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– No puede afirmarse que sea una frase muy afortunada para bautizar una casa tan bonita.

– Para Lidia Garetti resultó profética.

– Ciertamente. -Ballesteros se frotó las manos-. En fin, aquí no vive nadie ya, estoy seguro. Esa mujer no tenía familia. Es de suponer que, cuando se aclaren los problemas de herencia, este lugar pasará a otras manos y la tragedia terminará por olvidarse… ¿Adónde va?

– Aguarde un momento.

Rulfo se aseguró de que la calle seguía vacía y, con un gesto ágil, subió a uno de los contenedores metálicos que reposaban en la acera. Desde esa altura podía erguirse sobre el muro y mirar más allá. Los árboles ocultaban parte de la visión, pero a través de sus ramas casi desnudas pudo distinguir el jardín, la mancha grisácea de la fuente y, al fondo, la tersa blancura del peristilo. En sus sueños, todo le había parecido de mayor tamaño, pero ésa era la única diferencia. No cabía duda: era la misma casa. Ya lo sabía (había visto las fotos), pero comprobarlo en la realidad le provocó escalofríos.

El médico le observaba con nerviosismo. Su ancho semblante se había puesto grana.

– ¡Oiga, baje de ahí…! Si alguien nos ve, puede… ¡Baje, caramba!

– Es la misma casa de mi sueño -dijo Rulfo saltando a la acera.

– Perfecto. Ya lo ha comprobado. ¿Y ahora?

– ¿Ahora?

– Sí, ¿se le ocurre algo más?

Ballesteros se encontraba nervioso y no sabía bien el motivo. Lo que más le incomodaba era haber tomado la decisión de visitar aquel lugar con Rulfo. Debo de estar volviéndome loco , pensó.

– Vamos, dígame -insistió-, ¿qué piensa hacer…? ¿Escalar ese muro y entrar en una propiedad privada…? Con lo impulsivo que parece usted, no me extrañaría… ¿Acaso quiere dedicarse a buscar un acuario de luz verde…? Escuche, acepté traerle hasta aquí porque supuse que, si podíamos hablar con alguien de la casa, quizá se le quitarían esas fantasías de la cabeza… Y no estoy diciendo que me haya mentido, compréndame. Estoy seguro de que ha jugado limpio. No tengo ningún problema en admitir que soñó todo eso y luego vio la noticia, y ahora se encuentra igual de asombrado que podría encontrarme yo en su lugar. De acuerdo, su caso es ideal para las revistas esotéricas. ¿Y qué?… Eso no demuestra nada. El subconsciente es un océano. Usted pudo ver la noticia del crimen en algún momento, aunque no lo recuerde. Luego la asoció con su tragedia particular. No hay más misterios. Eso es todo. -De pronto cogió a Rulfo del brazo-. Venga, vámonos. Ya sabemos que la casa era real, muy bien, usted ha ganado. Ahora dejemos de jugar, ¿quiere?… Está a punto de anochecer.

Rulfo parecía vagamente irritado. Sin embargo, para sorpresa de Ballesteros, obedeció con docilidad. Incluso aceptó regresar al coche y se sentó en silencio. Dejaron atrás los ladridos de un perro que se hacía más flaco conforme más se alejaban y que terminó convertido en el espectro de un can. El médico conducía con violencia, golpeaba el volante, se impacientaba. Miraba la carretera y los coches como si nada de eso le importara, como si sus pensamientos se hallaran muy lejos. Rulfo, a su lado, permanecía silencioso y tranquilo. De repente Ballesteros comenzó a hablar. En su semblante a menudo terso se dibujaba ahora una especie de hosca determinación que no encajaba con sus palabras, pronunciadas sin elevar la voz.

