Cuando Pichón imaginó que sería posible aprovechar alguno de los variados medios de transporte de la familia Soldi, nunca se atrevió a esperar tanto, y el viaje que han hecho esa tarde a Rincón Norte con Tomatis y los chicos, le quedará sin duda como uno de los mejores momentos de su estadía, aunque sus impresiones e incluso sus sensaciones hayan sido más bien neutras, distantes y un poco irreales. Por eso, cuando " La Rubita " ha empezado a navegar por el Colastiné, después de haber dejado atrás el arroyo Ubajay, se ha impuesto el deber de conversar un poco con Pinocho, interrogándolo sobre el dactilograma. Con minucia, con calma, con exactitud, valiéndose de frases precisas y bien redondeadas, durante unos diez minutos en los que Pichón y Tomatis lo han escuchado atentos, casi asombrados, Pinocho ha resumido las líneas principales del relato, y en el aire alterado por el desplazamiento de la lancha, los viejos nombres legendarios, Troya, Helena, Paris, Menelao, Agamenón y Ulises, y sobre todo el Soldado Viejo y el Soldado Joven -la doble voz cantante del relato según Pinocho- han flotado un momento después de haber sido pronunciados, para ser arrastrados casi en seguida como pedacitos de papel o como hojas muertas por el aire en movimiento. Pichón ha seguido el resumen oral del relato con sacudimientos de cabeza, y las frases precisas y elaboradas de Pinocho han parecido volver todavía más lejano, por no decir inexistente, el ronroneo continuo -lo cual es una ilusión- del motor. Después Pinocho ha dicho que está preparando un resumen escrito, de unas cincuenta páginas, para mandarlo a universidades, críticos, editores, hasta tanto la hija de Washington le dé la autorización para sacar el original de la casa y hacerlo fotocopiar. Él está, ha dicho Pinocho, dispuesto a pasarlo enteramente a máquina, si Julia se lo permite. Después ha hecho silencio, mirando pensativo al tripulante que, de espaldas a sus pasajeros parecía no dirigir el timón, sino haberse apoyado en él para descansar de las fatigas del día ardiente. Al rato han pasado bajo el puente carretero de la isla Verduc, y han visto la cinta del asfalto que lleva, recta y azul, hacia el túnel subfluvial en el otro extremo de la isla, hacia Paraná, e incluso hacia el Uruguay y el Brasil, y han llegado al lugar en que el río Colastiné se termina, confundiéndose con los arroyos Tiradero, el nuevo y el viejo, que confluyen a su vez para formar tan intrincados cursos de agua -fugaces o permanentes, grandes o chicos, playos o profundos, anchos o angostos, según el capricho de bajantes y crecientes- que ni siquiera tienen nombre. Abandonando la dirección sur, la lancha torció hacia el oeste y entró en el río Santa Fe, un curso estrecho de agua al que tal vez únicamente la profundidad lo autoriza a llamarse río, y tan tortuoso que, como lo fue demostrando la posición en el horizonte de los últimos manchones rojos del atardecer, que cambiaban continuamente de lugar, los ha obligado a tomar primero la dirección este, después noreste, después sudeste, después este, después sudeste, después noroeste, después sur, después oeste y finalmente, en el lugar llamado la Vuelta del Paraguayo, este sudeste, hasta tornar de nuevo y en forma definitiva la dirección oeste, o sea la ciudad.
La última luz roja del sol ya invisible ennegrecía las siluetas de los edificios; las construcciones más altas, monoblocs, chimeneas, elevadores de granos en el puerto, le han dado a Pichón la impresión de ser figuras geométricas planas, negras y sin espesor, y la muchedumbre de casas bajas, de una o dos plantas, más las copas de los árboles, una masa oscura, sin relieves particulares, con un borde irregular que iba siguiendo la silueta del conjunto en sus contornos más elevados, igual que si hubiese sido el filo de un túmulo estirado y negro. Pero ese telón oscuro, que parecía recortado en cartulina rígida, cuidadosamente recubierta de tinta china, no era lo bastante grande como para cubrir la enorme mancha de luz roja contra la que se erigía. La luz, que en su expansión obcecada, al encontrar ese obstáculo debió estar acumulándose impaciente contra su reverso, se derramaba por los bordes de la silueta negra, haciéndolos cintilar, para diseminarse después, liberada aunque ya un poco exangüe, por el espacio entero, de modo que la lancha navegaba, no en el río del anochecer, sino en una penumbra rojiza, grave y extraña. Lancha, agua, vegetación, parecieron hechas de la misma substancia de un negror rojizo y un poco fosforescente -un flujo único de materia concretizándose, por unos momentos todavía, en muchas formas diferentes que la noche se disponía a igualar. Alzando la voz para que pudiera oírselo por sobre el ronroneo del motor, de un modo al mismo tiempo brusco y calmo, Tomatis empezó a recitar:
Ofrati , dissi, che per cento milia
perigli siete giunti a l'occidente,
a questa tanto picciola vigilia
d'i nostri sensi ch'e del rimanente
non vogliate negar l'esperienza,
di retro al sol, del mondo sanza gente.
Considerate la vostra semenza;
fatti nos foste a viver come bruti,
ma per seguir virtute e canoscenza.
