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Lo más raro de todo era que no parecía haberse percatado de su presencia. Continuaba sentado e inmóvil en la oscuridad. Rulfo dio un paso y se enjugó los labios resecos.

– Oiga, no tiene nada que temer… Solo quiero charlar con…

Entonces el hombre giró en el asiento.

Ballesteros se interrumpió al ver su semblante.

– ¿Qué te ocurre…? ¿Qué pasa…?

Ella miraba el retrato frunciendo el ceño, como si algo de lo que contemplaba la confundiera; luego volvía a su expresión inicial de indiferencia y movía la cabeza en sentido negativo para, instantes después, mostrar de nuevo aquel súbito interés.

– ¿La conoces? -preguntó Ballesteros.

Una alarma saltó por los aires, enloquecida, engullendo el ruido de cristales rotos. Alguien acababa de forzar las puertas de aquel centro psicológico privado, pero no para penetrar sino para salir. El culpable echó a correr desesperadamente bajo la madrugada silenciosa. Sin embargo, un hipotético testigo habría manifestado sus reservas a la hora de afirmar que aquel hombre era un ladrón. Por ejemplo: no llevaba ninguna bolsa con objetos de valor o dinero. O, por ejemplo: su expresión no mostraba la ansiedad esperanzada del ratero que confía en no ser atrapado, sino el horror absoluto de quien sabe que ya ha sido atrapado, vaya donde vaya y corra cuanto corra.

Atrapado.

Para siempre.

– No, no la conozco… Solo me ha parecido que… -Sacudió la cabeza-. No, no es nad…

En ese instante se abrió bruscamente la puerta del dormitorio.

No lo habían oído llegar y ambos se sobresaltaron. El retrato que ella sostenía escapó de sus manos, centelleó a la luz de la lámpara una fracción de segundo, se estrelló contra las baldosas

y el cristal

se quebró

en diagonal.

Una fea rajadura atravesó el rostro sonriente y hermoso de Beatriz Dagger.

Durante largo rato nadie habló. Rulfo enterraba la cara en las manos y no quisieron interrumpirle. Pero el silencio empeoró cuando alzó la mirada y pudieron ver la expresión de su rostro.

– Lidia Garetti estuvo en esa clínica y dejó una filacteria para mí… Estaba escrita bajo el marco de una orla universitaria… Era un verso de Virgilio: Hic locus est partes ubi se via findit in ambas . «Aquí está el lugar donde el camino se bifurca…» El verso me hizo soñar con la clínica, me abrió sus puertas y me produjo una alucinación: vi a un hombre sentado dentro de esa habitación. Era yo. Entonces lo comprendí todo.

Ballesteros pensó que, el día en que murió su esposa, él había tenido en los ojos la misma mirada que ahora advertía en los de Rulfo.

– Pero ¿por qué decírtelo así, de forma tan rebuscada? -indagó. Raquel habló por primera vez.

– Él es el receptáculo. Era necesario enfrentarlo a sí mismo para que terminara sabiéndolo por sus propios medios.

– ¿Y por qué elegir ese lugar precisamente? ¿Por qué una clínica psicológica? ¿Por qué no cualquier otro sitio?

– Beatriz era psicóloga. -La voz de Rulfo era átona, como si procediera de un cuerpo muerto-. Había nacido en Alemania, pero estudió en Madrid… Su fotografía estaba allí, en la orla.

Supuso que Rauschen lo había sospechado de alguna forma y la había seguido desde Alemania. Quizá no conocía su verdadera identidad, pero sabía que estudiaba en algún lugar de España. Casi sonrió ante la diabólica ironía: la dama a la que Rauschen, César y él buscaban era Beatriz, y su receptáculo era él mismo.

– No debes culparte -dijo la muchacha-. La dama sin nombre te eligió y se introdujo con versos en el cuerpo de esa chica. Estaba en sus ojos: eso es lo que creí ver en los retratos… La manipuló, hizo que la conocieras, que te enamoraras, la eliminó y pasó al interior de tu mente mediante ese vínculo emocional… Un escondite perfecto: la llevabas dentro sin saberlo. El amor es el sentimiento que ellas utilizan para inspirar a los poetas, pero la número trece lo usa para alojarse en los seres que elige. Después de algún tiempo te habría abandonado para buscar otro receptáculo.

Rulfo sacudió la cabeza, como si no la hubiese oído.

– Me eligió porque sabía que yo no iba a olvidarla. Ha vivido dentro de mí, a sus anchas, todo este tiempo…

Se dio cuenta, sorprendido, de que el dolor había dejado paso en su interior a una viva sensación de repugnancia, como si percibiera los movimientos de un gran gusano, una tenia enroscada en su cerebro. Contempló de nuevo el retrato roto en el suelo y comprendió que ya no había futuro para él. Pero, al mismo tiempo, observar los hermosos rasgos de Beatriz tras el cristal le hizo experimentar cierto alivio, como si, después de una eternidad de ansiosa espera, pudiese levar anclas y abandonar por fin el pantanoso lugar en el que había permanecido estancado.

Se volvió hacia Raquel. La muchacha aparentaba compadecerlo, pero él sabía que no era así. Es una dama. 0 lo fue hace tiempo. No compadecen a nadie. No tienen sentimientos.

– Es necesario seguir con el plan. ¿Cómo haremos para que salga de mí…?

– Es lo más difícil. Ciertos versos pueden lograrlo, pero tardaré tiempo en encontrarlos y recitarlos adecuadamente.

– ¿Cuánto?

