Hacía casi un año que no lloraba. Recordaba la fecha: fue un cinco de abril. Hablaban por teléfono y algo había dicho su amiga, -cualquier cosa, algo sin mayor importancia- que le provocó una especie de sacudón que la hizo llorar.
Primero aparecieron las lágrimas y al notar que se le había nublado la vista y que unas lágrimas empezaban a bajarle por los párpados y le mojaban la cara, sintió ganas de llorar y más sacudones en el vientre.
Igual que ahora. Si abría la boca para respirar mejor le brotaba una voz de llanto, unas vocales, la "a", la "u", la "i" y una mezcla de sonidos "is", "os" y "ués" que debían sonar como un llanto fingido.
Es fácil fingir un llanto, pero no es posible que una simule tantas lágrimas como para mojarle totalmente la cara, el pelo y el cuello al tipo.
"Tus lágrimas! Tus lágrimas! ¡Tus laaágrimas!" había gritado él y esas frases y la manera de entornar los ojos mientras gritaba terminando, le daban el aspecto de un poeta loco.
¿Cómo ser un poeta loco?, se preguntaba ella y darse cuenta de que había llegado a pensar que el tipo se parecía a una imagen que era imposible definir, en lugar de causarle gracia le daba más ganas de llorar, cuando ya sentía que eso había terminado.
"Acabé mil veces…", dijo llorando y sintiendo ganas de reír. "Pero mentira… Miento", repetía y aclaraba: "mil veces no, pero diez por lo menos sí… ¡Nunca me pasó así!".
Él ni habló. Seguía jadeando, pero se había tendido hacia un lado como si quisiera dormir. Con los ojos cerrados y apoyando parte de su peso sobre el brazo que le cruzaba el pecho, le besaba la cara y le lamía los ojos y las lágrimas, exagerando el ruido que produciría al sorbérselas.
Sentía la fuerza del codo del tipo apretando su pecho izquierdo y hasta dolor allí, pero no era un dolor malo y se mezclaba con la sensación de llorar y con el asombro por todo lo que había sentido.
"Nunca antes me había sentido mujer…", dijo con voz ahogada y prefiriendo que él no terminase de oírla. Respiró, suspiró, volvió a sollozar o semillorar y después, como para evitar que se durmiera, o como para anunciar que iniciaría una conversación, le apretó el brazo diciendo "Te debo resultar una boluda…"
Él no respondió, volvió a besarle un párpado, la nariz y las mejillas y al fin apoyó los labios contra los suyos llenándole la boca con una saliva que, en efecto, tenía sabor a lágrimas. Quiso apretarle más el brazo, y producirle un dolor como el que había sentido en el pecho, pero era inútil: tocándolo, era imposible distinguir la materia de los músculos tensos de la dureza de sus largos huesos. Eso acentuó sus ganas de llorar y besarlo. Lo besó, y después le habló con los labios mojados contra una oreja. Le dijo "largos huesos", y la sorprendió oírse diciendo primero "largos", seguido de "huesos", exactamente al revés de la manera debida, o, al menos, a la inversa de su manera natural de hablar.
Pero él, mientras entraban al departamento que había alquilado para la tarde de aquel domingo, le había dicho algo sobre su estatura. Era alto: muy alto, más alto que ella, y para explicarle que saliendo de la pileta le había encantado que fuese tan alta, le había comentado algo sobre sus "altos hombros".
Por eso, al decirle "largos huesos" se le ocurrió pensar que ese tipo tenía algo contagioso. No hacía dos horas que lo había conocido y tenía la impresión de que estaba empezando a imitarle la manera de hablar. Hasta el acento y el tono de la voz se le empezaban a contagiar y se le notarían más si no fuese por las lágrimas y por los sacudones que provocaba el llanto.
"Tenés acento uruguayo" le dijo, pero tentada de decirle que había oído en su voz "un uruguayo acento". En realidad quería escucharlo repitiendo la frase sobre sus altos hombros, pero el tipo seguía sin hablar: la acariciaba. Es odioso el abandono de los hombres después del sexo, pero éste, que debía estar a punto de dormirse, había puesto toda la lasitud en su voluntad de hablar, o en la obstinación de no responder. En cambio la boca, que reiteraba breves besos afectuosos, y las manos que le acariciaban la cintura y las piernas, actuaban como las de quien intenta iniciar el amor con una mujer reticente que debe ser conquistada con mimos.
Sentía las caricias y recordaba las manos, que bajo el sol, o haciendo esfuerzos en el agua para desviar el chorro helado de los surtidores de la pileta, se destacaban por el contraste entre el blanco de hielo de las uñas, y el broncíneo de una piel tensa.
