El cielo era una inflada panza de burro colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas. El viento tibio y pegajoso barría algunas hojas sueltas y sacudía con violencia los bananos raquíticos que adornaban el frontis de la alcaldía.
Los pocos habitantes de El Idilio más un puñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín, el dentista, que mitigaba los dolores de sus pacientes mediante una curiosa suerte de anestesia oral.
– ¿Te duele? -preguntaba.
Los pacientes, aferrándose a los costados del sillón, respondían abriendo desmesuradamente los ojos y sudando a mares.
Algunos pretendían retirar de sus bocas las manos insolentes del dentista y responderle con la justa puteada, pero sus intenciones chocaban con los brazos fuertes y con la voz autoritaria del odontólogo.
– ¡Quieto, carajo! ¡Quita las manos! Ya sé que duele. ¿Y de quién es la culpa? ¿A ver? ¿Mía? ¡Del Gobierno! Métetelo bien en la mollera. El Gobierno tiene la culpa de que tengas los dientes podridos. El Gobierno es culpable de que te duela.
Los afligidos asentían entonces cerrando los ojos o con leves movimientos de cabeza.
El doctor Loachamín odiaba al Gobierno. A todos y a cualquier Gobierno. Hijo ilegítimo de un emigrante ibérico, heredó de él una tremenda bronca a todo cuanto sonara a autoridad, pero los motivos de aquel odio se le extraviaron en alguna juerga de juventud, de tal manera que sus monsergas de ácrata se transformaron en una especie de verruga moral que lo hacía simpático.
Vociferaba contra los Gobiernos de turno de la misma manera como lo hacía contra los gringos llegados a veces desde las instalaciones petroleras del Coca, impúdicos extraños que fotografiaban sin permiso las bocas abiertas de sus pacientes.
Muy cerca, la breve tripulación del Sucre cargaba racimos de banano verde y costales de café en grano.
A un costado del muelle se amontonaban las cajas de cerveza, de aguardiente Frontera, de sal, y las bombonas de gas que temprano habían desembarcado.
El Sucre zarparía en cuanto el dentista terminase de arreglar quijadas, navegaría remontando las aguas del río Nangaritza para desembocar más tarde en el Zamora, y luego de cuatro días de lenta navegación arribaría al puerto fluvial de El Dorado.
El barco, antigua caja flotante movida por la decisión de su patrón mecánico, por el esfuerzo de dos hombres fornidos que componían la tripulación y por la voluntad tísica de un viejo motor diesel, no regresaría hasta pasada la estación de las lluvias que se anunciaba en el cielo encapotado.
El doctor Rubicundo Loachamín visitaba El Idilio dos veces al año, tal como lo hacía el empleado de Correos, que raramente llevó correspondencia para algún habitante. De su maletín gastado sólo aparecían papeles oficiales destinados al alcalde, o los retratos graves y descoloridos por la humedad de los gobernantes de turno.
Las gentes esperaban la llegada del barco sin otras esperanzas que ver renovadas sus provisiones de sal, gas, cerveza y aguardiente, pero al dentista lo recibían con alivio, sobre todo los sobrevivientes de la malaria cansados de escupir restos de dentadura y deseosos de tener la boca limpia de astillas, para probarse una de las prótesis ordenadas sobre un tapete morado de indiscutible aire cardenalicio.
Despotricando contra el Gobierno, el dentista les limpiaba las encías de los últimos restos de dientes y enseguida les ordenaba hacer un buche con aguardiente.
– Bueno, veamos. ¿Cómo te va ésta?
– Me aprieta. No puedo cerrar la boca.
– ¡Joder! Qué tipos tan delicados. A ver, pruébate otra.
– Me viene suelta. Se me va a caer si estornudo.
– Y para qué te resfrías, pendejo. Abre la boca.
Y le obedecían.
Luego de probarse diferentes dentaduras encontraban la más cómoda y discutían el precio, mientras el dentista desinfectaba las restantes sumergiéndolas en una marmita con cloro hervido.
El sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín era toda una institución para los habitantes de las riberas de los ríos Zamora, Yacuambi y Nangaritza.
En realidad, se trataba de un antiguo sillón de barbero con el pedestal y los bordes esmaltados de blanco. El sillón portátil precisaba de la fortaleza del patrón y de los tripulantes del Sucre para alzarlo, y se asentaba apernado sobre una tarima de un metro cuadrado que el dentista llamaba «la consulta».
– En la consulta mando yo, carajo. Aquí se hace lo que yo digo. Cuando baje pueden llamarme sacamuelas, hurgahocicos, palpalenguas, o como se les antoje, y hasta es posible que les acepte un trago.
Quienes esperaban turno mostraban caras de padecimiento extremo, y los que pasaban por las pinzas extractoras tampoco tenían mejor semblante.
Los únicos personajes sonrientes en las cercanías de la consulta eran los jíbaros mirando acuclillados.
Los jíbaros. Indígenas rechazados por su propio pueblo, el shuar, por considerarlos envilecidos y degenerados con las costumbres de los «apaches», de los blancos.
Los jíbaros, vestidos con harapos de blanco, aceptaban sin protestas el mote-nombre endilgado por los conquistadores españoles.
Había una enorme diferencia entre un shuar altivo y orgulloso, conocedor de las secretas regiones amazónicas, y un jíbaro, como los que se reunían en el muelle de El Idilio esperando por un resto de alcohol.