Al terminar, Tomatis emitió una exclamación discreta y satisfecha, y el silencio se instaló nuevamente. Quedó el ronroneo de la lancha que, en la proximidad del Yacht Club, buscando un lugar libre para atracar entre las embarcaciones amarradas a la orilla, empezó a aminorar. El riacho desemboca, a la altura del club, en el amplio brazo de agua que, en razón justamente de su anchura, los habitantes de la región e incluso los mapas llaman la laguna y sobre el que, brusca, termina la ciudad, a lo largo de seis o siete kilómetros de costaneras, playas, puentes en pie o derrumbados por el tiempo o la corriente, clubes náuticos, diques portuarios, depósitos, avenidas de circunvalación, ranchadas: hormiguero agolpado en el borde del laberinto chato y monótono de islas y agua, islas y agua. La anchura de la laguna, más allá de la cual empieza prácticamente el campo sin ningún arrabal de transición, forma un gran espacio vacío por encima del agua, de modo que cuando la lancha tuvo que seguir de largo, acelerando un poco, para avanzar hacia el centro de la laguna con el fin de dar más fácilmente la vuelta y regresar al atracadero del club donde el tripulante debía haber visto sin duda un lugar libre para amarrar, Pichón notó que el tinte rojizo se había desvanecido de las cosas y que ya era por fin de noche: una noche en el final del verano, como muchas otras en las que se había internado durante tantos años, y en la que palpitaban, más que en el día atareado y ruidoso, las presencias anónimas y arcaicas de la vegetación, del agua, del campo inculto que rodeaba la ciudad, de la fauna terrestre, acuática y volátil que reptaba por la tierra arenosa, nadaba en el silencio y en la oscuridad del fondo de los ríos, pululaba en los pantanos, se deslizaba con delicadeza y crueldad en sus expediciones nocturnas a través del campo y de las islas, haciendo chasquear el pasto, el aire, las ramas. Alzando la cabeza, Pichón ha podido ver, en un cielo todavía claro, donde los últimos vestigios violetas habían cedido bajo el azul generalizado, las primeras estrellas. En un fulgor instantáneo -el rumor del agua, más nítido que durante el trayecto porque el motor se había detenido revelando la tranquilidad de la noche, contribuyó sin duda a su clarividencia repentina- ha entendido por qué, a pesar de su buena voluntad, de sus esfuerzos incluso, desde que llegó de París después de tantos años de ausencia, su lugar natal no le ha producido ninguna emoción: porque ahora es al fin un adulto, y ser adulto significa justamente haber llegado a entender que no es en la tierra natal donde se ha nacido, sino en un lugar más grande, más neutro, ni amigo ni enemigo, desconocido, al que nadie podría llamar suyo y que no estimula el afecto sino la extrañeza, un hogar que no es ni espacial ni geográfico, ni siquiera verbal, sino más bien, y hasta donde esas palabras puedan seguir significando algo, físico, químico, biológico, cósmico, y del que lo invisible y lo visible, desde las yemas de los dedos hasta el universo estrellado, o lo que puede llegar a saberse sobre lo invisible y lo visible, forman parte, y que ese conjunto que incluye hasta los bordes mismos de lo inconcebible, no es en realidad su patria sino su prisión, abandonada y cerrada ella misma desde el exterior -la oscuridad desmesurada que errabundea, ígnea y gélida a la vez, al abrigo no únicamente de los sentidos, sino también de la emoción, de la nostalgia y del pensamiento.
M orvan estaba, como les decía, mirando por la ventana la caída de la noche que allá, en diciembre, alrededor de Navidad, llega rápido, cuando, después de golpear con firmeza a la puerta y sin darle tiempo a responder, sus tres principales colaboradores, el comisario Lautret y los inspectores Combes y Juin entraron en la oficina. Impenetrables en general y opacas para los extraños, la mayoría de las personas suelen ser transparentes para sus pares, por lo menos en lo que se refiere a sus intenciones inmediatas, así que antes de que sus visitantes abrieran la boca, Morvan se dio cuenta de que habían almorzado juntos y se habían puesto de acuerdo sobre lo que le venían a plantear, y que lo que le venían a plantear, con Lautret a la cabeza, estaba, Morvan lo sabía, en relación con la carta que había llegado en esos días no de la sede permanente de la Brigada Criminal, ni de la oficina del Jefe de Policía, ni de la del prefecto de París, sino directamente del ministerio. Con la intención de hacerla circular entre los policías del despacho especial, Morvan le había dado la carta a Lautret para que sacara fotocopias y las distribuyera, pero cuando los policías se inmovilizaron, parados cerca de la ventana, pudo observar que la hoja que Lautret sacaba, plegada en cuatro, de su bolsillo, no era una fotocopia sino el original que le había dado. Descifrados sus eufemismos burocráticos y sintetizada en pocas palabras, la carta del ministerio decía más o menos que después de nueve meses de masacres, de actitudes incomprensibles, de gastos inútiles y de publicidad malsana, evocados en ese orden, se podía comprobar que los resultados eran inexistentes, de modo que había que esperar, en un futuro inmediato, pero eso estaba dicho de manera deliberadamente vaga y velada, una serie de cambios, traslados y sanciones.