Yo no he tenido una formación filosófica mediana ni seria. He sido un aficionado. No he leído libros de filosofía de una manera ordenada y sistemática. Lo que no he entendido de primera intención, lo he saltado. Los dos libros que he leído bastante bien y han influido profundamente en mí han sido El mundo como voluntad y representación , de Schopenhauer, y la Introducción al estudio de la medicina experimental , de Claudio Bernard.
No es fácil saber si fue la lectura de Schopenhauer lo que impulsó a Baroja a abrazar el pesimismo que le acompañó toda su vida o si fue su predisposición al pesimismo lo que le hizo encontrar la formulación puntual de sus convencimientos en los escritos de un hombre que consideraba la existencia humana como una equivocación. Más tarde, a través de un amigo suizo llamado Paúl Schmitz, que le leía fragmentos del epistolario de Nietzsche, cayó bajo su influjo. En algunas de las novelas que escribió Baroja en aquella época aparecen las ideas de este filósofo en boca de los personajes o del propio autor. Del conocimiento superficial de Nietzsche provienen las consabidas nociones de verdad y moral, de instinto y voluntad, del triunfo del fuerte sobre el débil, etcétera. Leyendo los escritos barojianos se tiene la impresión de que estas nociones, en muchos casos, no pasan de simples enunciados vacíos de contenido, aunque no hay duda de que Baroja, más en su ideología personal que en el fondo de sus novelas, vivió deslumbrado por las teorías nietzscheanas, como tantos otros intelectuales europeos de su tiempo. También estas ideas, unidas a su natural misantropía, lo llevaron a despreciar la voluntad popular y, por consiguiente, a expresar su animadversión por el sistema parlamentario, con sus pequeñas y grandes corrupciones, su aparente ineficacia y su clientelismo. Esta animadversión era similar a la que pocos años atrás habían sentido otros intelectuales europeos, como Ibsen o Tolstoi, a los que admiraba justamente. Al igual que éstos, Baroja volcó en su obra toda su capacidad de comprensión y su piedad hacia el prójimo, mientras que en la vida real expresaba odio y desdén por las opiniones y actitudes de los seres humanos. Era la misma visión negativa del sistema democrático que empujó a no pocos intelectuales europeos hacia las soluciones totalitarias de corte fascista que prefiguraba Mussolini, y a otros muchos, hacia la dictadura del proletariado que se afianzaba en Rusia. Baroja no fue una excepción a esta regla, si bien su posición siempre fue ambigua. Detestaba, como ya he dicho, el sistema parlamentario, pero también aborrecía el autoritarismo que percibía en el socialismo extremo. Siempre pensó que si algún día ese socialismo llegaba a triunfar, impondría un Estado aún más opresivo. En cuanto al fascismo, nunca llegó a militar en sus filas, por más que expresara en sus escritos vagas simpatías por aquel sistema. En sus memorias, aparecidas, no lo olvidemos, en la década de los cuarenta, encontramos estas reflexiones:
Mussolini publicó hace años un libro sobre el fascismo en donde no se decían más que vulgaridades y se glorificaban el Estado y la guerra.
Asegura que quiere la libertad del Estado y del individuo dentro del Estado. Todo esto es pura palabrería. Si el Estado tiene libertad absoluta, esta libertad no puede ejercerla más que con relación al individuo y con frecuencia contra el individuo. El individuo aceptará con gusto un Estado que le proteja; pero un Estado que le coarte… ¿cómo lo va a aceptar con gusto? En general, la acción del Estado va contra el individuo.
Se trata, como vemos, de un pensamiento político poco elaborado, incluso algo simplón. Ante las conclusiones a que llega Baroja uno tiende a pensar que Kant, Hegel, Schopenhauer y Nietzsche son mucho equipaje para un recorrido tan corto. Pero nada nos lleva a dudar de su sinceridad. Sea como sea, si Baroja se hubiera limitado a escribir novelas en vez de empeñarse a lo largo de su vida en explicar prolijamente los fundamentos de sus pensamientos, estos devaneos filosóficos serían un elemento secundario en su obra del que sólo se ocuparían los eruditos. Pero su impenitente locuacidad y las trágicas circunstancias históricas por las que atravesó su generación han dado a esta amalgama de ideas un realce que a menudo prevalece sobre la parte sustancial de la obra barojiana.
