Madame Mouton traía la botella de champaña y unos canapés triangulares de salmón ahumado cuidadosamente dispuestos sobre un platito. Morvan la estudió con disimulo sin extraer ninguna conclusión; su mirada rebotaba contra la cara al mismo tiempo común e impenetrable, y sin embargo las frases banales que la anciana profería le parecían tener todas más de un sentido, una intención implícita que, por mucho que se concentrara en ellas, no lograba develar. Se preguntó si, cada vez que el hombre o lo que fuese se había encontrado frente a frente con su víctima, el mismo doble malentendido se había instalado entre ellos, porque así como él no lograba interpretar las frases en apariencia banales de la anciana, le parecía que también ella cometía un error cuando juzgaba al hombre que tenía enfrente y de ese modo era como si hubiese más de dos personas en la pieza, las presencias palpables de carne y hueso, y la estilización insensata que cada uno hacía del otro. A decir verdad, cuando el cuchillo caía, ya hacía rato, probablemente desde el comienzo del mundo, que la aniquilación había tenido lugar. Morvan miraba a la mujer tratando de imaginarle una biografía: ahora estaba inclinada hacia la mesita baja, haciéndole lugar al plato que contenía los canapés triangulares de salmón y él, que se había quedado parado cuando ella entró desde la cocina, veía la cabeza frágil y expuesta, los hombros estrechos, la piel arrugada y llena de vetas marrones de la mano encogida que sostenía el plato, y los dedos finos y cargados de anillos que aferraban el cuello de la botella. El pelo rojizo, y ya un poco ralo, estaba dividido en dos masas simétricas por una raya tortuosa y blanca de cuero cabelludo. Después de dejar el plato sobre la mesita, Madame Mouton se incorporó tratando de reprimir un jadeo que traicionaba su edad, y le extendió la botella de champaña para que Morvan la abriese. Una ligera incomodidad flotaba en la habitación: brusca e inexplicablemente desconectada, la máquina de producir ensoñaciones que los dos llevaban adentro había dejado de funcionar, volviendo irreales por un momento, no el desfile de invenciones irrazonables que maquillaban lo exterior hasta darle la forma pueril del propio deseo, sino por paradójico que parezca la substancia rugosa del presente en la que estaban incrustados, formando indisolublemente parte de ella, igual que las vetas en la piedra o los nudos en la madera. Ella pareció de pronto exhausta, transformándose en la viejecita que se resistía a ser, y los años muertos, que había estado tratando de ignorar, vertiginosos, se acumularon de golpe en su mirada. Morvan observó el cambio, pensando que tal vez ya era demasiado tarde para ella y, simulando no haber percibido nada, empezó a abrir la botella.
Cuando las copas estuvieron llenas, brindaron de pie, y después de tomar el primer sorbo, volvieron a instalarse en los sillones de cuero. Debido quizás a los primeros sorbos de champaña, la conversación se animó un poco, y antes de que se dieran cuenta, ya se habían tomado media botella. La simulación mutua del principio y el malestar que siguió más tarde, cuando ella había vuelto de la cocina con la botella de champaña, se disiparon gradualmente y, un clima de confianza e incluso de confidencia se instaló entre ellos. Morvan comprendió que la anciana estaba realmente preocupada con todos esos crímenes que habían sido cometidos en el barrio, y se dijo que no debía ser fácil para ella debatirse en ese inmensa ciudad gris en la que cada uno tenía que sobrevivir por sus propios medios, y en la que, a causa del aislamiento forzado en que sumía a sus habitantes, y que se había vuelto una especie de norma, la noción misma de sociedad, banalizada por el uso, parecía haber perdido todo sentido. Sentía también que Madame Mouton había depuesto su actitud seductora, grotesca en una mujer de su edad, y que se había resignado a aceptar los años que la agobiaban, admitiendo el carácter estrictamente profesional de su visita. Para probarle que él se ocuparía en forma personal de su seguridad, Morvan metió la mano en el bolsillo interior del saco y, abriendo su billetera, sacó una tarjeta de visita en la que figuraban no sólo los teléfonos del despacho especial, sino también el número de su casa. Pero cuando levantó la cabeza disponiéndose a extenderle la tarjeta, notó que Madame Mouton se había quedado inmóvil, pensativa, con los ojos entrecerrados y la nuca apoyada en el respaldar de cuero del sillón. Durante unos segundos, Morvan se quedó también inmóvil, con el brazo a medio extender, el rectángulo blanco de la tarjeta aferrado por el pulgar y el índice, oyendo en una curiosa lejanía la crepitación del fuego y la respiración regular de la anciana, y después, con la misma