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Desde algún lugar remoto de su audición le llegaba la discusión de las damas en un francés rápido y susurrante: ¿Y si volviéramos a azotarla con un látigo de manatí…? Pian, piano… Ne quid nimis… No costaría nada llevara la yegua al picadero… Error garrafal. Hagámoslo con palabras… Las puertas no deben abrirse a la fuerza… Seamos prudentes… Lo conocemos todo, o casi todo, sobre ella: falta el pequeño detalle del porqué… Pero apenas las escuchaba. Permanecía temblando, los ojos cerrados y la piel bañada en sudor, aguardando los efectos del verso. Imaginaba cosas espantosas: que el rostro se le caería a pedazos y, aun así, seguiría vivo; que dentro de su cuerpo crecería una riada de cucarachas que buscarían la salida asfixiándolo; que sus órganos se devorarían a sí mismos. Todo le parecía posible. Sentía tanto miedo como un niño pequeño. Pero no sucedía nada.

Sabía que estaba perdido: era cuestión de esperar. Sin embargo, esa misma certeza le llevó a arrancarse del pecho la losa de aquel terror profundo. Volvió a llenar de aire los pulmones y una imprevista ráfaga de coraje le hizo despegar los labios.

– ¡Callaos ya!

Todas las miradas giraron hacia él. Pensó en una manada de lobos olisqueando sangre fresca. Pero ya no podía detenerse.

– ¡Panda de viejas brujas, callaos de una vez…! ¡Dejadla marcharse, a ella y a su hijo…! ¡Ya la habéis torturado bastante…! ¡No sabe nada! ¡La han utilizado…! ¡Alguien nos ha utilizado a los dos…! ¡Ahora lo único que hacéis es fingir…! ¡Estáis ahí, discutiendo, fingiendo discutir entre vosotras…! ¡Esta chica no sabe nada, ya os lo ha dicho…! ¡Y Susana tampoco sabía nada…! ¡Dejadnos libres o matadnos…! ¡Pero, sobre todo, callaos! -Estaba frenético. Tiraba de sus brazos atados con flores, pero algo más que las frágiles ataduras los mantenía quietos e inservibles-. ¡Callaos, cobardes! ¡Cobardes…!

De pronto se interrumpió.

Estaba completamente seguro de que, un instante antes, las damas llevaban vestidos rojos transparentes.

Ahora todas vestían de negro hasta los pies y sus semblantes mostraban una palidez de alabastro, de cadáver amortajado. Incluso sus peinados eran diferentes. Solo sus medallones eran los mismos. La transformación se había producido con la limpia suavidad con que las manecillas de un reloj cambian de posición.

Raquel también lo había notado. Se volvió hacia Rulfo.

– Cálmate, deja que sea yo quien hable…

– No les tengo miedo -mintió Rulfo.

Entonces Saga avanzó hacia él. Parecía haber reparado en su presencia por primera vez. Lo miraba con curiosidad, casi con un punto de diversión, pero en sus ojos Rulfo creyó advertir un vacío turbio y anodino habitado por sombras difusas: como un cielo gris donde se removieran barnaclas. Sintió que su cerebro era un dibujo agujereado y que los ojos de la joven lo manchaban obteniendo un calco perfecto, un estarcido de sus pensamientos íntimos.

Creyó que iba a morir. Deseó que así fuera.

Entonces Saga alzó la mano y acarició cariñosamente su mejilla en un gesto de lentísima bofetada. Luego dio media vuelta

un giro

y dejó de prestarle atención. Se dirigió a las damas.

– Seguimos en el mismo sitio, hermanas. Solo hacemos dar vueltas, vueltas… Cómo te burlas de nosotras, Raquel…

– No me burlo, te lo ase…

– ¡Oh, cuando llegue el día en que dejes de reírte! -La interrumpió Saga alzando la voz-.

un giro veloz

¡Oh, cuando podamos ver ese día…! ¡Cuando podamos contemplar el día en que, por fin, dejes… DE… REÍRTE …!

El alarido, insospechado, produjo el silencio.

Al mismo tiempo que gritaba, giraba sobre sus pies como una bailarina. El vestido negro giró con ella descubriendo sus piernas menudas pero esbeltas.

Un giro veloz.

Y bajo su falda apareció el niño.

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