– No tiene por qué ser un autor local -dice Tomatis.
– Si es un autor local, tal vez existan otras copias en la ciudad -dice Pichón.
– He estado haciendo averiguaciones -dice Soldi-. Ni rastro de otras copias.
– No tiene por qué ser un autor local -repite Tomatis, que, a veces, si no recibe una aprobación explícita de sus interlocutores, tiene la convicción, que lo saca un poco de la realidad, de no haber sido oído-. Tal vez la escribió alguno de los amigos anarquistas de Washington, de cuando estuvo en Buenos Aires o en el Paraguay, y le mandó una copia en los años treinta o cuarenta.
Un tumulto brusco lo interrumpe. Pichón alza la cabeza y apunta con el dedo hacia la altura, en dirección de las luces y de las copas de los árboles.
– Las bailarinas -dice-. Tormenta.
Soldi y Tomatis alzan a su vez la cabeza: salidas quién sabe de dónde, de la noche, de la nada, miles y miles de maripositas blancas se arremolinan alrededor de las luces que cuelgan de los árboles y de las paredes blancas que limitan el patio. Girando rápidas sobre sí mismas, entrechocándose, precipitándose contra las lámparas encendidas, producen un estridor múltiple y una agitación inesperada y blanquecina en la altura, atrayendo la atención de los clientes del restaurante, que las observan y las señalan y las hacen entrar, con la misma imprevisibilidad repentina con la que aparecieron en el patio, en la zona clara de sus conciencias y en sus conversaciones. El mismo tumulto intempestivo que se agita en el patio, se representa Tomatis, debe estar formando el mismo rumor alrededor de todas las luces de la ciudad, y probablemente de toda la región, la misma larva alada, temblorosa y ciega, repetida porque sí, con simultaneidad vertiginosa, en millones y millones de ejemplares salidos bruscos de los pantanos nocturnos, para estremecerse un momento en las inmediaciones de la luz, y después caer girando febrilmente sobre sí mismas en la tierra oscura, hasta inmovilizarse por completo. Mañana serán como un tendal de florcitas secas, quebradizas y deshechas, ya sin dar el menor signo de haber sido alguna vez materia viva, substancia vegetativa y vibratoria, forma obsecada y maniática, escrupulosamente idéntica a sí misma en la que todo ha sido previsto menos la finalidad, y salida, como tantas otras, del chorro único que, bajo la apariencia engañosa de eternidad, no es menos insensato y efímero.
– Sí -dice Tomatis-. Las bailarinas. Fijo que acaban con el verano.
Y, echándose contra el respaldo de su silla, deja caer hacia atrás la cabeza, tratando de auscultar, más allá de las copas enormes de las acacias y de los penachos de las palmeras, aparentemente sin resultado, el cielo oscuro. Gotas de sudor, que le han brotado en la frente, le corren rápidas por las sienes hasta las orejas, y cuando llegan al borde de la mandíbula, cerca de los lóbulos, caen al vacío empapando el cuello de la camisa azul. La piel tostada de la cara, de los brazos, del cuello, parece tan gruesa como el cuero, y fuerte, casi impenetrable, y como el cuero también, en ciertas porciones de su superficie, en la frente, alrededor de los ojos y de la boca, está un poco ajada y arrugada. Observándolo, Pichón se alegra interiormente de encontrarle un aspecto tan saludable, ilusión que se acentúa porque Tomatis, casi en la orilla de los cincuenta años, conserva todavía bastante cabello revuelto y oscuro. Una impresión instantánea y fugaz, pero muy intensa, de continuidad o tal vez de permanencia lo transporta mientras lo observa, como si a través de la invariabilidad física de Tomatis, que cuando tenía veinte años parecía más viejo de lo que era y ahora que tiene casi cincuenta más joven de lo que es, pudiese verificarse no tanto la mansedumbre del tiempo como su inexistencia. Únicamente el presente le parece real, y tan inseparable del espesor de las cosas, tan confundido con la extensión palpable del mundo, que su dimensión temporal está como abolida. El tiempo y sus amenazas se le presentan ahora como una leyenda, colorida y terrible a la vez, a la que, refugiado en la rudeza rugosa y clara del presente, ya no considera necesario seguir dándole crédito. La camisa verde claro, casi fluorescente de Soldi, vibra en el aire nocturno del patio y el rumor de las bailarinas en la altura, alrededor de las luces, después de su aparición súbita, más los clientes sentados en sus sillas blancas de hierro forjado, más el gusto del trago de cerveza que acaba de tomar, más la sensación de frescura que, después de depositar el vaso vacío en la mesa, le ha quedado en la yema de los dedos, más el fondo móvil del restaurante, con la pared blanca, el techo de paja y el personal que trabaja cerca del bar y de la cocina y se dispersa después por los senderos rojos de ladrillo molido, más las copas inmóviles de los árboles, las guirnaldas de lamparitas de colores, los platos y los vasos sobre la mesa, todas esas presencias familiares y al mismo tiempo enigmáticas, como si acabaran de florecer, compactas y nítidas, de un grumo de nada, parecen haber bloqueado el fluir del cambio, dejándolo en un exterior improbable y distante, como si el presente crudo transcurriera en una bola de vidrio sobre la que las gotas de tiempo, sin poder adherir a la cápsula lisa y transparente, resbalan hacia un abismo de eternidad desmantelada y negra.
