Tal vez por todo lo dicho hasta ahora, no resulta fácil abordar la personalidad de Baroja como escritor prescindiendo de una personalidad confusa, cuyos rasgos tan pronto aparecen nítidos como se desvanecen en una bruma de paradojas y contradicciones. Como es lógico, las paradojas y contradicciones del personaje en el terreno político y personal se dan también en su obra. Sin embargo, en este caso, a diferencia de lo que ocurre con sus opiniones y su conducta pública y privada, el talento natural del escritor convierte todos los defectos en virtudes. Pío Baroja se inició, como la mayoría de escritores de su tiempo, en el periodismo, pero fue en el terreno de la narrativa donde había de adquirir fama, especialmente a partir de 1900, con la publicación de una recopilación de cuentos que tituló, significativamente, Vidas sombrías . Ese mismo año, a partir de abril, empezó a publicar por entregas Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox , que apareció al año siguiente en forma de libro. En 1902 publicó Camino de perfección , primera entrega de la trilogía “La vida fantástica”. La novela despertó un amplio interés general, del que Baroja se hace eco en sus memorias con este escueto comentario: “A algunos les gustó este libro, y otros, en cambio, encontraron que valía poco”. En 1904, con la trilogía “La lucha por la vida”, le llegó la consagración definitiva. La carrera literaria de Baroja se prolongó más de cincuenta años, en los cuales tocó todos los géneros: periodismo, cuentos, ensayos, crónicas, teatro, memorias y, por supuesto, novelas, en número superior a sesenta. Sin embargo, a lo largo de esta dilatada carrera, su estilo apenas evolucionó. Juan Benet le reprochaba la intemporalidad de su esfuerzo, su empecinada ceguera ante los cambios vertiginosos que a lo largo de su vida barrieron el panorama narrativo.
Pero entre su juventud y su madurez, vio pasar el modernismo, el simbolismo, el dadaísmo, el surrealismo sin que su pluma conociera el más ligero estremecimiento; vio pasar a Proust, a Gide, a Joyce, a Mann, a Kafka, por no decir a Bretón, a Céline, a Forster, a todos los americanos de entreguerras, la generación perdida, la literatura de la revolución, sin levantar la cabeza a su paso, obediente al gesto del retrato que de él hiciera Vázquez Díaz, escribiendo junto a una ventana.
La acusación es cierta, pero sólo en parte. Un escritor, como había de demostrar el propio Benet, sólo puede evolucionar a partir de sí mismo, pero es casi imposible que asimile la enseñanza de otro escritor, especialmente si tal cosa supone una ruptura con su estilo. El propio Baroja así lo intuyó cuando dijo: “La mayoría de los escritores que a mí me han interesado me han dado la impresión de que desde su primera obra no han variado… Yo supongo que en literatura no se aprende nada, y que lo que se aprende vale poco”.
Pío Baroja, en sus memorias, dice haber sentido la vocación de escritor en su época de estudiante en la Facultad de Medicina de Madrid, y no hay razón alguna para desconfiar de esta afirmación. Pero en otros pasajes de las memorias, y en numerosos escritos de carácter autobiográfico, se refiere con cariño a las lecturas que en la infancia habían hecho llevadero el tedio de la larga temporada vivida en Pamplona: los relatos fantásticos de Mayne Reid, Julio Verne, Rider Haggard, Stevenson y Poe. No parece erróneo afirmar que la vocación y, sobre todo, la identidad literaria de Baroja se originaron y consolidaron de un modo definitivo en esta etapa infantil. No hay duda de que Baroja fue siempre un escritor influido por las novelas de acción y aventuras, más pendiente del lance que de los personajes que lo viven o de sus causas profundas. En muchas de sus novelas, como afirma Alberich refiriéndose a las Memorias de un hombre de acción , “pasan demasiadas cosas y pasan precipitadamente. El autor, sin duda, se abstiene de dar sentido a todos estos hechos, y es al lector a quien toca deducir algo, si es que puede, de ese espectáculo que se desarrolla rápidamente ante su vista”. Con todo, esta referencia a las lecturas infantiles no debe llevarnos a engaño. Las novelas de Julio Verne o de Rider Haggard están escritas en una prosa tan ampulosa y retórica como la de otras novelas contemporáneas para adultos. No es éste el caso de Pío Baroja, que sometió esta retórica a un ataque vandálico, y si bien creó un lenguaje dinámico, casi cinematográfico, lo hizo por una vía propia, no mimética. No se trata tamo de que Baroja haya escrito novelas de acción, que sí las escribió, sino de que abordaba todas sus novelas con la actitud de un hombre de acción.
Baroja fue toda su vida un gran lector y en sus escritos autobiográficos abundan los comentarios sobre otros escritores. No son, en rigor, comentarios muy profundos y si algo enseñan, es más sobre Baroja que sobre los autores comentados.