– Para una ajena como yo, recitar un verso apropiadamente es cuestión de suerte. Quizá lo consigamos mañana, quizá dentro de semanas o meses…

– No podemos arriesgarnos. ¿Qué otra forma tenemos de sacarla de mi mente…? -Ella no respondió, pero lo miró con fijeza. Rulfo creyó comprender-. Una vez te oí decir que el receptáculo no podía ser destruido… ¿Significa eso que no puedo morir?

– No. Significa que, mientras ella esté dentro de ti, procurará que no sufras daño. Por eso te dejaron con vida en la mansión.

– Pero, si, a pesar de todo, alguien lo destruyera…

La muchacha seguía mirándolo.

– Ella saldría. Escaparía. Pero tú morirías y ella buscaría otro lugar.

– Como quemar la madriguera, ¿verdad? -La expresión de Rulfo era extraña-. Como hacerla arder para que la alimaña asome.

– Sí. Pero tú morirías y ella huiría -repitió la muchacha.

– ¿Nada podría retenerla si saliera?

– El agua. En el agua no pueden hacer nada. Eso serviría para contenerla, pero solo por unos cuantos segundos.

– ¿Y después?

– Un círculo pintado en el suelo bastará. Fuera del receptáculo es como un cangrejo ermitaño fuera de la concha. Si logramos llevarla hasta un círculo, retenerla no será tan difícil…

– ¿Y una vez dentro del círculo?

– Le exigiríamos que nos dijera el día que han elegido para destruir la imago y la obligaríamos a que nos entregara un acceso al interior. De esa forma, el coven estará casi indefenso ante nosotros, y solo tendríamos que planear cómo atacarlas.

– Hay que intentarlo. -Rulfo se quitó la chaqueta-. Y creo que podéis hacerlo sin mí -añadió.

Durante un par de segundos, la muchacha y él intercambiaron una última mirada. A él casi le asustó la decisión que veía en aquellos hondos pozos oscuros. Quiere que lo haga. Quiere que intente exactamente lo que estay pensando.

– Dibujad ese círculo en el comedor -dijo entonces.

– Un momento, un momento… -Ballesteros, que había asistido confuso y en silencio a la conversación, se puso en pie de repente-. Si he comprendido bien, vas a «quemar la madriguera…». ¡Espera un momento…! Señor Impulsivo, sé cómo te sientes, pero te diré una cosa: con brujería o sin ella, no eres el primero ni serás el último a quien alguien engaña de un modo u otro. Deja de autocompadecerte de una puñetera vez. Ya has escuchado a Raquel: quizá logres hacerla salir, pero tú vas a palmarla. De modo que vuelve a sentarte en esa silla y sigamos pensando en…

– Eugenio -lo interrumpió. Comprendió que no había tiempo para sutilezas. Sabía que Ballesteros no iba a permitirle dar aquel paso, y que toda discusión estaba de más-. Tienes tres hijos, ¿verdad? Ya son mayores, están casados, creo que el mayor está esperando el que será tu primer nieto… La otra noche, las damas evocaron la imagen de tu esposa para amenazarlos… No son simples amenazas. Saga me necesita vivo, al igual que a Raquel: a ella, para hacerla hablar; a mí, porque albergo a la dama sin nombre. Terminará eliminándonos, pero quizá no ahora. Sin embargo, tú y tu familia sois completamente prescindibles . Cuando destruya la imago, os barrerá. Y puedo asegurarte que no serás el primero. Será tu hijo mayor. O quizá tu hija. O puede que aguarde a que nazca tu nieto… -El tono de Rulfo era monocorde, como si estuviera enumerando una serie de evidencias irrefutables pero, al mismo tiempo, intrascendentes-. Así que déjame hacer lo que debo. Ocurra lo que ocurra, yo ya estoy muerto. Mi vida ha llegado al final, pero tus hijos siguen vivos y son felices. Piensa en ellos. -Ballesteros seguía inmóvil, como petrificado. Rulfo lo esquivó y se dirigió al baño-. Hay una lata de pintura blanca en la cocina. Avisadme cuando tengáis listo el círculo.

Cerró la puerta.

No tardaron mucho. Apartaron la mesa y las sillas, despejaron un espacio central y trasladaron al dormitorio todos los libros de poesía que Raquel había sacado («No pueden estar cerca de ella», comentó). La muchacha se encargó de dibujar la figura sobre el parquet usando una brocha rígida y vieja.

Ballesteros la contemplaba en silencio intentando no pensar en el hombre que aguardaba en el baño. Escuchaba el runruneo monótono del grifo de la bañera: casi parecía el interminable redoble de un tambor. Sabía que era un cobarde al permitir aquella barbaridad. Todo su ser se rebelaba ante la mera idea de dejar que Rulfo llevara a cabo su propósito, pero no podía hacer nada para remediarlo.

Sus hijos. Aquel cabrón tenía razón. Sus hijos .

Volvió a ver la horrible imagen de Julia burlándose de todo lo que él consideraba sagrado: su dolor, sus recuerdos… En efecto: fueran brujas o no, era preciso hacer algo, devolverles el golpe, acabar con ellas. La furia que sentía le impedía detener a Rulfo, pero jamás había tomado una decisión tan difícil en toda su vida.

La muchacha repasó la línea con una nueva capa. Era importante, le dijo, no dejar resquicios. Luego se levantó y miró a Ballesteros. En sus ojos el médico creyó distinguir la misma ciega desesperación que había advertido en los de Rulfo. De repente comprendió el abismo que lo separaba de ambos: ellos peleaban para morir; él, para seguir vivo. Han perdido lo que más amaban. Ya no les importa lo que suceda. Pero no quieren dejar de dar la última dentellada.

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