Durante un par de minutos, siguen comiendo en silencio, pinchando sin orden ni método, casi como si obedecieran, de un modo mecánico, a caprichos musculares sucesivos, los pedacitos de alimentos, rodajas circulares y rojas de salamín, aceitunas de un verde sombrío, ovoides y lustrosas, que reposan sobre un fondo de aceite, segmentos irregulares de triángulo de las subporciones de pizza cubiertos de una capa marfilina de mozzarella fundida bajo la que emergen manchitas rojo vivo de tomate, copos blancos de pororó, cuya forma en gran parte aleatoria, que tal vez únicamente podría analizar la teoría de las catástrofes, resulta de la explosión de los granos de maíz blanco cuando la sartén alcanza determinada temperatura.
– Hay un detalle importante que he omitido hasta ahora -dice de pronto Pichón, cruzando fugaz y sucesivamente la mirada con sus dos interlocutores para asegurarse de que ya se han dispuesto a seguir prestándole atención-. Después de la separación, Lautret empezó a tener una relación íntima con Caroline, la mujer de Morvan. Morvan, si bien el hecho le parecía obvio y hasta indiferente, lo sospechaba. Ignoraba de qué clase eran exactamente esas relaciones, pero sabía que Lautret y su ex mujer se veían a menudo y que ninguno de los dos le había hablado con franqueza de esos encuentros. Como había sido él mismo el que había suscitado la separación con Caroline, Morvan sabía que no tenía ningún derecho sobre ella. Hubiese preferido que actuasen de manera menos encubierta, aunque se daba cuenta de que era Caroline la que debía haber impuesto esa discreción: a pesar de haber aceptado con serenidad razonable la separación, puesto que habían dejado de entenderse en muchos planos a la vez, Caroline hubiese preferido continuar su vida común con Morvan, a quien respetaba y a quien había realmente querido durante muchos años. En algún sentido, si era cierto que mantenía una relación con Lautret, se trataba de una especie de prolongación de sus relaciones con Morvan. No debemos olvidar que Lautret era el mejor amigo de Morvan, y que en las épocas más felices de su existencia, los tres se habían visto a menudo y habían constituido una especie de familia. Para Caroline -Morvan estaba seguro- una relación con Lautret en el plano sexual era, aparte de ese intento de permanecer en el círculo habitual de su vida afectiva, también de un modo paradójico e incluso contradictorio, una manera de escaparse de ese círculo con lo que tenía más a mano.
El caso de Lautret era diferente. De su vida afectiva inmadura y caleidoscópica, había quedado el rastro ya antiguo de un par de divorcios y de muchas tormentas conyugales. En ciertos períodos, cuando iba a visitar a los Morvan, venía todos los meses con una mujer diferente. De su paso por la Brigade Mondaine había conservado algunas relaciones en el ambiente de las prostitutas de lujo y, aunque algunos lo habían acusado en voz baja de proxenetismo, Morvan sabía que no era cierto y que Lautret utilizaba a esas mujeres en el marco de su trabajo de policía, aunque a veces se dejara vencer como se dice por la tentación. Lautret había reconocido los hechos ante Morvan, alegando que acostarse de tanto en tanto con una de esas mujeres formaba en cierto sentido parte de sus obligaciones profesionales. Morvan había estado siempre convencido de que a pesar de sus métodos y de su estilo de vida, que él desde luego nunca hubiese querido para sí mismo, Lautret era un policía más bien honesto y sin ninguna duda eficaz. Únicamente su relación con Caroline le venía produciendo desde un tiempo atrás cierto malestar, porque le parecía adivinar que Lautret, tal vez por haberlo idealizado demasiado, trataba de sustituirlo tanto en el plano afectivo como en el plano profesional. De alguna manera, la incomodidad que esa tendencia producía en Morvan se debía, no al hecho de que se sintiese traicionado o amenazado, sino al de revelar en Lautret cierta inconsecuencia que lo volvía distinto y vulnerable. Era como si Lautret fuese un poco dependiente de él y como si, a pesar de sus diferencias de temperamento, tan inmediatamente perceptibles desde el exterior, tratara de identificarse por todos los medios posibles, y sin ninguna deliberación aparente, con la personalidad de Morvan. Probablemente, Caroline lo había presentido también, desde mucho tiempo atrás: si siempre había tomado el partido de Lautret, no era porque lo considerara inocente, sino más bien no totalmente dueño de sus actos. No sé si dan cuenta de lo que estoy tratando de decir.
– Creo que -dice Tomatis.
– ¡Shhtt! -Pichón acompaña su chistido exagerado con un movimiento de la mano no menos imperativo, consistente en elevarla y dirigir la palma hacia Tomatis, como si fuera un agente de tránsito ordenando detenerse a un camión que llega a una bocacalle a toda velocidad-. Ya te va a tocar el turno. Pero por ahora silencio: aquí el que cuenta soy yo.
El mozo -mientras hablaba, Pichón lo ha estado viendo venir- llega con tres cervezas que deposita sin decir palabra en la mesa, una ante cada uno de los comensales y después, retirando los tres vasos vacíos de la cerveza anterior, se aleja de nuevo en dirección al bar por el sendero rojizo de ladrillo molido que chasquea bajo la suela de sus zapatos.
– Lo ofendiste para siempre -dice Soldi.
– Es posible -dice Tomatis-. Pero gracias a mí, ahora por lo menos la espuma tiene la altura que corresponde. Y está bien fría.