En su olimpo particular coloca a Dickens, a Dostoievski, a Tolstoi, a Balzac y a Stendhal. No es una mala selección, y si entre sus favoritos no figuran algunos nombres imprescindibles, como le reprochaba Juan Benet, tampoco encontramos en su catálogo ninguno que hoy resulte anticuado. Por supuesto, tenía sus fobias: consideraba a Flaubert “premioso y pesado”, y soporífero a Proust. De Cervantes habla a menudo, pero da la impresión de que su Cervantes es distinto del nuestro, como sucede siempre ante la peculiar visión de Cervantes y el Quijote en la generación del 98. A Valle-Inclán, sin duda el más ilustre de sus contemporáneos, lo admiraba como escritor, pero lo consideraba un tarambana y un charlatán. Es interesante, a este propósito, la anécdota que Baroja relata en sus Memorias, y en la que los dos escritores aparecen retratados con bastante precisión.
Una madrugada, a eso de las dos o las tres, íbamos los dos [Baroja y Valle-Inclán] por la calle de Alcalá.
Al pasar por delante de un establecimiento que se llamaba el Palacio del Billar, donde se instaló más tarde el café llamado Lyon d'Or, vimos un hombre que se presentó de repente de espaldas en la puerta y que se derrumbó a pocos pasos de nosotros, quedando en el suelo. Inmediatamente apareció otro hombre con una navaja en la mano, que cruzó la acera y se quedó inmóvil en el arroyo con el arma en la mano.
La luz del arco voltaico de la calle le daba de lleno, se le veía lívido y temblando de terror. En el momento se le acercaron dos guardias de Orden Público, que salieron como por ensalmo, desenvainaron los sables y se acercaron al matador con aire decidido. El tipo de la navaja, matón cobarde, temblando de miedo, tiró el arma al suelo y se dejó atar.
A continuación se lo llevaron detenido, sin que opusiera la menor resistencia. Todo esto transcurrió en cinco minutos lo más.
El hombre que había caído en la acera estaba muerto, no ocurrió otra cosa.
Al parecer, Valle-Inclán urdió una novela en la que él desempeñaba como siempre el papel de héroe.
Ningún lector de Baroja dejará de reconocer con alborozo los anacolutos del tercer párrafo ni el detalle de la luz del arco voltaico que da de lleno al homicida. Pero seguramente lo más curioso del relato es la actitud de Baroja frente a la supuesta imaginación literaria de Valle-Inclán. Al leer lo que antecede uno tiene la impresión de que Baroja reprobaba el acto de imaginación mediante el cual un escritor, a partir de un suceso, crea otro, no tanto falso, cuanto transformado para hacerlo perceptible a la imaginación del lector y darle, en este sentido, un valor universal. En cambio, de Azorín, íntimo amigo de Baroja, dejó dicho: “Azorín está muy bien, pero es muy poco novelista. No le gusta el misterio ni lo dramático, huye de todo ello, y parece que su ideal es lo estático y la desilusión de la vida ante una luz clara”. Azorín, por su parte, pensaba esto de las novelas de Baroja: “No hay en todo el libro ni comienzo, ni apogeo, ni desenlace, ni concierto, ni método”. Estas opiniones encontradas de dos escritores muy próximos resultan útiles para enmarcar la peculiaridad del estilo barojiano. De hecho, Azorín llevaba razón en su crítica, pero pecaba de academicismo. Hay novelas que constan de planteamiento, nudo y desenlace, como prescriben los cánones, y otras que no. No se trata de una cuestión formal, sino de lógica interna. En una novela canónica, por así decir, el final es parte esencial del relato, explica lo sucedido, le da sentido y hasta cierto punto justifica la novela. A esta categoría pertenecen Crimen y castigo , Grandes esperanzas o Rojo y Negro . Otras novelas, por el contrario, discurren con organización, pero sin estructura, y su terminación tiene algo de arbitrario y a veces de artificial. Es el caso, por seguir con ejemplos ilustres, de Guerra y Paz , Papeles postumos del Club Pickwick , La cartuja de Parma , y, si mucho se me apura, del Quijote : que en un momento de su periplo don Quijote perciba su propia locura, poco o nada añade al personaje ni a sus andanzas y sólo propone al lector una conclusión a la que éste ya debería haber llegado por su cuenta, y de la que por muchas razones bien podría disentir. Son, en suma, novelas abiertas.
No hace falta decir a cuál de estas dos categorías pertenecen los relatos de Baroja. Por supuesto, el convencimiento del autor era muy otro: casi todas las novelas de Baroja llevan a un final de carácter didáctico, invariablemente desesperanzado. Pero se trata de una convención literaria que el lector pasa por alto; de un empeño de Baroja, que era el peor crítico de su propia obra. En realidad, muchas novelas de Baroja no sólo carecen de desenlace, sino que suelen carecer de nudo y a veces carecen incluso de principio. Hay novelas de Baroja que empiezan a medio relato, de tal modo que el lector poco avisado tiene la impresión de haber caído por inadvertencia en la segunda o tercera parte de una trilogía. Otras veces, el mismo lector empieza a leer una trilogía por la segunda o la tercera entrega y no se percata de ello. Hay novelas con varios principios sucesivos: el encuentro de un manuscrito que narra las aventuras de un viajero que se encuentra con alguien que le refiere la historia de su vida o la de un tercero. A este escalonamiento de tramas pueden agregarse fragmentos de diario o correspondencia y en cualquier momento un personaje puede pronunciar un discurso o dar una conferencia que da al traste con el decurso de la historia inicial o poco menos. Tampoco es raro que el primer protagonista, a medio relato, tenga un encuentro con el autor del manuscrito encontrado o con el destinatario de las cartas.