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¿Se divertían o simulaban divertirse? La pregunta solo tiene sentido para un personaje que ve a otros divertirse, convencido de que la idea de diversión anda flotando por el mundo y es una réplica de otra igual que figura grabada en su mente.

En un relato la digresión es un cambio territorial que desconcierta al gregario lector. En los relatos y en el mundo, la diversión sería una "noción": lo que nota el personaje testigo, sin advertir que allí donde estaría la diversión sólo hay una escena concebida por un ausente cuya existencia ignora.

Es el autor. Su existencia da lugar a otra paradoja: el comportamiento del personaje sólo cobra sentido mientras ignore que ese sentido es obra de alguien a quien nunca verá. A la vez, el accionar de este invisible, solo cobra sentido cuando impone al personaje una acción, cuyo propio sentido se le revela recién después de haberla creado.

De ese modo, el personaje solo funciona por la ausencia de un narrador para quien narrar solo vale la pena en ausencia del personaje. El resultado de esa ausencia mutua de personaje y narrador se verifica en presencia de un tercero, que está fuera de la temporalidad plana del relato y de los dos instantes del acto de narrarlo, el de la creación del sentido de todo, y el del ulterior descubrimiento del sentido de lo que se creó.

El tercer ausente es el lector, un personaje que solo puede aparecer en el relato como una digresión, y cuya existencia debe ser ignorada al narrar, porque es inútil intentar que las palabras y lo que ellas describan se ajusten a la medida de su conciencia.

Esto fue una tragedia para el clásico: acertar de antemano con la palabra justa y el acontecimiento justo para que el ausente lector interprete justo lo que pretende que sea el sentido de su escritura.

Pero la farsa terminó. La gente siempre se habitúa a lo inevitable y tras un breve período de desconcierto, autores y personajes usaron las palabras, escenas e interpretaciones que tuvieron a mano, y así regresaron a lo convenido en los orígenes de todos los relatos: como en el primer cuento de la primer abuela del universo, las historias se ocupan menos de ensamblarse con las palabras justas, que por imponer sus palabras y divagaciones sobre un mundo en el que la justicia circula a borbotones imprevisibles.

Cuando todo es convencional y no hace sino cambiar, más que imponerse el cumplimiento de una incierta convención, convendrá acertar con el momento justo de imponer convenciones.

Abandonar a un personaje, a mediodía, con treinta y cinco grados de calor, baja presión, y un fastidioso y arrachado viento del norte, preguntándose con toda seriedad si los participantes de una celebración se divertían o simulaban divertirse apenas cumple una convención más.

Destripemos al personaje y, con él, también a la convención que lo congela en el borde de una escena en suspenso. Interiormente, en un interior que no puede abordarse en un relato o una novela, podría operar el mecanismo de la duda y es muy probable que en la vida las cosas sucedan así. El personaje duda sobre si se divierten o simulan divertirse y ese es su dilema, tan simple como la incertidumbre sobre si vendrá o no vendrá la tormenta anunciada. A lo sumo, podrá decirse: se divierten, simulan divertirse, o no existen y yo a todo esto me lo estoy soñando por haber comido mucho lechón en la cena. Y en ese triángulo de posibilidades se agota su programa de duda.

Es un programa corporativo que debe estar bien instalado para que un funcionario pueda hacer carrera en Sheraton y que difícilmente los del Karina Apart quisieran modificar, por cuanto si le han hecho tan buena oferta de sueldo y condiciones de trabajo para integrarlo a esa aventura, debió ser porque pretendían que fuese tal como su curriculum indicaba que era: un funcionario capaz de decidir porque se limita a evaluar las alternativas que proponen los acontecimientos y jamás se extraviar en digresiones.

Tampoco vacilar preguntándose si está soñando. Mirar la escena de invitados, patrones, mariachis y gente contratada, incluyendo a las chicas del servicio de promoción y a las del plantel de acompañantes y ver a algunos divirtiéndose, imaginar que otros simulan divertirse, pensar que es el único que no se divierte en medio de un centenar de humanos, y si en ese instante el edificio se derrumbara y todos quedasen sepultados bajo los escombros, moriría convencido de que esas posibilidades eran todo lo que el mundo permitía pensar.

Ninguna de las infortunadas víctimas de la tragedia de Barrio Norte habría contemplado la posibilidad de que muchos de los que antes del derrumbe parecían divertirse, se divertían por el goce de simular divertirse y por la conciencia de que lo hacían a la perfección.

Para que surja esa conciencia se necesita un personaje como el gerente. No precisaban verlo: algo en la atmósfera comunicaba que detrás de la diversión generalizada había un padecer, o alguien que padecía por su mera existencia, y eso convertía al divertirse, o al simular divertirse, en algo más divertido.

