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Hölderlin. No podía olvidar a Hölderlin. Por fortuna, Rulfo poseía una edición original de sus Poemas de la locura . Ninguna traducción le habría servido.

Sacó el libro del estante, bajó de la silla sosteniéndolo con las dos manos y lo dejó cuidadosamente sobre la mesa, junto a los otros. Luego se detuvo a valorar su siguiente elección.

La noche anterior, Rulfo le había dicho a Ballesteros que los poetas que habían compuesto versos de poder eran relativamente escasos. A grandes rasgos, tenía razón. Pero existían grados muy sutiles, y ella empezaba a recordarlos. Omar Jayyam tenía un solo verso de poder en todo el Rubbaiyat , pero su efecto era tal que compensaba con creces aquella escasez. Pedro Salinas y Jorge Guillén, que nunca habían sido inspirados por las damas, albergaban auténticas bombas devastadoras en el espacio de dos o tres líneas. Byron había escrito una estrofa de incalculable destrucción, pero era preciso recitarla al revés.

Sin embargo, pensó que no podía perder el tiempo con los más débiles. Tenía que acudir directamente a los peligrosos.

El joven y enfermizo Isidore Ducasse, por ejemplo, célebre por su seudónimo de conde de Lautréamont, y sus Cantos de Mal doror. Había tanto poder en aquellos poemas en prosa que, según recordaba, una sola vida humana no bastaba para utilizarlo todo. Encontró una edición original en rústica y la depositó sobre la mesa. Junto a ella vio un ejemplar de The tower and other poems de Yeats. Recordó que Yeats había sido inspirado por Incantátrix, a quien había visto por primera vez en un sueño infantil, en Sligo, y luego, de adolescente, de pie sobre un farallón atacado por las olas, mortecina y vaporosa como la espuma del mar. También debía llevarse a Lorca. Supuso que Rulfo poseería una buena edición del Romancero gitano .

Senda un nudo en la garganta y tenía deseos de llorar. Todos aquellos nombres la visitaban acompañados de misteriosos recuerdos.

Se veía a sí misma mirando a través de los ojos de un gato mientras T. S. Eliot componía La tierra baldía . Recordaba haber hablado con el ciego Borges y el ciego Homero. Mantenía una vaga reminiscencia de túnicas y antorchas durante un ceremonial con Horacio. Alguna vez, John Donne había querido besarla. En cierta ocasión, había observado a Vicente Aleixandre mientras dormía, y, en otro tiempo y lugar, descubierto los ojos de Wordsworth entre una multitud de chiquillos que jugaban al aire libre.

Alguna vez había sido de otra forma. Pero nada de eso importaba ahora. ¿Acaso no lo había abandonado todo por una sola cosa?

No pienses en él.

Esa cosa intraducible, esa carne incapaz de escribirse, de recitarse, de contarse. Esa vida que, de repente, la había hecho sentirse también poderosa, pero de una forma que ningún poema hubiese podido otorgarle…

Sí, Rulfo tenía razón: la venganza era necesaria. Cuando solo era una ajena, se había vengado de la tiranía de Patricio. Ahora había recuperado la memoria y sabía quién era su verdadera enemiga. Ya me habías destrozado, Saga, ya habías acabado conmigo… Pero has cometido el error de pisotear los trozos Ya basta. Te lo haré pagar. Voy a por ti.

Escuchó el sonido de la puerta y se pasó la mano por las mejillas, secándose las lágrimas.

– Ya está -dijo Ballesteros entrando en el comedor-. Salomón se ha quedado en esa clínica… Ojalá tenga suerte. ¿Qué te pasa?

– Nada.

El médico la miraba desde el umbral con sus bondadosos y cansados ojos grises.

– ¿Te sientes bien?

– Sí… Es que… todo esto es muy complicado.

Él asintió, comprendiéndola. La muchacha volvía a vestir su ropa de costumbre. Tras varios pasos por la lavadora las prendas se habían convertido poco menos que en trapos descoloridos y ajustados con vestigios indelebles de manchas de sangre, pero a Ballesteros le pareció, al verla subida en aquella silla con los pies de puntillas, que no podía estar más atractiva. Echó un vistazo a su alrededor, algo avergonzado, y vio los libros apilados sobre la mesa.

– ¿Vas recordando cosas?

– Algunas.

– A mí, todo esto sigue pareciéndome increíble… -Cogió al azar uno de los volúmenes y lo hojeó-. A fin de cuentas, solo es poes…

– ¡No toques eso!

Se quedó inmóvil con el libro en la mano. La exclamación de la muchacha le había producido un sobresalto. Ella parpadeó.

– Perdona, no debí gritarte. Pero Shakespeare es muy peligroso

– Comprendo. -Ballesteros asintió y volvió a dejar sobre la mesa, con sumo cuidado, la edición inglesa de los sonetos.

Era como si el tiempo no transcurriera. Continuaba encerrado en la oscuridad, aguardando. Por el momento nadie lo había descubierto. Pero ¿qué haría después? Se preguntó si sería cierto, tal como había dicho la recepcionista, que no existía ninguna habitación con ese número. En ese caso, ¿qué haría?

De algo estaba seguro: tendría que registrar todo el edificio. No iba a marcharse de allí sin cerciorarse de que no había ningún paciente. Rogaba por que la recepcionista hubiese mentido. Rogaba por encontrar, al menos, una habitación con el número trece grabado en la puerta: sabía que en su interior se hallaría la clave para descubrir a la última dama, o su receptáculo.

Volvió a examinar la esfera luminosa de su reloj. El centro acababa de cerrar. Decidió aguardar un par de horas más, inquieto con la posibilidad de que quedaran empleados rezagados, o bien vigilantes.

Tres semanas , pensó. Poco tiempo .

Como Ballesteros había dicho: todo dependía de lo difícil que fuera encontrar a la dama número trece, si es que la encontraban.

Tres semanas , pensó Jacqueline. Demasiado tiempo .

La silenciosa tormenta proseguía a lo lejos. Los relámpagos herían el horizonte.

No era que estuviese preocupada. ¿Por qué había de estarlo? Raquel y sus amigos eran simples ajenos incapaces de recitar, y nada de lo que hicieran representaría una amenaza para quienes, como las damas, conocían en profundidad el vasto poder de la poesía y lo usaban a la perfección. Por supuesto, estaba al tanto del desesperado plan que habían trazado: encontrar a la dama número trece…

Sonrió al pensarlo. Incluso aunque lo lograran, aunque descifraran los últimos sueños que la astuta Akelos había evocado en sus conciencias y hallaran su escondite, ¿cómo iban a hacerla salir…? Aquella idea era completamente absurda y pronto lo comprobarían.

No, no estaba en modo alguno preocupada, pero…

Pero será mejor terminar cuanto antes, ¿no, Jacqueline? Destruir la imago, averiguar si hay otra traidora, acabar por completo con Raquel y los ajenos.

En teoría, era posible adelantar la reunión, aunque solo ella, como Saga, tenía el privilegio de hacerlo. Era una decisión excepcional y arriesgada, porque el grupo era débil fuera de los Días de Ceremonia. Sin embargo, en este caso, intuía que se trataba de la decisión correcta . Sí, se reunirían en menos de tres semanas, incluso en menos de una.

Perezosamente, Jacqueline se estiró en el diván y cerró los ojos.

Pero lo que había dentro de ella siguió mirando sin parpadear la lejana tormenta.

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