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De este modo la acción va cambiando de dirección, como un tren que al dictado de un guardagujas extravagante y travieso fuera recorriendo toda la vía férrea sin origen ni final.

Pero si Baroja reprobaba la falta de dramatismo de Azorín y la inventiva de Valle-Inclán, ¿qué creía estar haciendo un autor que proclamaba la pasión de escribir y un correlativo desdén por la Literatura en general?

EL HOMBRE MALO DE ITZEA

Todo escritor es por definición un individuo marginal, pero da la impresión de que Pío Baroja se sintió más marginal de lo que es habitual en estos casos. Como ya hemos visto, Baroja fue desde el punto de vista social, un desclasado. Así se consideró a sí mismo, y con razón, si aceptamos las reglas de este juego. Pertenecía a la burguesía, pero la personalidad y conducta pintorescas de su padre y los avatares de la fortuna mantuvieron a la familia Baroja en una especie de extrañamiento respecto del sector social que les habría correspondido. El propio Baroja se lamentaba con frecuencia de haber encontrado las puertas cerradas cada vez que en su juventud acudió en busca de ayuda a quienes deberían habérsela brindado por solidaridad de clase. Tal vez por esta razón buscó refugio inicialmente en signos de identidad tan peregrinos como la raza vasca. Para nosotros, sus consideraciones sobre la raza y la genealogía, por más que todavía hoy perduren en algunas ideologías atrabiliarias y entre algunos miembros de la aristocracia más apelillada, no revestirían el menor interés si Baroja en sus Memorias no les dedicara casi dos volúmenes.

Ante todo, no creo que haya que dar a esta manía mayor importancia que la que tiene. Cuando él las formuló, sus ideas sobre la raza, que hoy nos parecen, no ya disparatadas, sino siniestras, sólo eran vagas teorías, cuyas consecuencias tal vez se podían prever, pero difícilmente se podían imaginar. En muchos casos, y siguiendo fórmulas propias de la época, Baroja utilizaba el factor racial como un mero elemento descriptivo. Así, en el célebre episodio de la rusa, que el lector encontrará en la antología, Baroja atribuye a la braquicefalia de la raza eslava un carácter inseguro y voluble, y cita una teoría sobre la inferioridad de los braquicéfalos de dudosa solidez científica. Tampoco se trata de minimizar los prejuicios por el simple hecho de estar generalizados. De lo que se trata ahora no es tanto de valorar éticamente su actitud como de ver en ella una característica de su persona que puede arrojar luz sobre el escritor. Lo más probable es que en Madrid, donde quería hacerse un lugar, pero donde había de ejercer al mismo tiempo de intelectual y panadero, forzara algunos rasgos más o menos genuinos de la identidad vasca (cierta brusquedad en el hablar, la boina y media docena de frases en euskera) para compensar su apariencia anodina y su natural timidez y para dar realce a su persona. Más adelante, de regreso al País Vasco, adoptó una personalidad opuesta: la del veraneante cosmopolita o la de quien, habiendo triunfado en la metrópoli, regresa a su lugar de origen convertido en un objeto de interés local. Una pequeña farsa innecesaria, fruto de su doble temor a no ser admitido en ningún círculo y a verse comprometido por las normas de ese mismo círculo si lograba entrar en él, como le ocurría también con las mujeres. Este mismo desclasamiento, real o deliberado, según se mire, se da también en la obra literaria de Baroja. Quiso ser escritor por encima de todo, pero siempre fue consciente de su exigua formación intelectual, de su escasa experiencia vital y de su disociación con respecto al lenguaje. Lo primero lo resolvió poniendo en boca de sus personajes opiniones concluyentes que en el contexto de la narración podían pasar por ideas. Su falta de vivencias personales las suplió echando mano de historias ajenas. Con el lenguaje hizo una operación más complicada. Seguramente Baroja no era bilingüe funcional, pero no hay duda de que adquirió al mismo tiempo la percepción lingüística de las dos lenguas, la castellana y la vasca. Su padre tenía con respecto a esta última una actitud militante. Ya he dicho que había traducido poesía y zarzuelas del castellano al euskera. En la familia se hablaba castellano, al igual que en su entorno, y el castellano fue su lengua de cultura, pero la presencia, siquiera marginal, de otra lengua, está siempre presente en su estilo.

Tal vez de resultas de ello, nunca tuvo del castellano una posesión legítima. O tal vez sintió con respecto a la herramienta de su trabajo un genuino desapego que, por otra parte, se avenía con su carácter bronco y duro, poco propenso a los florilegios. Pero el hecho cierto es que Baroja, por decisión o por hacer de la necesidad virtud, entró a saco en el lenguaje literario de su tiempo y lo transformó de un modo tan radical que hoy en día el estilo barojiano nos parece perfectamente natural, y a quien lo inventó se le tacha de descuidado.