concentración lenta y laboriosa, semejante a la de un borracho, con la que la había sacado, volvió a colocar la tarjeta en uno de los compartimentos de la billetera. Ya se disponía a plegar otra vez la billetera y a metérsela en el bolsillo, cuando un detalle en uno de los billetes que sobresalía le llamó la atención: un segmento de una de esas abominables guirnaldas ovales que adornaban los billetes de sus sueños era visible cerca del ángulo superior del billete real. El hecho le parecía imposible, en contradicción violenta con toda lógica y enemigo también de toda esperanza, y para que los últimos vestigios de pensamiento claro no lo abandonaran, juntó fuerza y coraje y sacando los billetes los desplegó en la palma de la mano, para comprobar que las efigies de Escila, Caribdis, Gorgona, Quimera, estaban impresas en ellos y, amenazadoras y distantes a la vez, parecían aceptar desdeñosas el homenaje pueril de las guirnaldas grises con que las decoraba la devoción tosca de sus adoradores. La perplejidad llegó primero que el espanto, y antes de que una muchedumbre de presentimientos oscuros se confirmaran y la certeza de su perdición se hiciese enteramente presente, se encontró vagando por la penumbra crepuscular, acerada por la reverberación de la nieve, de la ciudad levemente transformada por la alquimia ruinosa de su sueño. Los templos achatados en los que había que entrar casi en cuatro patas revelaban la esencia verdadera de sus dioses, y los monumentos públicos, borroneados por la indecisión de sus ideales o por la erosión, erigían formas confusas, efigies ecuestres o centauros, pulpos gigantes o esfinges, ángeles o águilas carniceras, héroes o mamuts. Las caras alargadas de los habitantes, grises y poco diferenciadas unas de otras, volvían remota la posibilidad de encontrar una que despertase simpatía, compasión, amistad o incluso odio, o que simplemente llamase la atención. En esa penumbra amarga en la que pasaban las horas, los días, las semanas, todo parecía igualado, monótono, resignado, y sobre todo inútil. Por primera vez desde que tenía ese sueño, Morvan comprendió que esa ciudad se erigía en lo más hondo de sí mismo, y que desde el primer instante en que había aparecido en el aire de este mundo, nunca había transpuesto sus murallas para salir a un improbable exterior.
De tanto recorrer la ciudad apesadumbrado y perplejo, Morvan empezaba a sentirse más y más sofocado, hasta despertarse, sudoroso, pero calmo -su sueño, a pesar de los detalles sombríos y deprimentes, no era una verdadera pesadilla. En sus primeras impresiones de la vigilia predominaba la extrañeza, no la angustia. Después, el día entero seguía impregnado de los estados de ánimo del sueño, que iban disipándose poco a poco. Esa noche, la misma sensación de calor sofocante y unos golpes lejanos lo devolvieron a la vigilia. Cuando abrió los ojos, un vapor blanquecino flotaba en un cuarto de baño iluminado. Un chorro de agua caliente salía de la canilla de la bañadera y Morvan, arrodillándose, comprobó que el agua, a medida que iba saliendo de la canilla, desaparecía por el desaguadero. Se incorporó en dos tiempos, apoyándose de rodillas primero en el borde de la bañadera y poniéndose después de pie. Estaba completamente desnudo y cubierto de sangre. El vapor del agua caliente empapaba la superficie del espejo y Morvan, vacilando un poco, mientras trataba de mantener el equilibrio, fue viendo despuntar en su interior, una idea absurda y terrible a la vez, pero tan perentoria y creciente que, a pesar de la angustia por primera vez intensa que lo embargaba, ya no tenía la menor duda de que iba a ponerla en práctica: le parecía que si limpiaba el vapor que lo cubría, el espejo le mostraría la imagen del hombre o lo que fuese que venía buscando desde hacía nueve meses. Pero cuando con movimientos inhábiles y lentos cerró la canilla y limpió el espejo con la palma de la mano, a pesar de que el espejo reflejaba su propia imagen, no la reconoció como suya. Él sabía que él era él, Morvan, y sabía que estaba mirando la imagen de un hombre en el espejo, pero esa imagen era la de un desconocido con el que se encontraba por primera vez en su vida. Entre lo interno y lo exterior, los puentes laboriosamente tendidos día tras día, desde el alba vacilante y lívida hasta el centro mismo de la noche, estaban derrumbados. Voces precipitadas y familiares que resonaban en alguna parte de la casa lo sacaron de su estupor, y cuando se dio vuelta decidido a encararlas y vio reflejado el movimiento que hacía para dirigirse a la puerta, la imagen del hombre desnudo que miraba desde el espejo su propio movimiento le resultó otra vez familiar, y la fusión aparente del ser y de su imagen inalcanzable se encontró una vez más restituida.
