras. La puerta estaba abierta y oí ruidos, así que esperé sin cruzar el jardín.
Un hombre apareció por ella enseguida, aunque lento y torpe, sosteniendo una regadera metálica. Llevaba pantalones holgados y marrones atados por una cuerda, camisa abierta, el torso desnudo y sin vello debajo, alpargatas azules calzadas a medias. Era moreno y calvo, y adiviné que fumaba en su respiración agitada, en sus dedos amarillos, y que bebía, en sus mejillas sanguinolentas. Un resto de pelo rizado gris se agazapaba en su nuca y todo lo demás formaba parte de un abrupto bigote y un rastro de barba olvidado de ayer. Tenía los ojos pequeños y negros, pero tan vivos que apenas pude despegármelos cuando se fijaron en mí.
– ¿Don Baltasar? -dije.
Me sorprendió su energía, como las olas débiles que nos toman de espaldas:
– ¡Váyase, no le necesito!
Y se dedicó a regar las plantas y a murmurar cosas. No las oí pero, al parecer, iban destinadas al perro, porque éste se apartó hacia otro rincón.
Al verle regar me fijé por primera vez en las figuras: eran obras escultóricas, no había duda, pero toscas, como inacabadas. Parecían hechas de barro. Su estatura (no me llegarían a las rodillas) y su simpleza me habían hecho confundirlas con piedras grandes. Era un abigarrado grupo de cuatro muñecos abstractos de rasgos tan azarosos como los que creemos hallar en la forma de ciertas nubes. De no haber visto cuatro juntas y similares, habría pensado que eran productos casuales de la naturaleza, rocas moldeadas al capricho del agua y el tiempo. Se alineaban dos a dos, a ambos lados de la entrada. Las señalé y dije:
– Son bonitas. ¿Las hizo usted?
Dejó de regar y pareció acaparar paciencia antes de espetarme:
– ¿Qué es lo que quiere?
– Soy el médico que sustituye a don Roberto…
– Ya lo sé. ¿Qué quiere?
– Hablar de Estío y Otoño Circular -le dije.
Me miró de nuevo en un gran silencio. Volvió a regar y decidí respetarle. Cuando terminó toda la fila de plantas con absoluta tranquilidad (parecía estar hecho a la pausa, a la espera sin ansiedad) me dio la espalda y entró en la casa. Le oí hablar desde el interior y me acerqué pensando que se dirigía a mí. Un algo en las figuras del jardín (quizá el simple hecho de estar ahí) me quitó el sosiego. Y dentro, en la fresca oscuridad del vestíbulo, el sonido de un grifo abierto en algún lugar y el de su voz, también larga, también continua, incesante:
– Meses, años, siempre, siempre, siempre. Y no paran nunca -decía su voz.
– ¿Don Baltasar? -dije. Me sentí ajeno y ruidoso en aquella muerta tiniebla. Ni siquiera el oído me servía: su voz sonaba lejos, en otro lugar, en otro mundo, casi en otro tiempo diferente: