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Estaba seguro de ser el único arquitecto que se desempañaba en el servicio, por lo menos, en funciones técnicas de ese nivel. Estaba seguro de que ningún agente o funcionario de procedencia política o de otros organismos de defensa y seguridad entendía su trabajo y de que todos por igual apostaban a una carrera imaginaria y pretendían ser jefes, lo que terminaba dejándolos pendientes de sus jefes.

Pasaba junto a un edificio de viviendas en torre cuyo proyecto había estudiado en la Facultad. Los constructores lo habían promovido como un modelo del ideal de seguridad. A más de dos mil dólares el metro cuadrado, el más pequeño de los semipisos debía valer entre seiscientos y novecientos mil. No descartaba que tal vez allí alguien fuera feliz, pero en aquel momento también él era feliz.

Felicidad, seguridad, pasar los comprobantes de los gastos, llamar a la llorona, firmar los informes, de paso averiguar cómo calificaron al servicio de aquel domingo. Enumeraba todo y lo repetía mentalmente: Seguridad… Felicidad… Telefonear… Cobrar… Firmar… Lo repetía como al dictado de una voz interior: era una buena agenda para una semana que prometía empezar bien.

marzo de 2001

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