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– ¿Y bien? -exigió Ballesteros.

– Le diré lo que recuerdo… Me temo que esa noche bebí más de la cuenta. Luego cogí el coche, salí de Madrid y aparqué en algún sitio para dormir la mona. Entonces desperté en este hospital.

Ballesteros lo escrutaba como si fueran los ojos de Rulfo los que dijeran cosas.

– Eso no es tan difícil de explicar -comentó-. Y puedo creerlo perfectamente. De hecho, tenía usted altos niveles de alcohol en sangre cuando lo trajeron. He estado revisando su historia antes de entrar a verle.

– Pues entonces, todo aclarado. Fue una borrachera estúpida.

– ¿Y la mujer?

Rulfo se le quedó mirando.

– Ya veo que ha hecho bien los deberes.

– Siempre los hago -replicó Ballesteros, ojeroso-. Ahora, dígame: ¿quién es la mujer que apareció junto a usted, también inconsciente…? ¿Otra borracha…?

– No la conozco. No la había visto en mi vida.

– Pues es una suerte, porque se encuentra muy grave. Casi en estado de muerte cerebral. El doctor Tejera me ha asegurado que no pasará de esta noche.

Toda la sangre se retiró del rostro de Rulfo.

– ¿Qué?

Ballesteros lo miró con calma.

– Que esa mujer desconocida la va a palmar esta noche -dijo tranquilamente-. Pero ¿por qué me mira así…? ¿No dice que no la conoce…? Claro que a lo mejor sobrevive. Quizá no esté tan grave. Todo depende de si usted la conoce o no.

– Hijo de puta -masculló Rulfo entre dientes.

Ballesteros esbozó la única sonrisa sincera que había logrado producir en aquellos últimos y largos días.

– Por lo visto, le afecta mucho el destino de la gente desconocida. Siempre supe que era usted buena persona.

– Y yo siempre supe que usted era…

– Un cabrón, sí. No se preocupe, dígalo. Lo tengo merecido. No está bien bromear con la salud de la gente. La verdad es que el estado clínico de esa señorita apenas ha variado en las últimas horas… Si acaso, ha experimentado una ligera mejoría: ya parece reaccionar a los estímulos. Y ahora, si me permite, este cabrón le va a hacer otra vez la pregunta: ¿quién es esa mujer y de qué la conoce?

– Ya le he dicho que…

– De acuerdo. Veo que he estado perdiendo el tiempo.

Ballesteros se levantó como un resorte, sorprendentemente ágil para su inmenso cuerpo, y salió de la habitación sin decir palabra. Rulfo respiró aliviado. Le dolía irritarle, pero al menos había logrado evitar las preguntas. Prefería un millón de veces soportar su indignación que ser responsable de todo lo que podía ocurrirle si hablaba.

– Adiós, doctor -dijo-. Un placer haberlo conocido.

Sintió un denso nudo en la garganta De nuevo se encontraba solo, pero ahora no cometería el error de implicar a otros. Recostó la cabeza en la almohada sabiendo con certeza que esa noche no lograría dormir. Entonces, apenas un minuto después de haber salido, Ballesteros entró de nuevo, cerró la puerta y se acercó a la cama. Parecía nervioso.

– Me he asegurado de que nos van a dejar tranquilos. Y ahora dígame de una vez la verdad… ¿Esa mujer es Saga?

Rulfo se quedó mirándolo completamente desconcertado.

No existía la muerte. Existía la tumba.

Todos los que la atendían, los que iban y venían registrando datos, anotando cifras, palpando su cuerpo con instrumentos delicados o simplemente abriendo sus párpados para iluminar su pupila, pensaban que no escuchaba, que no podía sentir. Hablaban de estado de coma y conmoción cerebral; la sometían a ese sinfín de torturas que, en nombre de la piedad, comete la medicina: introducían tubos en su garganta, rozaban sus córneas con gasas, golpeaban sus articulaciones con martillos de goma.

No eran culpables. ¿Cómo iban a saber que estaba viva, consciente y alerta dentro de aquella lápida de carne? Eran simples seres humanos: médicos, enfermeros, ayudantes… Personas que creían lo que creen las personas corrientes: que, si el infierno existe, es necesario morirse para conocerlo.

No, no podía culparles, pese a que, ciertas veces (muchas más de las que deseaba) se sentía capaz de estrangularlos con sus propias manos. Su rabia impotente y remota se volcaba contra ellos, y contra la máquina que contaba sus latidos, y contra aquella luz inclemente que traspasaba sus párpados, y contra el aire y la vida que la rodeaban como una burla cruel.

Ni siquiera enloquecía: se hallaba perfectamente cuerda bajo la locura, los ojos bien abiertos bajo los ojos cerrados, gritando en completo silencio, retorciéndose entre músculos quietos, absurdamente viva dentro de un cadáver.

– Veo un hospital. Me veo caminando por sus pasillos. Pero parece vacío. Entonces oigo algo: un eco, un murmullo lejano. Me doy la vuelta y distingo a una enfermera de espaldas…

En aquel punto se detuvo. No quería contar (porque no le parecía que tuviera importancia en aquel contexto) que la enfermera estaba desnuda, y que él creía reconocer la estilizada y morena figura de Ana, y que aquello le excitaba terriblemente, pero que, de improviso, la enfermera se volvía y él comprobaba que no era Ana, que se había equivocado cruelmente, porque,

en realidad,

– Me doy cuenta de que es mi esposa. Me mira.