Por supuesto, en su época pocos veían en la escritura de Baroja un estilo. Los más pensaban que no tenía ningún estilo, y unos pocos, que escribía como un salvaje. En un artículo aparecido en 1916, que en su día, según parece, preocupó e incluso dolió mucho a Baroja, Ortega y Gasset le reprochaba el uso de “vocablos ineptos para la plástica literaria”. No tanto escandalizado como perplejo por la desfachatez y el desgaire de la prosa barojiana, Ortega le censuraba el empleo constante de “palabras de este linaje canalla, estúpido, imbécil, repugnante, que tienen significado tan poco concreto, y por otro lado, tan fuertes, tan duras, tan excesivas, que no permiten claroscuro, entonación, perspectiva ni matiz”. No andaba del todo desencaminado Ortega. Baroja procedía de la periferia de la lengua, y no sentía ninguna veneración por lo que Ortega denominaba “la plástica literaria”. Pero el desaliño de Baroja no proviene de escribir deprisa y sin pensarlo que generalmente lleva al uso sistemático de estereotipos retóricos, sino de quien echa mano de la palabra que a su juicio resulta más adecuada a su intención, sea cual sea lo que también Ortega llama su “linaje”. Sin embargo, son precisamente estos “vocablos ineptos”, salvados por su misma vulgaridad del desgaste de la retórica refitolera (contra la que el propio Ortega no estaba del todo inmunizado), los que resultan hoy de una gran eficacia descriptiva y de una notable modernidad. “Julio le presentó a un sainetero, un hombre estúpido, fúnebre.” “Todo en el pueblo es seco, polvoriento, ardoroso y requemado.” “Puede afirmarse -había dicho Ortega en el artículo citado- que Baroja no escribe como artista, sino como podría organizar una familia, poner una bomba, tomar bicarbonato o aherrojarse en la Trapa.” Es una lástima que Baroja, por vanidad o por inseguridad, no supiera calibrar lo que de elogio encerraba este juicio displicente. Es probable que ni el propio Baroja se percatara de que estaba poniendo los fundamentos a un modo de narrar que pasando por Hemingway y hasta llegar a Raymond Carver iba a marcar la novela del siglo XX.

De lo dicho no debe inferirse que la reiterada recriminación de desaliño que se le hace a Baroja sea errónea o inexacta. Ciertamente Baroja incurre a menudo en errores sintácticos de bulto, casi infantiles, reprobables en la medida en que perturban la lectura e incumplen el principio tantas veces propugnado por Baroja de que la escritura debe ser transparente, un mero vehículo del relato, y no algo que se interponga entre el lector y la trama. También incurre en repeticiones, divagaciones y extravíos, durante los cuales da la impresión de haber perdido el hilo del relato o no saber cómo continuarlo, sin detener por eso la mano ni tomarse luego la molestia de suprimir o corregir los fragmentos innecesarios. Ignoro si Baroja corregía o no sus escritos y en qué consistían las correcciones. Sería muy interesante saber si el desaliño formal era fruto de la desidia y la prisa o si, por el contrario, era el fruto de una cierta y quizá caótica depuración. O si, como es probable, era fruto de ambas cosas a la vez. También es cierto, y más grave, que el estilo negligente de Baroja, que resulta tan eficaz para la descripción y la acción, para lo próximo y lo inmediato, resulta en cambio inoperante a la hora de profundizar o de reflexionar. Tal como le reprochaba Alberich en el comentario citado, los personajes barojianos son creíbles cuando están en movimiento; en cuanto se detienen a pensar o a explicarse, se vuelven premiosos, parecen estar recitando una lección aprendida y pierden verosimilitud. Adelantándose a su tiempo, el estilo de Baroja es más cinematográfico que literario. Pero casi siempre es vigoroso, preciso, económico, y de una viveza plástica ejemplar, como en esta descarnada descripción:

Madrid, cubierto de nieve, estaba deshabitado; la plaza de Oriente tenía un aspecto irreal, de algo como una decoración de teatro; los reyes de piedra mostraban hermosos mantos blancos; la estatua del centro de la plaza se destacaba gallardamente sobre el cielo gris. Desde el Viaducto veíanse extensiones blancas. Hacia Madrid, un amontonamiento de casas amarillentas y de tejados negros, de torres perfiladas en el cielo lactescente, enrojecido por una irradiación luminosa.

Desde allá se veía todo el campo blanco por la nieve, las obscuras arboledas de la Casa de Campo y los cerros redondos erizados de pinos negros. El sol se presentaba pálido en el cielo plomizo. Al ras de la tierra, hacia el lado de Villaverde, resplandecía un trozo de cielo azul, limpio, entre brumas rosadas. Reinaba un profundo silencio; sólo el silbido estridente de las locomotoras y los martillazos en los talleres de la estación del Norte turbaban aquella calma. Los pasos resonaban en el suelo.

Si en términos generales el desaliño estilístico es innegable, poco se puede decir en defensa de la estructura de los libros de Baroja, tanto los narrativos como los de crónicas o memorias. En estos últimos, el desorden y el descuido resultan enojosos. Las reiteraciones serían perdonables; no así los sucesos que quedan interrumpidos irreversiblemente, lo que debería constar y se ha omitido, no tanto por discreción o secretismo como por negligencia, por desconsideración hacia la obra y en definitiva hacia el lector. Volviendo a una de las historias ya comentadas, a saber, la vaga relación sentimental establecida en el hotel de Roma con la solitaria dama de Nápoles, es inadmisible que tras la precipitada fuga de Baroja no se nos ofrezca luego noticia de las consecuencias de esta decisión en el ánimo de su autor (vergüenza, alivio, pesadumbre o lo que sea), no tanto por afán de conocimiento, sino porque el silencio frustra las legítimas expectativas que un relato de este tipo despierta en quien lo lee. Como buen lector, Baroja debía de saber que la literatura se mueve por convenciones y que estas convenciones se pueden alterar y subvertir, pero no orillar como por despiste. Con las novelas ocurre lo mismo, pero el efecto es otro. Lo que en las crónicas es simple y brutal amputación, en las novelas es elipsis. Y si a veces esta elipsis también irrita, la irritación viene compensada por el toque de modernidad que imprime a los relatos y al que ya me he referido anteriormente.

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