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En este sentido, la actitud de crítica destemplada, tanto por parte de Baroja como de la mayoría de los intelectuales de su tiempo, había de resultar nefasta para España, precisamente cuando la democracia incipiente más necesitada estaba de cordura y serenidad. Por una parte es comprensible que a los idealistas del 98, que habían soñado con la regeneración de España, los terribles enfrentamientos civiles les produjeran decepción y desasosiego, que les repugnara la corrupción y el reparto de cargos y prebendas de un sistema de libertades civiles por el que habían luchado tantos años y en el que habían depositado tantas esperanzas.

Pero, por otra parte, y a la vista de los resultados, no se puede por menos de condenar lo que hay en esta actitud de impaciencia, de elitismo y, en definitiva, de irresponsabilidad. Como la mayoría de escritores y artistas, Baroja era hombre de orden. Más allá de su rebelión contra la injusticia, anhelaba la tranquilidad física y espiritual que le permitiera elucubrar y escribir. Cuando se produjo la crisis, no supo afrontarla con la necesaria entereza. Turbado y atemorizado por el espectáculo de la violencia cotidiana, por la pugna cada vez más virulenta entre la derecha y la izquierda, por la intransigencia de unos y otros, y fascinado por confusas teorías darwinianas y nietzcheanas, Baroja, como muchos hombres del 98, formados en una sociedad fuertemente jerarquizada, se dejó atraer por el mito del hombre fuerte que, según imaginaban, sabría estar por encima de los sectarismos y devolver a la sociedad la unidad y la avenencia necesarias. Cuando vieron de qué materia estaban hechos estos presuntos salvadores de la patria, ya era tarde para rectificar. Como no tenía madera de héroe, primero tuvo que huir y más tarde, claudicar y fingir, y aun esta actitud sólo le sirvió para sobrevivir en un estado próximo a la miseria moral. Ante la ruina de lo que había sido su mundo, viejo, enfermo y arruinado, trató si no de congraciarse con los vencedores de la guerra civil, al menos de no indisponerse con ellos y de ganarse el sustento sin claudicar de sus principios. En el bando franquista fue acogido con recelo, pero acabó imponiéndose el criterio de quienes veían en Baroja un colaborador tibio y poco fiable, pero sumamente útil de cara a la opinión pública europea, entre la que gozaba de cierta fama como escritor y hombre de pensamiento libre. A cambio de esta colaboración, le garantizaron su seguridad física y la de su familia y unos medios de subsistencia modestos, pero nada desdeñables en tiempos de hambre y guerra. Obligado a escribir artículos que justificaran la rebelión militar y las formas políticas que propugnaba el nuevo régimen, hizo equilibrios para redactar frases ambiguas que admitieran más de una lectura. Pero los tiempos no estaban para guiños al lector ni para juegos de palabras. Le presionaron para que se comprometiera de un modo más explícito y no quiso o no supo hacerlo. Entonces renunció a todo y regresó primero a Vera y más tarde, acabada la guerra, a Madrid para pasar allí el resto de sus días, apartado de cualquier actividad pública, salvo de los homenajes que regularmente se le hacían. Lo mejor de la inteligencia española había muerto o estaba en el exilio y había que recurrir a viejas glorias en estado de desguace para tener la sensación de que no todo había sido destrozado a cañonazos.

Así sobrevivió Baroja en los años ávidos y oscuros de la posguerra, habiendo abdicado de cualquier atisbo de ideología para defender un ideal ético estrictamente individual, suspendido en una especie de incerteza ética que sólo se justificaba por su senescencia, cada vez más irreal, una figura del pasado, un puente medio roto hacia otros tiempos duros pero más esperanzados, ahora reducidos a escombros. Había sido un león de tertulia y letra impresa y ahora sólo era un viejecito caprichoso, de quien ya no interesaban las opiniones atrabiliarias, sino las curiosidades. No tenía vicios, aunque le gustaba el vino, fumar un cigarrillo de cuando en cuando y tomarse un whisky. Era muy goloso. Escribía todas las mañanas, paseaba por las tardes y leía hasta la madrugada. Le gustaban los gatos. Y seguía publicando un promedio de dos libros al año.

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