Además de propagar sus teorías políticas verbalmente y por escrito, en 1909, cuando Pío Baroja tenía veintisiete años, hizo una breve incursión en el terreno de la política práctica presentando su candidatura en la demarcación de Fraga por el Partido Liberal que encabezaba Alejandro Lerroux. No es fácil entender los motivos que le impulsaron a ello, y en especial la decisión de hacerlo a la sombra de un personaje de tan dudosa integridad como Lerroux, de quien el propio Baroja diría luego en sus memorias: “Lerroux como hombre de pensamiento es y ha sido mediocre”. Alejandro Lerroux se había iniciado en la política procedente del periodismo al filo del siglo XX y llegó a presidir varios gobiernos de la República, con singular desacierto, al decir de muchos. Tuvo fama de político corrupto y en sus comienzos fue un demagogo exaltado que pescaba en río revuelto, fomentando todo tipo de enfrentamientos sociales. De él se ha dicho también y con cierto fundamento que fue un agente provocador, cuyo objetivo era sembrar la división entre el proletariado, desacreditar los movimientos obreros organizados y amedrentar a los nacionalistas catalanes, conservadores y católicos. Sus arengas contribuyeron a desencadenar en Barcelona la revuelta conocida como la “semana trágica”, aunque tampoco hay que exagerar el papel de Lerroux en unos movimientos populares para los que no faltaban causas reales. Pío Baroja había colaborado en el periódico fundado por Lerroux, El Radical (“un periódico… que se caía de las manos de puro aburrido”), publicando por entregas la novela César o nada . Atraído por las soflamas de Lerroux, que parecían avenirse con sus inclinaciones anarquistas, Baroja aceptó presentar su candidatura a instancias de aquél, que posiblemente se aprovechó de la inconsistencia doctrinal de Baroja para sumar a su causa el nombre de un escritor conocido del gran público. Sea como sea, la campaña electoral de Baroja debió de ser desastrosa, porque en vez de defender sus ideas, criticaba las del prójimo, por lo que los electores decidieron no votarle y abandonó la política tan bruscamente como había entrado en ella. En sus escritos autobiográficos, Baroja apenas menciona este esporádico coqueteo con el turbio mundo de la política real, y cuando lo hace, lo hace en términos despectivos:
Yo siempre me he inhibido de la política, que me ha parecido un juego sucio de compadreo. Si a veces me he asomado a ella, ha sido por curiosidad, como puede uno entrar en una taberna o en un garito. Es posible que fuera así. Como novelista, Baroja siempre procuró conocer de primera mano los ambientes físicos y morales que se proponía describir y es normal que sintiera un vivo interés por el trasfondo de la política en aquellos años turbulentos. También es posible que no guardara un recuerdo placentero de la aventura o que no se sintiera orgulloso de su actuación. Tampoco hay que olvidar que en la década de los cuarenta, cuando Baroja escribió las frases que aquí se citan, no era en modo alguno aconsejable alardear de haber militado en un partido revolucionario y junto a un político como Lerroux, que propugnaba quemar los conventos y violar a las novicias.
En realidad, desde el punto de vista de la ideología política, Baroja picoteó en todo y no fue nada. Únicamente el anarquismo, en un sentido vago, entendido a su manera, no sólo despertó sus simpatías, sino que impregnó su pensamiento y su obra de un modo genuino. No hay duda de que Baroja conocía las doctrinas de Bakunin y de Kropotkin y las ideas de Fanelli y Ravachol, de que conoció personalmente a destacados anarquistas españoles, de que tenía entre los anarquistas españoles numerosos y fervientes lectores, pero su anarquismo era más bien una actitud existencial, más próxima al individualismo a ultranza que a un proyecto social, siquiera utópico. Lo que Baroja veía en el anarquismo era, en el fondo, una sensación íntima de desarraigo del ser humano, una carencia de todo sistema de valores. Los hombres, según Baroja, “son anarquistas, no porque tengan ideas libertarias o rechacen el principio de autoridad, sino porque piensan que, en el mundo hispánico, el individuo se sustrae a ese principio. La acción individual será así tanto la muestra de la libertad como la prueba de la arbitrariedad de esa libertad”. Así, en la extraordinaria trilogía “La lucha por la vida”, el protagonista deriva hacia el anarquismo no tanto por convicción, como de resultas de una vida errante, a caballo entre el proletariado y el hampa, dos categorías que en el horizonte social de Baroja con frecuencia se entremezclan y se confunden, y no por equivocación: el proletariado urbano de la época no sólo estaba separado de la burguesía por un abismo económico, jerárquico y cultural, sino que sus condiciones de trabajo eran tan precarias que a menudo había de procurarse la subsistencia por medios poco honrados. Para el hombre y la mujer que habían de vivir en los lúgubres y malsanos sectores del bajo mundo madrileño, el estar dentro o fuera de la ley a menudo dependía más del azar que de la voluntad. Pero aunque su visión de la injusticia y su compasión por quienes la sufren fueran sinceras, no hay que olvidar que Baroja construía con ellas un mundo literario que sólo puede incidir en el mundo real en la medida en que lo describe mediante la ficción, y por consiguiente, del mismo modo que sería inexacto reconstruir la vida íntima de Baroja al margen de las fantasías que pueblan sus novelas, también sería erróneo buscar una relación directa entre su obra de creación y su pensamiento político. Pío Baroja sólo quiso ser un escritor. Ésta fue su forma de estar en el mundo, y todas las acciones que llevó a cabo fuera de este contorno respondieron a un simple deseo de experimentación, a un error de cálculo, a los imperativos de las circunstancias o a impulsos personales (vanidad, codicia, afán de notoriedad, resentimiento) que pueden ser moralmente reprobables, aunque humanos, pero que no deberían influir en la valoración del escritor.
Por supuesto, su deseo de meter la nariz en todas partes y mantenerse al margen de todos los conflictos no le podía salir bien en un país y una época dominados por la violencia y el fanatismo extremos. Tampoco supo ver que lo que para él eran indagaciones intelectuales rayanas en la extravagancia, que salían de su fantasía para regresar a ella, tenían una influencia honda e irreversible en la vida social del país.