Desde el comienzo, en la terraza, había pensado que las manos del tipo eran como fotos retocadas de manos, y que las uñas no eran pintadas, sino como dibujadas e incrustadas de nácar. Sintiéndose recorrida por esa materia mineral y humana a la vez, se representó las manos de su marido. Cuadradas, planas, de uñas rosadas y chatas: por fortuna sus hijos no habían heredado esas manos. Tal vez, con la edad, el varón fuese adquiriendo la forma y la tonalidad de la piel de este tipo. Ojalá, anheló, sintiendo que empezaba a desear que volviera a penetrarla. "Debés pensar que soy una boluda" dijo, y le volvió el sacudón de llanto. Por fin volvió a hablar él: le preguntó por qué lloraba. "Por que sí", dijo ella y sintió que había dejado de acariciarle la cadera, "Se puede llorar por muchas cosas", agregó. "Sí" dijo él, "pero yo nunca lloro". "Yo tampoco… Yo hacía un año que no me acuerdo de haber llorado…" "Yo creo que desde los doce… ¿Cuántos tenés vos?" "Adiviná vos", le dijo segura de que acertaría, pero le dijo "veintitrés" y ella, aún llorando, sintió el impulso de reír mientras decía "Cuatro más: veintisiete", y aprovechó para decirle, repitiendo: "veintisiete y dos hijos". "¿Hijos? -parecía sorprendido- ¡Y yo cuando te vi en la terraza calculé que no tenías más de veinte…!" Se había arrodillado sobre la cama y decía que después, cuando estaban acostados, había calculado que podía tener algunos años más y que hasta podía ser casada: "¡Casadita! ¡Y con hijos!", dijo, riéndose, y preguntó "¿Y el padre?". "Salió con ellos, fueron a lo de mi suegra: no banco ir a lo de mis suegros…" de esa manera pensó que no necesitaría aclararle que no era divorciada, ni separada. Acertó. Él seguía preguntando: "¡Y mañana, seguro que le vas a contar todo lo de hoy… ¿O no?" "Quien sabe no", respondió. Habían pasado las ganas de llorar. "Ahora tengo hambre…", dijo él y tomó el teléfono.
Después, desde el baño, oyó que gritaba: "Me dio ganas de comer sushi… ¿Te gusta la comida japonesa…?" Gritó que sí, aunque no sentía hambre. Escuchó que hacía un pedido por teléfono: le pareció extraño que un domingo de tanto calor un restaurant japonés entregase comida a domicilio.
"Tenés acento uruguayo… Recién cuando te contestaba sentí que me lo habías pegado." "Nunca me lo dijeron… Tengo acento de provincia porque en diciembre estuve en el sur, en Bahía. Cada vez que vuelvo, vuelvo con el acento… Después, al tiempo, se me pasa. Pero… ¿Por qué llorabas…?"
Ella dudó, tentada de decirle que había llorado de felicidad. Le parecía estúpido, aunque por momentos, sentía que era verdad. "Felicidad orgánica", estuvo a punto de decir, y también le resultaba estúpido y, al mismo tiempo, o por eso mismo, verdadero. Pefirió decirle "No sé: fue algo que sentí, algo muy lindo que sentí…" "¿Cuándo?" preguntaba él y ella dijo: "¿Cómo preguntás cuándo, tonto…? ¡Mientras me cojías sentía eso…! Era una sensación. Algo adentro, algo que me tocaba, adentro, mientras…" "El punto G. ¡El famoso punto G.!", dijo él extendiendo el índice y el mayor de su derecha, como disponiendo la mano para realizar un examen ginecológico. Ella le tomó los dedos con la izquierda y los mantuvo apretados en el puño. También allí, la piel y los músculos de la palma eran tensos, como compuestos por la materia ósea de las falanges y la muñeca. Le dijo: "No, boludo, el punto G. es para delante, y yo sentía algo arriba, en el fondo, adentro…"
Después pensó que no debía haberlo dicho: éste -imaginó- se va a pensar que creo que la tiene muy larga. Pero es cierto: no es que la tenga más grande o más larga, es que te lo hace sentir, o te lo hace creer… Debe ser por el cuerpo tan duro. Practicará algún deporte, con bastante dedicación. No parece la clase de tipo dispuesto a mirarse en los espejos de un gimnasio. Tendría que preguntárselo, pero no era el momento: si mostrara curiosidad por su cuerpo, el tipo se envanecería aún más. Le preguntó: "¿De qué trabajás?" Parecía bromear al responderle que era electricista. "Soy electricista…", dijo, mostrando una sonrisa estúpida. Tal vez fuera un poco estúpido: hasta ese momento lo había oído bromear y lo había visto -y sentido- hacer cosas, pero no le había escuchado ninguna frase inteligente. ¿Sería electricista? "No te lo creo", le dijo. "Mejor", contestó él y estiró una pierna, y enganchando con el empeine de un pie las manijas de su bolso lo alzó y trazó un arco a lo alto con la pierna, hasta dejarlo apoyado sobre la cama.
Dentro de bolso había cables, pinzas, y unos probadores de corriente con diales e indicadores. "¿Me creés ahora?", se burló él. Rato después cuando habían comenzado a oírse los truenos y estaban terminando el almuerzo improvisado sobre la cama, volvió a preguntarle si le creía. Ella dijo que sí, pero que igual seguía pensando que los electricistas no comían sushi y el le respondió riendo que había estudiado electricidad en el Japón. Era la primer frase inteligente que le escuchaba: sin duda, se trataba de un chiste. Después, bromeando, él le mostró que sabía comer arroz con palitos, manipulándolos simultáneamente y a la misma velocidad con ambas manos. "¿Me creés ahora que estudié en el Japón?", seguía burlándose y ella mintió que sí antes de preguntar: "Y a coger comiendo… ¿Dónde estudiaste? ¿También en el Japón?" El no respondió: miró hacia el techo haciéndole pensar que buscaba, sin resultado, alguna frase original para seguir con aquel tono. Ella preguntó: "Te pregunté ¿dónde te enseñaron a comer cogiendo…?" "En un apart hotel de Kyoto" le respondió, mientras volvía a montarse sobre sus piernas, y apretándolas entre sus rodillas empezó a fingir que creía haberla penetrado como si la piel interna de los muslos fuese una continuidad de la vagina.