Lo que sigue apareció en todos los diarios, fue difundido por todas las radios, comentado en la televisión, desmenuzado en dos o tres éxitos de librería precipitados, archivado en un legajo voluminoso de la Brigada Criminal. Lautret, Combes y Juin, seguidos de varios agentes armados, entraron en el departamento de Madame Mouton en el mismo momento en que Morvan, viniendo desde el cuarto de baño, desnudo y cubierto de sangre, penetraba en la sala. Los pies desnudos de Morvan tropezaron con un objeto que por la fuerza del golpe rodó un trecho sobre la alfombra y se detuvo junto a los zapatos humedecidos de nieve de los policías: la cabeza de Madame Mouton. El cuerpo yacía, desnudo y mutilado, en el mismo sillón de cuero en el que Morvan la había visto por última vez, inmóvil y pensativa. Un desorden sangriento reinaba como se dice en la habitación. También la botella de champaña había rodado por el suelo, y los ingredientes para el aperitivo, deshechos y pisoteados, estaban dispersos como si alguien, de un modo deliberado, los hubiese tirado al voleo por la habitación. Los guantes de látex blanco y un enorme cuchillo de cocina descansaban ensangrentados en la mesita baja, junto a la copa intacta de Madame Mouton, llena todavía hasta la mitad de champaña tibio. En la chimenea no quedaba más que un montoncito de brasas cubiertas por una capa de ceniza blanca. Morvan comprendió que para el universo entero la caza había llegado a su fin, porque era demasiado buen policía como para ignorar que resultaría imposible probarle a las redes férreas de lo exterior que quizás estaban equivocándose de presa. Incluso para él mismo, su posible inocencia era tan incomunicable y remota como un recuerdo o como un sueño. Fragmentos vastos de su vida se le escapaban, y la verdad íntima de su propio ser era para él más inasible y oscura que el reverso negro de las estrellas. La certidumbre intensa de esa imposibilidad aventó los últimos vestigios de esperanza. Dos o tres policías habían querido arrojársele encima, pero Lautret los obligó a detenerse con un ademán perentorio. Quedaron todos inmóviles en la habitación, como muñecos que, a causa de la ausencia definitiva del artesano que los construyó y los dotó de movimiento, permanecían rígidos y estáticos en acciones interrumpidas a mitad de camino, simulacros huecos de cartón pintado, el grupo de policías con ropa gruesa de invierno todavía espolvoreada de nieve, amontonados detrás de la reproducción en tamaño natural del comisario Lautret, enfrente, con un brazo extendido hacia ellos, el hombre o lo que fuese desnudo y ensangrentado, y en el fondo, repantigado sobre el sillón de cuero, el maniquí hecho trizas y sin cabeza del que, por unos tajos exageradamente abiertos, se entreveían, rojos, verdosos y azulados, los falsos órganos de plástico, muñecos más exteriores, casuales y carentes de vida que el elemento negro y gélido de cuyo seno, inesperados, emergieron, y que, tarde o temprano, porque sí, los reabsorberá. Fue Morvan el que hizo el primer movimiento: alzando la cabeza, buscó los ojos de Lautret para tratar de descubrir en ellos el triunfo, pero, decepcionado y confuso, únicamente atisbo la compasión.