– S i está bien fría, tiene que doler acá cuando uno la toma -dice Tomatis, apretándose las sienes con el pulgar y el medio de la mano derecha, y manteniendo desplegado el resto de los dedos de la siguiente manera: el índice estirado en diagonal hacia arriba, como si estuviera disponiéndose a señalar un acontecimiento inminente que va a llegar desde lo alto, y el anular y el meñique, ligeramente encogidos ante el ojo izquierdo, cubriéndolo un poco y apuntando, contradictorios, hacia abajo.
Pichón, que acaba de hacer silencio para permitirle al mozo depositar los tres primeros lisos de la noche sobre la mesa, lanza hacia Tomatis una mirada discreta, al mismo tiempo perpleja y escéptica: perpleja porque esa declaración acerca de la temperatura apropiada de la cerveza en medio de la historia que él, Pichón, viene refiriendo, denotaría, por parte de Tomatis, una especie de insensibilidad ante su relato, y escéptica porque la declaración propiamente dicha, que Tomatis ha proferido con la certidumbre distraída con que se enuncian los postulados, le parece una afirmación puramente subjetiva. Un tercer elemento refuerza su perplejidad: el estatuto, un poco folklórico, de capital nacional de la cerveza, venida a menos a decir verdad en los últimos tiempos, de que suele enorgullecerse la ciudad, parece encontrar en Tomatis un cultor inesperado y Pichón, con ligera alarma, se pregunta si Tomatis, después de tantos años de separación, por haber permanecido casi sin moverse de la ciudad, no se ha dejado contaminar por cierto etnocentrismo provinciano, y ya está por desilusionarse cuando, después de tomar un largo trago, dejando con satisfacción paradójica su vaso casi vacío sobre la mesa, Tomatis comenta con una sonrisa malévola:
– Ha sido siempre la cerveza más mala y más fría del mundo occidental.
– No exageres -dice Pichón, aliviado y complacido.
El tercer comensal, un poco intimidado por el aura parisina de Pichón, pero evidentemente encantado de participar en la cena, sonríe con timidez detrás de su barba renegrida en la que, alrededor de la boca, han quedado enredadas, después de su primer trago de cerveza, algunas manchas de espuma blanca. Tomatis se lo ha presentado a Pichón un par de semanas atrás con las siguientes palabras: Marcelo Soldi. Pinocho para los amigos. El hijo de ricos que, a los veintisiete años, más sabe de literatura en todo el territorio de la república. Sin ignorar el tono irónico de la presentación, los presentados han tenido los dos sus propios motivos para sentirse satisfechos. En primer lugar, el hecho de conocerse por medio de Tomatis les parece ya una garantía de que llegarán a entenderse y a pasar algunos buenos momentos de conversación en las semanas de estadía que todavía le quedan a Pichón en la ciudad. Y, por otra parte, el interés común por el famoso dactilograma anónimo descubierto entre los papeles de Washington, los 815 folios a máquina de la novela histórica En las tiendas griegas, supone según ellos una razón más que suficiente para que la presentación haya sido necesaria. Un par de elementos prácticos se agregan a los factores específicamente hedónicos y mundanos: Soldi, a quien no le disgustaría ir a pasar un par de años en Europa -a pesar de los comentarios zumbones de Tomatis- no rechazaría en principio, si la oportunidad se presentara, la mediación de Pichón para alcanzar su objetivo; y Pichón, por su parte, informado por Tomatis de que Soldi, gracias a la confianza benévola de su padre, tiene para cuando lo desea no únicamente un coche sino también una lancha a su disposición, ha esperado poder aprovecharlos de tanto en tanto, si Soldi se lo propusiera, para explorar por agua o por tierra, durante las semanas que le quedan, algunos lugares, aunque un poco a trasmano, o quizás por esa misma razón, ya casi legendarios para él después de tantos años de ausencia, de su región natal.
Aunque es ya el veintiséis de marzo, está haciendo todavía muchísimo calor. Demorándose, el verano parece haberse también intensificado, a causa de la acumulación constante de temperatura que viene de semanas y semanas. Es un calor húmedo, un poco embrutecedor. No hace falta cansarse para sentir el cerebro febril y como apelmazado; ya desde el despertar, en el alba caliente y sudorosa, después de algunas horas de mal sueño, un letargo diurno se instala en la vigilia enturbiando, con su vaho grisáceo, la transparencia móvil y tenue de la mente.
Pichón, que ha elegido el mes de marzo para viajar, con la intención justamente de evitar el pleno verano sin privarse de aprovechar sus últimos días, soporta con un ligero pánico y una satisfacción secreta y contradictoria, las semanas ardientes que se suceden. La aprensión supersticiosa de no resistir físicamente tanto calor alterna en él con una especie de orgullo telúrico -semejante al que ha temido percibir hace unos minutos en Tomatis respecto de la cerveza- igualmente inconfesado y pueril. Las cifras máximas de temperatura y de humedad, la turbulencia fluida del cielo azul a mediodía y los pastos calcinados, le parecen confirmar su creencia indolente y un poco infantil, ya algo borrosa después de tantos años en el extranjero, de que proviene de un lugar único cuyos rasgos definidos e inalterables coinciden al milímetro, a pesar y aun a través del tiempo y la distancia, con los mitos que, poco a poco y sin proponérselo, ha ido forjándose a partir de ellos.