Los jíbaros sonreían mostrando sus dientes puntudos, afilados con piedras de río.
– ¿Y ustedes? ¿Qué diablos miran? Algún día van a caer en mis manos, macacos -los amenazaba el dentista.
Al sentirse aludidos los jíbaros respondían dichosos.
– Jíbaro buenos dientes teniendo. Jíbaro mucha carne de mono comiendo.
A veces, un paciente lanzaba un alarido que espantaba los pájaros, y alejaba las pinzas de un manotazo llevando la mano libre hasta la empuñadura del machete.
– Compórtate como hombre, cojudo. Ya sé que duele y te he dicho de quién es la culpa. ¡Qué me vienes a mí con bravatas! Siéntate tranquilo y demuestra que tienes bien puestos los huevos.
– Es que me está sacando el alma, doctor. Déjeme echar un trago primero.
El dentista suspiró luego de atender al último sufriente. Envolvió las prótesis que no encontraron interesados en el tapete cardenalicio, y mientras desinfectaba los instrumentos vio pasar la canoa de un shuar.
El indígena remaba parejo, de pie, en la popa de la delgada embarcación. Al llegar junto al Sucre dio un par de paletadas que lo pegaron al barco.
Por la borda asomó la figura aburrida del patrón. El shuar le explicaba algo gesticulando con todo el cuerpo y escupiendo constantemente.
El dentista terminó de secar los instrumentos y los acomodó en un estuche de cuero. Enseguida tomó el recipiente con los dientes sacados y los arrojó al agua.
El patrón y el shuar pasaron por su lado rumbo a la alcaldía.
– Tenemos que esperar, doctor. Traen a un gringo muerto.
No le agradó la nueva. El Sucre era un armatoste incómodo, sobre todo durante los viajes de regreso, recargado de banano verde y café tardío, semipodrido, en los costales.
Si se largaba a llover antes de tiempo, cosa que al parecer ocurriría ya que el barco navegaba con una semana de retraso a causa de diversas averías, entonces debían cobijar carga, pasajeros y tripulación bajo una lona, sin espacio para colgar las hamacas, y si a todo ello se sumaba un muerto el viaje sería doblemente incómodo.
El dentista ayudó a subir a bordo el sillón portátil y enseguida caminó hasta un extremo del muelle. Ahí lo esperaba Antonio José Bolívar Proaño, un viejo de cuerpo correoso al que parecía no importarle el cargar con tanto nombre de prócer.
– ¿Todavía no te mueres, Antonio José Bolívar?
Antes de responder, el viejo se olió los sobacos.
– Parece que no. Todavía no apesto. ¿Y usted?
– ¿Cómo van tus dientes?
– Aquí los tengo -respondió el viejo, llevándose una mano al bolsillo. Desenvolvió un pañuelo descolorido y le enseñó la prótesis.
– ¿Y por qué no los usas, viejo necio?
– Ahorita me los pongo. No estaba ni comiendo ni hablando. ¿Para qué gastarlos entonces?
El viejo se acomodó la dentadura, chasqueó la lengua, escupió generosamente y le ofreció la botella de Frontera.
– Venga. Creo que me gané un trago.
– Vaya que sí. Hoy día sacó veintisiete dientes enteros y un montón de pedazos, pero no superó la marca.
– ¿Siempre me llevas la cuenta?
– Para eso son los amigos. Para celebrar las gracias del otro. Antes era mejor, ¿no le parece?, cuando todavía llegaban colonos jóvenes. ¿Se acuerda del montuvio aquel, ese que se dejó sacar todos los dientes para ganar una apuesta?
El doctor Rubicundo Loachamín ladeó la cabeza para ordenar los recuerdos, y así llegó la imagen del hombre, no muy joven y vestido a la manera montuvia. Todo de blanco, descalzo, pero con espuelas de plata.
El montuvio llegó hasta la consulta acompañado de una veintena de individuos, todos muy borrachos. Eran buscadores de oro sin recodo fijo. Peregrinos, los llamaban las gentes, y no les importaba si el oro lo encontraban en los ríos o en las alforjas del prójimo. El montuvio se dejó caer en el sillón y lo miró con expresión estúpida. -Tú dirás.
– Me los saca toditos. De uno en uno, y me los va poniendo aquí, sobre la mesa. -Abre la boca.
El hombre obedeció, y el dentista comprobó que junto a las ruinas molares le quedaban muchos dientes, algunos picados y otros enteros.
– Te queda un buen puñado. ¿Tienes dinero para tantas extracciones?
El hombre abandonó la expresión estúpida. -El caso es, doctor, que los amigos aquí presentes no me creen cuando les digo que soy muy macho. El caso es que les he dicho que me dejo sacar todos los dientes, uno por uno y sin quejarme. El caso es que apostamos, y usted y yo nos iremos a medias con las ganancias.
– Al segundo que te saquen vas a estar cagado y llamando a tu mamacita -gritó uno del grupo y los demás lo apoyaron con sonoras carcajadas.
– Mejor te vas a echar otros tragos y te lo piensas. Yo no me presto para cojudeces -dijo el dentista.
– El caso es, doctor, que, si usted no me permite ganar la apuesta, le corto la cabeza con esto que me acompaña.
Al montuvio le brillaron los ojos mientras acariciaba la empuñadura del machete.
De tal manera que corrió la apuesta.