Cuando Juan Benet lo visitó en su casa de la calle de Alarcón, hacia finales de 1946, Pío Baroja ya era un viejo, o al menos así lo vio Juan Benet, que por entonces contaba veinte años de edad. Por supuesto, la impresión del joven Benet no era desacertada. A partir de su regreso a Madrid después de la guerra civil, Pío Baroja había renunciado a todo cuanto no fuera sobrevivir material y espiritualmente sin demasiados sobresaltos. A todos los efectos, su imagen pública, incluido su aspecto físico, se había achicado y, de resultas de ello, también se había encogido su propia biografía. A finales de la década de los cuarenta, Pío Baroja era un vejete menudo, descorazonado, friolero y cascarrabias. Había nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872, había ejercido brevemente la medicina, había regentado largos años una panadería, había pasado algunas temporadas en París y había publicado la mayor parte de su ingente obra. Ahora vivía sumido en un confortable pesimismo. A Juan Benet le sorprendía la actitud tozudamente negativa en que Baroja parecía haberse refugiado, una actitud que Benet ejemplifica con esta anécdota: en cierta ocasión acudió un periodista a la casa de la calle de Alarcón a entrevistar a don Pío, y éste, en lugar de responder a sus preguntas con las respuestas al uso, lo abrumaba con sus quejas.
A medida que se sucedían las preguntas -cuenta Benet-, las respuestas no podían ser más desconsoladoras. Don Pío se quejaba de su mucha edad, de su falta de interés por las cosas, del precio del carbón, del frío que pasaba, del insomnio que padecía, del poco entusiasmo que le inspiraba la calle, de lo dura que era una existencia que a su edad le obligaba a seguir escribiendo para ganarse el sustento. Finalmente, buscando siquiera un rayo de luz en medio de aquella oscuridad, al periodista se le ocurrió decir: “Pero a fin de cuentas… en general se encuentra usted bien, ¿no es así?”. “No, señor fue la terrible respuesta del viejo, en general me encuentro mal, bastante mal. Pero me da lo mismo encontrarme bien que encontrarme mal.”
Es curioso cómo Baroja había asumido su propio personaje, por no decir su propia caricatura, con efectos retroactivos, hasta el extremo de parecer que durante toda su vida se había mantenido al margen de las terribles convulsiones de su tiempo y había evitado las no menos terribles peripecias personales de sus contemporáneos. Muchos años más tarde, al redactar sus recuerdos de aquel tiempo, Benet rememoraba, subyugado y repelido, aquella “tertulia anacrónica, envuelta en una luz tibia y opalescente, en la que -maldición de todos los inmortales que por no tener a nadie por encima ni misterios que resolver ni ciencia que hacer progresar ni cuentas que saldar, la mayor parte del tiempo sólo hablando de asuntos del barrio- todo había sido dicho más de una vez”. A esta figura compacta, remota, arriscada, el mismo Baroja iba a echarle el cerrojo definitivo de su descomunal autobiografía que, en forma de memorias, empezó a publicar en 1944 y que se extiende a lo largo de siete entregas o volúmenes. El que alguien dedique siete volúmenes a cimentar su propia insignificancia es una de las contradicciones del personaje, pero no la única.
La autobiografía de Baroja es un documento esencial para conocer a su autor y también para malinterpretarlo, en primer lugar porque todo lo que en ella nos cuenta Baroja está filtrado por la visión del viejo quejumbroso que pasa revista a los hechos con la perspectiva de los años y la lente deformante de quien, a la vista de un resultado aciago, no puede por menos de ver en todos los sucesos precedentes un mal augurio cuando no un mal paso. Y, en segundo lugar, porque las memorias de Baroja, con todos sus defectos de estructura y de forma, sus digresiones, reiteraciones, imprecisiones y silencios, resultan en extremo convincentes, no tanto por la veracidad de lo que narran como por el implacable estilo barojiano, a cuya influencia es imposible sustraerse. De resultas de ello, y por regla general, los biógrafos de Baroja no sólo dan por válido todo lo que él dice sobre su persona y sus andanzas, sino que tienden a reproducir, esos mismos datos en el inconfundible estilo de Baroja. Esto no tendría, ni en el fondo tiene, nada de malo si no fuera porque Baroja era un manipulador nato de la realidad, y muy particularmente de su propia imagen. El que lo hiciera en forma consciente o no, es difícil de saber y, a los efectos de este libro, del todo irrelevante.
INFANCIA, JUVENTUD, VEJEZ
En sus escritos autobiográficos, el propio Baroja nos ofrece algunas claves de su artificio. Las memorias relatan con cierto detalle su infancia y lo que podríamos llamar sus años de aprendizaje, para sumergirse luego en un magma de anécdotas y opiniones dispersas que bien poco tienen que ver con el devenir de la existencia de Baroja, como si considerase que del largo período de la madurez sólo tiene importancia su producción literaria, y de ella nada hubiera que decir, puesto que son los textos los que han de hablar por sí mismos y no su autor quien debe explicarlos, un razonamiento, a mi modo de ver, que sólo es correcto a medias. En efecto, esta actitud y el tópico colateral según el cual un novelista vive la vida de sus personajes antes que la propia, carecen de fundamento y sólo inducen a error. Un error doble, pues en general un narrador no vive en el mundo ficticio de sus criaturas precisamente su oficio le permite distinguir mejor que al común de las personas la diferencia que media entre lo real y lo imaginario, y aun cuando extraiga de sus propias vivencias los elementos que componen sus relatos, dichas vivencias pierden, en el proceso de transformación, su sentido original, por lo que no hay forma más absurda de leer que rastrear en los sucesos narrados o en los personajes descritos, trasuntos de la vida del autor. Si alguna pista ofrece un texto de ficción acerca de la persona que lo inventó es en el proceso de transformación de una anécdota propia o ajena en material literario. En este sentido, la clave de la personalidad de Baroja habría que buscarla en su más patente contradicción: la de ofrecer al mundo la imagen de un individuo casi inexistente, dedicado únicamente a la tarea de escribir libro tras libro en una mesa camilla y, al mismo tiempo, pretender ser confundido con los hombres de acción cuyas trepidantes aventuras nos relata, o con los caballeros filosóficos y mundanos que pasean su desencanto por todas las capitales lluviosas de la Europa de entreguerras. Probablemente Baroja soñó con ser ambas cosas, pero algo se lo impidió. Quizá su temperamento; quizá las circunstancias; quizá la ingente tarea que él mismo se había impuesto.
