Pero siempre hay un "pero" condicionando la descripción del acontecimiento. Se ha comentado que uno puede vivir igualmente feliz, o tan desdichadamente como vive, sin enterarse de lo que sucede a su lado, un paso más allá, o mucho más lejos. Tal vez sea cierto, aunque no sea la verdad lo que está en juego en este decir que se repite desde hace decenas de siglos.
Tampoco la felicidad y la desdicha son estados del cuerpo, -¿o del alma?- que puedan modificarse con la satisfacción de la curiosidad por lo que ocurre en una terraza, o en una guerra. Sean acontecimientos, estados o sentimientos, son siempre cosas de las que bien se dice que "corren por distintos carriles". No sólo irían por carriles separados: pueden ser concéntricos, perpendiculares y hasta enfrentados, y así van los trenes del mundo a toparse estrepitosamente contra el tren de la vida personal, o a pasar por debajo, o a seguir de largo: da lo mismo y todo depende de los carriles del relato y de cómo haya podido uno trazarlos.
La máquina que cuenta nunca se detiene y aunque esté lejos del alcance de la vista y ni se escuchen sus vibraciones, conviene dar por descontado que anda por ahí y esperarla, no en el vacío ni en el aire y ni siquiera en un hipotético espacio interestelar donde se esté parado, sino en su propio lugar: la espera.
Es como una atmósfera, y en ella, hasta en los días más calmos tarde o temprano aparecerá una zona de presión, una columna de aire ascendente que se desplaza y tiende a mover todo, o un punto frío donde el gas, lentamente, comienza a desplazarse hacia abajo o a un lado.
Es cuestión de tiempo: guardar y aguardar a un mismo tiempo, porque en algún momento algo se manifestará.
Espera nada, o, según se suele decir, o como diría ella misma, "no espera nada" y eso porque ya da por descontados la tormenta y el final del calor agobiante y del malestar circulatorio en las piernas.
Recordó los tiempos en que se rezaba el rosario en la novena y la manera en que las cuentas iban pasando una a una entre los dedos, como si pellizcándolas entre el pulgar y el índice se consiguiera hacer que el tiempo salte de una mano a otra y pase de a trancos. El tiempo como si fuera un tren interminable: vagón tras vagón, una llega a la cruz y vuelve a empezar por el final.
Recordó el departamento de la calle Rivadavia, justo en los tiempos en que con la primera patrona rezaban juntas la novena. Mientras se reza se nota todo mucho más, las cosas cercanas medio desaparecen y los ruidos de lejos se oyen más cerca. Rezando se oía el trepidar del edificio cada vez que pasaba un subterráneo bajo la avenida.
Rezaban a la hora en que la gente volvía del trabajo. Eran las siete y media, y cada cinco o diez minutos pasaba un tren, vibraba todo.
Planchando, cocinando, durmiendo o mirando la tele nunca oía pasar los subtes que solo se volvían a notar al rezar la novena, y en la madrugada de los lunes, cuando arrancaban después de mucho tiempo sin andar porque los domingos no había servicios.
Por el barrio nuevo -pensar que lo llamaba nuevo y estaban allí desde hacia más de quince años le causaba gracia- no pasan subterráneos y los domingos, como los sábados y feriados, son días mudos porque la gente se va a las quintas o a las playas del Uruguay. Las bolitas del tiempo son como vagones de un subterráneo invisible que va volando lejos y se pueden pellizcar en el aire sin sentir nada.
Esa tarde se oía la música del hotel, y, por momentos, se intercalaba la voz grave de un locutor que presentaba a alguien o despedía a una que se retiraba de la fiesta.
De a ratos se sentía todo más cerca: era cuando aflojaba el viento. No miró abajo, seguramente estarían refrescándose en el agua, pero miró el cielo a través del tajito: todo estaba nublado y las nubes bajas, las más oscuras, se estaban acercando. Solo quedaba un pedazo de azul, arriba, hacia el lado del río. Pronto las nubes lo irían a tapar.
Antes de eso cayeron las primeras gotas. Hubo un gran ruido, no un trepidar como el del subte. Fue como si un tren enorme corriese por encima del edificio y no terminara nunca de pasar. Las luces del pasillo amarillearon, se apagaron, volvieron a prenderse y a apagarse, después titilaron y al fin quedó todo el piso a oscuras. Se oía un trueno, pero formado por el ruido de muchos rayos que caían cerca y casi a un mismo tiempo. Después se repitieron relámpagos tan fuertes que transparentaban la misma tela negra de las ventanas que no había dejado pasar ni el sol de la mañana. Ahora el ruido era una cortina de agua que pegaba contra los techos y las paredes. Le pareció que nunca había oído llover tan fuerte. Era como si en lugar de agua o de granizo estuviesen tirando tablones contra las casas.
Seguramente las calles se estaban inundando. Buscando velas en la cocina, oyó el ruido de los caños de desagüe que bajaban por la parte de servicio del departamento. Cada tanto rugía un remolino y después se sentía un golpeteo en la pared porque estarían pasando globos de burbujas y chorros de aire chupados por las cloacas, arrastrados por el agua. ¡Cómo se iba a inundar todo aquella tarde! Había pasado un rato y con toda la casa cerrada ya se sentía que estaba refrescando.
Prendió una vela y alumbrada por su llama amarilla caminó hacia la ventana del tajito para mirar. Pero casi no se podía ver. Caía un verdadera cortina de agua y las gotas, -mejor dicho, los chorros- iban de izquierda a derecha, señal de que había cambiado el viento. Se adivinaban los bordes y las paredes de los edificios. Abajo en la terraza no había más fiesta. Le pareció oír gritos o chillidos que venían desde allí, pero bien podía ser la mezcla de silbidos del viento que cuando arreciaba abría huecos en la cortina de agua. A través de uno de ellos pudo ver la pileta sin gente, donde flotaban trapos que serían toallas o manteles y una mesa o la tabla de una mesa que daba vueltas por el medio. En un balcón alcanzó a ver bolitas de hielo, más grandes que huevos de paloma, pero ya debía haber dejado de granizar. En el final de la terraza se movían formas de colores, que serían personas vestidas corriendo de un lado a otro como si no supieran cómo salir o dónde ponerse para escapar del granizo, si es que seguía cayendo, o de la lluvia torrencial con gotas grandes, casi heladas.
La lluvia: el agua. Para ver mejor, puso los índices en los bordes del tajito. En seguida sus yemas se mojaron. No tuvo que hacer mucha fuerza para que el corte se extendiera unos centímetros hacia arriba y separando los dedos abrió un ovalo del tamaño de una cuchara de postre. Así vería mejor, pero la cortina de agua se hizo m s densa, apenas se veían las ventanas del edificio vecino y, a través del pequeño agujero, salpicaduras de lluvia fuerte le mojaron la cara y un costado del pelo. Retiró los dedos, alisó el tajito de modo que no se notara que lo había agrandado y alumbrándose con la vela fue a mirarse en el espejo del salón. Al mojarse, un mechón de pelo blanco había oscurecido y se le había pegado a la cara. El párpado inferior y la mejilla del lado derecho estaban empapados. A la luz amarillenta de la vela una gota que le bajaba hacia el mentón y unos brillitos de agua en el borde de la cara y en el cuello, daban la impresión de que hubiese llorado. Pero en ningún momento de aquel domingo había sentido ganas de llorar. Al revés: el mechón blanco, que mojado parecía medio castaño o rubio, daba casi ganas de reír, igual que darse cuenta que hacía cerca de quince años vivían en ese mismo departamento y que sin contar los dos veraneos que tuvo que acompañar a los patrones y unas pocas escapadas de vacación a San José, todas las noches había dormido allí, en la misma cama, en su misma pieza.