– Vi morir a Julia en ese accidente, ya se lo dije. Yo conducía, pero no fue mi culpa. Otro coche se nos cruzó y nos lanzó contra un camión. Resulté ileso, pero el techo del lado de mi mujer se hundió. Recuerdo con mucha nitidez su expresión entonces… Aún estaba viva: respiraba y me miraba sin pestañear, entre los hierros retorcidos. No decía nada, solo me miraba. De las cejas hacia arriba ya no existía, pero sus ojos tenían la misma dulzura de siempre y sus labios casi sonreían. Al principio, quise ayudarla como médico, le aseguro que lo intenté. Ahora comprendo que fue una estupidez, porque ella iba a morir sin remedio. De hecho, ya estaba casi muerta… Pero en aquel momento no pensé en eso e intenté ayudarla. Por suerte, comprendí enseguida que lo único que podía hacer no tenía nada que ver con mis conocimientos. Entonces la abracé. Me quedé allí, dentro del coche, abrazándola y diciéndole cosas al oído mientras ella se moría en mi hombro, como un pájaro… Extraño, ¿no cree?

El vehículo se deslizaba por calles oscuras. Ambos hombres miraban hacia delante con intensa concentración, como si los dos estuvieran conduciendo, pero solo Ballesteros hablaba.

– La vida tiene cosas extrañas, Salomón. ¿Por qué un chaval de veintidós años entró una noche en esa casa, degolló a las criadas, se dedicó a torturar a una pobre italiana a la que ni siquiera conocía y luego se quitó la vida…? ¿Y por qué ha soñado usted con todo eso sin haberlo visto antes…? Cosas extrañas. Tan extrañas como la muerte de mi mujer… O como la poesía que usted lee… Frente a ellas, caben dos opciones. Yo he elegido, quizá, la más fácil: intento ser feliz hasta que Dios quiera y cierro los ojos frente a las cosas extrañas, las dejo fuera. O, mejor dicho, me quedo fuera yo. Porque esas cosas existen y nos invitan a entrar, pero yo he elegido

lasciate

no entrar. Y le aconsejo lo mismo. Soy médico y sé lo que me digo. No debemos

lasciate ogne

entrar.

En ese mismo instante, sin saber cómo, Rulfo tomó la decisión. Pidió a Ballesteros que le dejara cerca del ambulatorio, donde tenía su propio coche. Al bajar del automóvil, se volvió y cruzó una mirada con el médico. Fue una mirada mucho más larga de lo que ambos se habían propuesto en un principio. Entonces Rulfo sintió el impulso de decir algo. Pensó que era una frase absurda, casi ridícula, pero la dejó salir de sus labios colmadamente, como si respirara:

– Yo soy poeta

lasciate ogne speranza

y quiero entrar.

Ballesteros abrió la boca para replicar algo, pero se detuvo como si hubiera cambiado de opinión.

– Cuídese -murmuró.

Rulfo vio alejarse lentamente el coche. Encontró su viejo Ford blanco en el lugar donde lo había dejado, subió y arrancó. Llegó a la urbanización en plena noche. Se encontró rodeado de árboles y tinieblas, dulcamaras altas y húmedas, espinos oscuros y sombras que trepaban como hiedra por los muros. Estacionó en la esquina de Vereda de los Castaños y caminó hacia el final de la calle con las manos en los bolsillos.

Lasciate ogne speranza.

Aquellas palabras sobre los azulejos le parecieron irónicas, porque había decidido que entraría como fuese. Ya pensaría después qué iba a hacer a continuación, pero albergaba la certeza de que, si no lograba penetrar una sola vez en aquella casa de forma real, estaría condenado a hacerlo muchas más durante sueños terribles, sin escapatoria. El razonamiento de Ballesteros era correcto: la espantosa muerte de Lidia Garetti no tenía nada que ver con él ni con su vida. Era una desconocida, y su tragedia un crimen más, una atrocidad de las muchas que deslumbran los ojos del público como horrores fugaces y luego se apagan en el olvido. Sin embargo, de alguna forma, aquellos sueños eran una deuda pendiente: y sabía que solo podría saldarla entrando en la casa y buscando un acuario de luz verde.

Se detuvo a concretar un plan. Pensó que lo más práctico sería saltar por la puerta sirviéndose de alguno de los contenedores de basura. Mientras estudiaba la mejor manera de trasladar el contenedor sin alertar al vecindario, se levantó una repentina ráfaga de viento con algo de lluvia. Los faldones de su chaqueta se alzaron, la llovizna le sembró la cara de besos gélidos y la puerta metálica se separó unos centímetros de la cerradura sin hacer el menor ruido.

Estaba abierta.

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