Pío Baroja y Nessi nació en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872. Era el menor de tres hermanos varones -su hermana Carmen nacería en 1883, cuando Pío contaba once años de edad- y, según su propia percepción, el menos agraciado. “En mi casa -contará luego- los tres hermanos éramos bastante diferentes física y moralmente. Mi hermano Darío era alto y rubio y aficionado ya a la literatura; mi hermano Ricardo, menos alto y con gustos artísticos, y yo, más bajo y un tanto selvático.” Como vemos, los dos mayores se llamaban respectivamente Darío y Ricardo, nombres que sugieren caracteres fuertes y empresas heroicas. Al menor le pusieron Pío Inocencio, dos nombres papales que sugieren mansedumbre. No creo que haya que dar mayor importancia a este hecho trivial y justificado por antecedentes familiares y por la fecha de nacimiento -festividad de los Santos Inocentes-, aunque no deja de ser raro un viraje onomástico tan brusco en un clan tan preocupado por las palabras y la genealogía. En cuanto a la festividad, el propio Baroja, en una entrevista concedida al Caballero Audaz hacia 1942, hacía esta curiosa mezcla de santoral y astrología:
Nací en San Sebastián el día de los Inocentes del año 72. Esto es lo que no me perdono: haber nacido en tal día. Porque no crea usted, a mí me parece que siempre hay cierta analogía entre el momento en que uno nace y el espíritu que se va a formar.
Darío, el primogénito, murió en plena juventud, lo que suele producir en las familias un vacío que la memoria colectiva llena con unos recuerdos no necesariamente rigurosos, pero siempre lisonjeros para el desaparecido. A la pena natural se une, en estos casos, un vago sentimiento de culpabilidad por parte de los supervivientes: siempre flota la idea mitológica de que los dioses reclamaron al mejor y perdonaron a quienes menos lo merecían. En cuanto a Ricardo, todo indica que era un individuo enérgico y extrovertido. En una foto juvenil aparece con cuello de pajarita, esmoquin, gabán y bombín. Su mirada es intensa, algo teatral. Parece un hombre de belleza antigua, un galán de película alemana de la época. En otra, ya de mayor, aparece en el jardín de la casa de Vera, vestido de vasco, con su sobrino Julio Caro Baroja en brazos, en actitud declamatoria. También hay fotos suyas en las que luce un flamante jipijapa. En 1931, a raíz de la proclamación de la República, en una trifulca por motivos políticos, recibió un golpe en la cabeza de resultas del cual perdió la visión del ojo derecho. Había querido ser ingeniero, como su padre, pero se amilanó ante la dificultad de estos estudios y se hizo bibliotecario, una carrera que nunca ejerció. Siempre fue aficionado a la pintura, que acabó practicando de modo inconstante. En conjunto, fue un artista de talento, costumbres bohemias, un tanto mujeriego y, en definitiva, superficial. Ya maduro se casó con una extranjera mucho más joven que él, poco agraciada físicamente, de buena posición económica. Con la imagen de estos dos tipos fuertes contrasta la de Pío. Su iconografía parece escasa. En realidad, no lo es: existen de él muchos retratos, pero tan semejantes entre sí que parecen hechos todos el mismo día. Ya de joven lucía una calva tremebunda; su bigote y su barba, “de color miel”, no experimentaron más variación que el encanecimiento, y su fisonomía (“socrática”, como la define, con bastante acierto, su sobrino Julio Caro) y su complexión cambiaron poco a lo largo de los años. Por eso resulta curioso el comentario del propio Baroja en sus memorias: “Los retratos que me han hecho a mí son muy diferentes unos de otros y parecen de distintas personas; yo no sabría decir cuál es el menos parecido”. Uno tiende a pensar que todos son idénticos y, comparados con las fotografías, irreprochables. A la hora de posar, a Baroja le sobraba la paciencia que luego le faltaba en las relaciones sociales. Juan de Echevarría, pintor famoso por su prolijidad, lo retrató varias veces. Debía de ser un modelo fácil, de rasgos poco acusados, mirada melancólica, y la paciencia ya mencionada a la hora de posar. Tal vez por esta causa, y a pesar del poco aliciente que ofrecía su imagen, en comparación con algunos de sus contemporáneos, como Valle-Inclán o Unamuno, Pío Baroja debe de ser el más retratado de su generación. Este hecho puede deberse también, además de las razones ya expuestas, a su fama temprana y persistente o a su mayor proximidad al mundo de los pintores a través de su hermano Ricardo, por cuyo taller pasaron figuras notorias.