Para saber esto no hace falta un derrumbe: basta con la presencia de un autor que fragüe tormentas y derrumbes, y, en plena digresión, anuncie otra posible diversión, dando a la vez testimonio de ella.

Lo mismo sucede con el amor. ¿Qué es el amor?, se preguntaba este otro personaje, que, de todos los que estaban en la terraza del apart, era el único que podía preguntárselo justo después del brindis y cuando tantos invitados habían cumplido el compromiso de asistir a la celebración y habían vuelto a su casas o a otros lugares donde seguirían divirtiéndose.

Y pensaba que si a cualquiera de tantos que habían estado aquel domingo en la terraza alguien le hubiese preguntado "¿qué es el amor?", así, directamente, como en un juego de salón, cada cual hubiera dado su respuesta, más o menos seria, o trivial, quizás ridícula, pero en cualquier caso ajustada a las reglas del juego social.

¿Qué es el amor? Pensaba que entre tantos invitados que anduvieron ese mediodía por la terraza, eran los últimos con quienes convendría iniciar ese juego. Acababa de conocerla. Dijo que había estudiado comunicación en la universidad, de modo que si alguien apareciese con una videograbadora iniciando un juego de salón con la pregunta "¿qué es el amor?", podría imitarle la voz y anticiparse a su respuesta, que, con toda probabilidad, sería del estilo "el amor es lo más maravilloso que existe", en esas palabras, o en otras que no se alejarían mucho de lo que parecían significar: virtualmente nada. En algunos lugares de la terraza, la parte oeste, y los sitios protegidos del viento, el calor era intolerable. La gente se zambullía sólo para mojarse con agua fresca que duraba apenas unos minutos sobre la piel. Los trajes de baño se secaban a la par. Ella tenía una bikini sin marca. Seguramente la había traído consigo. Conocía a otras muchachas que la llamaban por su nombre, pero desde el primer momento en que la vio, venía representando el papel de la chica sola. Y era la única persona con la que habló ese mediodía que no había hecho referencia al calor insoportable.

El viento norte por momentos arreciaba y hasta llegó a tumbar un pino montado sobre un macetón con forma de barril. Había volado buena parte del arreglo floral de la glorieta -unas guirnaldas de enredadera trenzada con flores azules, rojas y violeta- y muchos pétalos habían caído a la piscina. Allí, como pequeños velámenes, patinaban sobre el agua para terminar agrupándose en el ángulo sur. Cada cinco o diez minutos, un gordo de remera y bermudas verdes trepaba a la tarima de madera que cruzaba la parte baja como un puente y desde allí, manipulando una caña con paleta de tejido de red, pescaba los pétalos y en un mismo movimiento alzaba la caña y los hacía volar por sobre su cabeza, hacia el sur. Las gotas de agua ni debían llegar al piso. Los pétalos se perdían volando hacia la calle Quintana y difícilmente llegasen al suelo antes de recorrer centenares de metros volando en remolinos.

Ella, nadando, había aparecido con una flor azul en la boca.

– Es rica! -Había dicho riendo y la flor se despegó de sus labios y se fue navegando hacia el ángulo sur.

Acababa de conocer su voz, pero en el agua. Después, en el borde de la

piscina, sobre la zona del hidro, bebían agua mineral y ella dijo que impresionaba ver tantos mozos sudando a la par, y reconoció ese mismo acento: cantarino.

Antes, en el agua, cuando había cruzado desde el hidro hacia la parte más profunda nadando pecho y aún no había escuchado su voz, imaginó su boca de lengua y encías brillantes, y se la figuró llena de pétalos azules. Entonces, al besarla, los pétalos pasarían a su boca, como los adolescentes se pasan sus gomas de mascar. Anticipó un sabor a flores maceradas, y deseos de besarla y, manteniendo unidos los labios, compartir un desmenuzado bolo de flores dulces.

No era una mala idea para aquel domingo, pero tampoco parecía el momento de proponerla. En cambio le pidió que repitiera la frase que había dicho nadando. Ella no la recordaba. Tuvo que decírsela y entonces le repitió varias veces "es rica" modulando diferentes acentos y ensayando distintos dibujos en la forma de su labios como para acertar con el énfasis que habría querido volver a oír.

"Obedece", pensó.

Era muy curiosa: preguntaba, insistía. No podía contarle el motivo por el que estaba en la celebración y pensó no responderle, pero no debía contrariarla: se había prometido que compartirían flores boca a boca, o que harían algo que suplantase a ese justificado capricho.

Además, también estaba en juego su propia curiosidad. Desde el primer momento en que la vio venía pensando que formaría parte de un "plantel", es decir, del servicio de acompañantes contratadas.

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