Los movimientos más banales le cuestan un esfuerzo increíble. Únicamente a la mañana, cuando se despierta, la conciencia de estar de vuelta en la ciudad le produce una euforia pasajera que lo induce a saltar de la cama, pero ya cuando está preparando el mate la volición flotante y blanda reaparece para instalarse a lo largo del día, y recién con las primeras copas de la noche se atenúa. Héctor, que está otra vez de gira por Europa, le ha dejado su taller para que se instale en él, el gran galpón blanco y confortable, fresco y ascético, semejante a las monocromías geométricas de su propietario, de las que Pichón siempre sospechó que al viejo amigo que las pinta con probidad exacta y meticulosa le han servido de muralla para ponerle un freno, probablemente ilusorio, a la vez al caos que hormiguea adentro y al que se agita, igualmente infinito y disperso, en el exterior.
Bastante retirado del centro, el taller le facilita largas caminatas, pero la luz cruel que estimula, insensiblemente, impresiones de perdición e incluso de delirio, no le deja más que la mañana temprano, el atardecer y la noche, para andar por las calles que le han sido en otras épocas tan familiares, y que, sin embargo, ahora recobra, a pesar del encanto intermitente, con un poco de extrañeza. Al decidir el viaje en París, varios meses atrás, los objetivos prácticos -la venta de los pocos bienes familiares, único lazo con la ciudad aparte de dos o tres amigos, después de la desaparición del Gato y de la muerte reciente de su madre- le permitían disfrazar la nostalgia y la impaciencia, y durante la semana anterior al vuelo únicamente el vino lo ayudaba a adormecer la ansiedad, pero después de las horas irreales en el avión, ya con los primeros paseos por Buenos Aires, una especie de atonía, por no decir de indiferencia, se apoderó de él: una ausencia de emociones previstas, tal vez demasiado esperadas, que lo hace percibir a la gente, a los lugares y a las cosas, con el desapego de un turista forzado. Es cierto que no ha viajado solo: su hijo mayor, un adolescente de quince años, lo acompaña, y la sensación constante de novedad que le atribuye empobrece sus propias sensaciones. Como si fuesen complementarias, sus experiencias se modifican, mutuas, y, a causa tal vez del carácter contradictorio respecto de la del otro que posee cada una, al entrar en contacto, o al mezclarse, igual que el vino y el agua, recíprocas, se atenúan. A los pocos días de instalados, Pichón ha podido observar una permutación curiosa, ya que es su hijo el que parece haberse adaptado con mayor plasticidad a las circunstancias, el que domina mejor las posibilidades de aprovechar la estadía en la ciudad, en tanto que él que ha nacido en ella y ha pasado en ella la mayor parte de su vida, la considera con la mirada fragmentaria y vacilante de un forastero. Al hijo el tiempo no parece alcanzarle para cumplir, en compañía de Alicia, la hija de Tomatis, que tiene su misma edad, con todas las actividades que se le presentan, natación, bailes, paseos, fiestas, viajes al campo, sin contar con las muchas horas de sueño profundo de las que parece salir fresco y decidido, en tanto que para el padre, a pesar de los muchos reencuentros y de las muchas novedades, las semanas son un flujo ardiente, inacabable y trabajoso. En el remolino lento del día, no parece existir la dimensión del tiempo: el mundo es como una masa pegajosa en desenvolvimiento imperceptible, y el ser atrapado en la gelatina incolora no solamente no se debate, sino que parece aceptar, como sola opción posible, gradual, el hundimiento.
En los primeros días del reencuentro, Tomatis lo ha estudiado con discreción, pero también con minucia. Aunque había estado llamándolo por teléfono desde París para ir precisando los detalles desde que el viaje fue decidido, Pichón lo llamó desde Buenos Aires prácticamente al bajar del avión, anunciándole su llegada a la ciudad para tres días más tarde, y fue Tomatis quien le aconsejó la compañía y el horario de colectivos que les convenía tomar, de modo que un atardecer caluroso -todavía era verano-, en los primeros días del mes, Tomatis, haciendo tintinear con dedos nerviosos en su bolsillo las llaves del taller que Héctor le había confiado antes de irse para Europa, los esperaba, acompañado de Alicia, en el andén número veintinueve de la Terminal de ómnibus. Cuando Pichón apareció en la puerta del colectivo -hacía años que no se veían-, cruzaron una sonrisa rápida, casi secreta, más visible en los ojos que en la boca, y en la que, igual que en la oscuridad cerrada un relámpago permite ver durante una fracción de segundo, imprimiéndolo por unos segundos más en la retina y para siempre en la memoria, un paisaje hasta ese momento enterrado en la negrura, los dos vieron desfilar, en una especie de representación común y en una intimidad que prescindía de palabras, no únicamente lo que cada uno sabía de sí mismo, sino también lo que sabía o imaginaba o presentía del otro, eso que, a pesar del tiempo y de la distancia y de lo que no había podido tener cabida en cartas y en llamadas telefónicas, podría llamarse los días, las semanas o los años dilapidados, los afectos perdidos, la lucha ciega y solitaria, el desgano y la dicha, la exaltación y el fracaso, las risas francas y luminosas y el sabor de las lágrimas amargas.