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– La chica y tú, el treinta y uno de octubre, a las doce de la noche, en el sitio indicado, con la imago -repitió la niña, mecánicamente-. Nadie debe saberlo.

Alzó un pie, pasó por encima del cuerpo de Rulfo, recogió la pelota, dio media vuelta y se alejó por el comedor a oscuras.

Solo entonces sus manos se abrieron, su cabeza golpeó contra el suelo y su conciencia se sumergió en la oscuridad.

Despertó bajo un caparazón de sábanas. La lluvia de fuego que penetraba por la ventana le hizo saber que ya era mediodía. Al intentar incorporarse, un súbito latigazo en el cuello le detuvo. Se sentía como si alguien hubiese exprimido todos y cada uno de sus músculos para extraer un misterioso zumo. Sin embargo, no parecía tener, milagrosamente, nada roto.

Una sombra color piel apareció en su campo visual. La muchacha, aún desnuda, estaba sentada en la cama, mirándole.

– Tengo las peores agujetas de mi vida, pero creo que puedo moverme.

Ella asintió.

– Usaron versos de poder. Quieren que sepas quiénes son las que mandan.

En aquel momento ni siquiera se dio cuenta de lo extrañas que resultaban sus palabras. Lo único que deseaba era levantarse. Me han torturado con versos de Góngora , recordó. Le pareció increíble que las Soledades , aquel monumento de la poesía barroca que él había leído decenas de veces, hubiesen convertido su cuerpo en un guiñapo manipulado por otra voluntad.

– ¿Qué pasó después? No recuerdo nada.

– Se marchó como había venido. Comprobé que solo estabas inconsciente y te llevé a la cama.

– Gracias -dijo Rulfo con sinceridad.

Hizo un esfuerzo y logró sentarse. La muchacha se apartó y caminó hacia la puerta, como si el hecho de que él se levantara fuese la prueba de que su presencia ya no era necesaria. Él le preguntó por su hijo.

– Desayunando -dijo ella.

Rulfo se frotó los ojos y capturó densas legañas. El dolor del cuello empezaba a menguar. Notaba los labios agrietados. Era como si hubiese pasado una noche entera con fiebre alta. Volvió la cabeza y descubrió a la muchacha de espaldas, ocupada en recoger los cojines del suelo y quitar las sábanas donde había dormido el niño. La visión de su cuerpo siempre constituía una felicidad para él, y se dedicó a experimentarla. Observó que la lustrosa melena azabache se había desplazado a un lado y contempló por primera vez, a la luz del día, la línea de sus vértebras y la simetría de sus nalgas color nata.

Y aquel llamativo tatuaje redondo con arabescos en el centro de su rabadilla.

– No debemos ir a esa cita. Es una trampa.

Levantó la vista de su taza de café y la miró, sorprendido de la seguridad con que había hablado.

– Nos quitarán la imago y nos matarán. Pero no lo harán con rapidez. Nos matarán a su manera.

Él ya se lo había contado todo, incluyendo las teorías de César sobre la secta y el poder de la poesía. Entonces recordó lo que ella le había dicho momentos antes, en la cama.

– Hace un rato me hablaste de los versos de poder. ¿Cómo podías saberlo sin que yo te lo dijera?

– Lo he soñado -dijo ella tras titubear un segundo.

– ¿Has tenido más sueños?

– Sí.

Se limitó a observarla. Raquel sostuvo su mirada con frialdad. Ha cambiado, pensaba Rulfo. Es casi otra mujer .

En parte, aquella percepción no era cierta y lo sabía. La muchacha seguía siendo la misma, continuaba hipnotizándolo con su belleza inacabable. Pero era como si se hubiese hecho remota. Estaba allí, y él podía alargar la mano y tocar su piel, pero la persona oculta bajo aquellas formas se había retirado de la superficie replegándose en algún lugar interior. En cierto sentido, se parecía mucho más a su hijo que la víspera: ambos poseían ahora casi idéntica expresión de fuerza interior.

Estaban sentados a la mesa del comedor, terminando el desayuno. El niño jugaba con sus soldaditos en el tresillo, si bien no hacía ningún ruido y apenas gesticulaba. La habitación se encontraba en penumbra, iluminada tan solo por la lámpara de pie, pese a que aún era de día. Rulfo había echado las cortinas a petición de Raquel: aunque el niño no había vivido en total oscuridad, sus ojos seguían muy sensibles.

– ¿Y si van a matarnos, por qué no lo han hecho ya? Te aseguro que, en lo que a mí respecta, hubieran podido eliminarme anoche: mi cuello es muy frágil, lo he comprobado.

– Quieren la imago.

– Sí, ya lo sé. Pero ¿por qué no nos la quitan?

– No pueden -repuso ella-. Algo ocurrió cuando la sacamos del agua. Ahora solo la tendrán si nosotros se la entregamos voluntariamente.

– ¿También has soñado eso?

– Sí.

– Pues ahí te equivocas. Registraron mi apartamento. Quieren robarla.

La muchacha sacudió la cabeza.

– No pueden robarla. Registraron tu apartamento porque yo les dije que tú la tenías. En aquel momento creía eso. Pero lo único que deseaban era asegurarse de que uno de los dos la tenía. Ahora ya lo saben. Por eso les interesa que acudamos a esa cita y se la entreguemos. Si no vamos, no podrán recuperarla. Si la encontraran por casualidad, ni siquiera podrían cogerla. -De repente suavizó el tono de voz-. Estoy segura de lo que digo. No me preguntes por qué, pero es así… No pueden coger la imago, por eso nos han dejado con vida. En cuanto se la entreguemos, nos matarán.