Su mirada le recuerda la que ella le dirigió durante aquellos horribles segundos, dentro del coche retorcido. Sin embargo, en el sueño no la ve malherida. Lleva el pelo lacio y suelto de color castaño rojizo, como solía llevarlo en vida. Pero es algo más que su mirada o su pelo: es la sensación casi física de que Julia está allí, de pie frente a él, y que nada malo ha pasado. Ella no ha muerto y él puede tocarla y besarla, estrecharla contra su pecho. Entonces Julia le habla.

– «Cuidado con Saga», me dice… Yo le pregunto qué o quién es Saga, pero no me responde. La veo alzar el brazo y señalar algo. Cuando me vuelvo, ustedes están siempre allí.

– ¿Ustedes?

– Sí. Usted y… y esa chica.

Los ve a ambos en la oscuridad. La muchacha es muy hermosa, mucho más que Julia o Ana: Ballesteros cree que nunca en su vida ha visto un cuerpo tan armónico, una figura tan deseable. Pero todo eso desaparece cuando mira sus ojos. En sus ojos no hay juventud; tampoco belleza ni tersura: solo un cúmulo de millares de años, una luz tan antigua como la de las estrellas. Sus ojos son tristes y terribles.

– «Ayúdales», me dice Julia. Y vuelve a repetirlo: «Ayúdales. Ayúdales». «¿Por qué?», le pregunto yo. «Hazlo por mí», dice ella. Entonces desaparece, y ustedes también. Me quedo solo. Los pasillos están oscuros, pero veo luces muy raras al fondo. Y vuelvo a escuchar ese eco, o ese murmullo, mucho más cerca: es como una jauría de perros, y comprendo que me persiguen. Echo a correr, pero los ladridos se acercan cada vez más. Entonces me doy cuenta de algo. No son perros sino mujeres. Y gritan palabras. Me llaman. Ladran mi nombre al tiempo que corren hacia mí. Sé lo que quieren hacerme: despedazarme… Y me despierto gritando. Llevo soñando lo mismo desde la noche del treinta y uno de octubre. Intenté localizarte. Te llamé por teléfono varias veces, pero no estabas. Quise olvidar el asunto, pensé que se trataba de un recuerdo de Julia… Ahora comprenderás por qué vine de inmediato cuando me dijeron que estabas ingresado en este hospital y querías verme… Pero lo que me decidió del todo fue enterarme de que, junto a ti, habían encontrado a una mujer. Acabo de verla. Fui a verla antes de entrar en esta habitación. Te juro que jamás en mi vida, ni en mis tiempos de estudiante, me he sentido tan nervioso al ir a ver a un paciente… -Miró a Rulfo con fijeza-. Es ella. La muchacha que veo en sueños. Pero ignoraba si era ella la persona a la que mi mujer se refería con el nombre de «Saga». Por eso te lo he preguntado, así, a bocajarro. Estaba seguro desde el principio de que me estabas mintiendo…

Rulfo parpadeó. Desvió la vista del semblante sombrío de Ballesteros y guardó silencio durante un buen rato. Ballesteros no lo interrumpió. Por fin, Rulfo dijo:

– Escuche, dejemos esto aquí. Márchese y cierre la puerta. ¿No recuerda lo que usted mismo dijo…? Cosas extrañas en las que no se debe entrar… Pues no entre. Déjelo ahora que está a tiempo.

– No quiero -repuso Ballesteros, impresionado por las palabras de Rulfo, pero con absoluta firmeza-. Estoy metido en esto tanto como tú… Ellas… ellas ladran mi nombre . ¿Lo has olvidado…?

Estuvieron mirándose durante un instante, escrutando el terror en los ojos del otro.

– Ni siquiera creerá la mínima parte de lo que le cuente -dijo Rulfo.

– ¿Por qué estás tan seguro de eso? -Ballesteros hurgó en el bolsillo de su cazadora y sacó un paquete de tabaco. Se lo arrojó a Rulfo a las manos, así como un encendedor-. Quizá te lleves una sorpresa. No imaginas lo que ha llegado a cambiar últimamente el doctor Ballesteros…

Cuando a él le dieron el alta, ella ya estaba despierta. Ballesteros había afirmado que eran viejos conocidos de su consulta que abusaban del alcohol y las drogas, y había presentado sendos informes. Ella era una inmigrante húngara, les dijo, pero sus papeles estaban tramitándose convenientemente. Ahora todo consistía en esperar a que se recuperara también.

El médico estuvo muy pendiente de su estado y avisó a Rulfo cuando la trasladaron desde la UVI a la sala de observación. Rulfo la encontró acostada en la cama y completamente inmóvil, como en la ocasión anterior. La única diferencia era que ahora tenía los ojos abiertos. El silencio la rodeaba como el aura que nimba a los santos. Se acercó, la miró a los ojos y descubrió que ni siquiera ellos hablaban: permanecían negros y mudos como cadáveres de sí mismos, fijos en algún punto del techo. Una botella de suero goteaba lentamente hacia su sangre. La medicina mantenía su vida bajo arresto domiciliario.

– Raquel -susurró.

El nombre le dolió en la boca como el agua helada en un diente cariado. Ella no dio a entender que lo hubiese oído.

– No quiere comer, ni beber, ni hablar -dijo la enfermera.

Pidió quedarse junto a ella. Los acompañantes no estaban permitidos en aquella sala, pero Ballesteros intervino de nuevo y le dejaron ocupar una butaca día y noche. Lo que más deseaba era cuidarla: ayudaba a lavarla, insistía una y otra vez en que probase la comida, permanecía despierto hasta que comprobaba que ella se dormía. Dos días después, la vio sonreír por primera vez. Las enfermeras que la atendían se alegraron y le dijeron que quizá se debiera «a los desvelos de este señor». Cuando se quedaron a solas, ella se volvió hacia Rulfo sin perder aquella sonrisa.

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