Lo que ella decía podía sonar ilógico, pero Rulfo supo que era la verdad. Ni por un momento se le ocurrió dudar de sus palabras, y pensó que aquella confianza se debía, en parte, al tono de sinceridad con que las había pronunciado. Sin embargo, la conclusión a extraer no era la que la muchacha suponía, y decidió explicárselo.

– Estoy de acuerdo con que tú no acudas a esa cita: tienes que huir, ocultarte, aunque solo sea por él. -Cabeceó señalando al niño-. Si nos encuentran juntos, ninguno de los dos tendrá la menor posibilidad. Pero, si voy solo y les doy lo que quieren, quizá… quizá lleguen a olvidarte…

– No me olvidarán -replicó la muchacha con inmensa seguridad-. Han insistido en eso, ¿no te das cuenta? Quieren que vayamos los dos. No piensan dejarme con vida.

– En cualquier caso, puedes tener la posibilidad de…

– ¿Y tú?

¿Acaso le importo? se preguntó él.

– Estoy seguro de que, si les doy a elegir entre mi vida o la figura, optarán por recuperarla y dejarme en paz.

La muchacha lo miraba con sus quietos y extraños ojos oscuros.

– Es absurdo. Si les sigues el juego, te matarán, Salomón. Y lo sabes.

– Dime cuál es la otra opción, Raquel.

– Huir juntos -replicó ella en un susurro tan leve que, por un instante, él creyó que era un beso-. A cualquier sitio. Ocultarnos. Quizá terminen encontrándonos, pero no les resultará fácil… Y, con la figura en nuestro poder, no se atreverán a hacernos daño…

– Raquel… -Rulfo tomó aliento y midió con cuidado lo que iba a decir. No deseaba dejarse llevar por sentimentalismos, por absurdas ideas de sacrificio. Sabía, además, que ella no lo aceptaría. Decidió mostrarse natural, implacablemente lógico-. ¿Hasta cuándo podríamos vivir así? -Volvió a señalar al niño y se dio cuenta de que también parecía pendiente de sus palabras-. ¿Hasta cuándo podría él vivir así…? Tanto si vamos los dos a la cita como si huimos, estaremos en el punto de mira para ellas. Nuestra única posibilidad estriba en separamos. -De repente, mientras hablaba, comprendió algo: estaba pronunciando otro discurso de despedida. Recordó el instante en que había mirado a Ballesteros al salir de su coche, casi pudo verlo sentado tras el volante, oyéndole decir que, a partir de entonces, caminaría solo, descendería solo, entraría solo en el mundo de las cosas extrañas. Pero ahora existía una gran diferencia que le hacía pensar que tomaba la decisión correcta: ya no se trataba únicamente de su propia vida-. Debes esconderte durante un tiempo -prosiguió-. No olvidemos lo ocurrido con Patricio. Quizá la policía no haya encontrado su cadáver todavía, pero cuando lo hagan, te buscarán. Mi casa no es el lugar idóneo, y tampoco sería seguro que te quedaras en Madrid, de modo que ya veremos… -Contempló la oscuridad estelar de los ojos de la muchacha. Apretó su mano, fría, tersa-. Falta una semana para el treinta y uno de octubre: con un poco de suerte, saldré con vida y me reuniré con vosotros cuando pase todo.

Ella no contestó, y Rulfo agradeció su silencio. La vio levantarse y dirigirse al dormitorio, vestida aún con aquel impropio albornoz. Se levantó y fue tras ella. La halló acostada en la cama.

– Quiero dormir -dijo la muchacha.

– Muy bien.

Rulfo cogió la chaqueta del respaldo de la silla y salió cerrando la puerta. Se cercioró de que la imago seguía en el bolsillo. Pensó que, a partir de entonces, tendría que custodiar bien aquella figura.

Hasta el día de la cita.

Mientras Raquel dormía, Rulfo se acercó al niño y le acarició el pelo. El pequeño no se dio por enterado: mantenía las flacas piernas flexionadas sobre el tresillo mientras contemplaba, en la penumbra del comedor, sus soldaditos esparcidos sobre el cojín.

– No hablas mucho, que digamos.

– No -convino el niño.

Su voz, sorprendentemente diáfana, revelaba la misma seguridad de su mirada. No había alzado la cabeza para contestar. Seguía concentrado en sus figuritas. Al contemplar su pálido semblante de cerca, Rulfo pensó que podía tener anemia. Se sentó a su lado y sonrió.

– ¿Sabes? Creo que eres un niño muy listo…

Su pequeño interlocutor hizo caso omiso al comentario. Apenas reaccionó con un leve parpadeo, como si Rulfo, en vez de hablar, le hubiera echado un poco de humo al rostro. Siguió alineando los soldados encima del tresillo. Luego deslizó el dedo por encima de sus cabezas, como si los contara, aunque Rulfo no creyó que supiera contar. La manita, de uñas demasiado largas y sucias, se detuvo en el último. Lo cogió y se volvió hacia Rulfo.

– Ésta es la peor -dijo.

– ¿La peor?

El niño asintió.

– La peor de todas.

Su rostro infinitamente triste contenía, ahora, un matiz de aprensión. Al principio, Rulfo no entendió qué quería decir. Entonces contó los soldados: eran doce. El niño sostenía entre sus dedos el último. ¿Saga? ¿La que Conoce?

– ¿Quieres decir que ésta es la más malvada?

Nuevo asentimiento de la cabecita.

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