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Capítulo octavo

El resto de la tarde lo ocuparon con los muertos.

Los envolvieron en la hamaca de Miranda, frente a frente, para evitarles entrar a la eternidad como extraños, luego cosieron la mortaja y le ataron cuatro grandes piedras a las puntas.

Arrastraron el bulto hasta una ciénaga cercana, lo alzaron, lo mecieron tomando impulso y lo lanzaron entre los juncos y rosas de pantano. El bulto se hundió entre gorgoteos, arrastrando vegetales y sorprendidos sapos en su descenso.

Regresaron al puesto cuando la oscuridad se adueñó de la selva y el gordo dispuso las guardias.

Dos hombres se mantendrían en vela, para ser relevados a las cuatro horas por el otro par. El dormiría sin interrupciones hasta el amanecer.

Antes de dormir cocinaron arroz con lonjas de banano, y luego de cenar Antonio José Bolívar limpió su dentadura postiza antes de guardarla en el pañuelo. Sus acompañantes le vieron dudar un momento, y se sorprendieron al verlo acomodándose la placa nuevamente.

Como formaba parte del primer turno, el viejo se apropió de la lámpara de carburo.

Su compañero de vigilia lo miraba, perplejo, recorrer con la lupa los signos ordenados en el libro.

– ¿Verdad que sabes leer, compadre?

– Algo.

– ¿Y qué estás leyendo?

– Una novela. Pero quédate callado. Si hablas se mueve la llama, y a mí se me mueven las letras.

El otro se alejó para no estorbar, mas era tal la atención que el viejo dispensaba al libro, que no soportó quedar al margen.

– ¿De qué trata?

– Del amor.

Ante la respuesta del viejo, el otro se acercó con renovado interés.

– No jodas. ¿Con hembras ricas, calentonas?

El viejo cerró de sopetón el libro haciendo vacilar la llama de la lámpara.

– No. Se trata del otro amor. Del que duele.

El hombre se sintió decepcionado. Encogió los hombros y se alejó. Con ostentación se echó un largo trago, encendió un cigarro y comenzó a afilar la hoja del machete.

Pasada la piedra, escupía sobre el metal, repasaba y medía el filo con la yema de un dedo.

El viejo seguía en lo suyo, sin dejarse importunar por el ruido áspero de la piedra contra el acero, musitando palabras como si rezara.

– Anda, lee un poquito más alto.

– ¿En serio? ¿Te interesa? -Vaya que sí. Una vez fui al cine, en Loja, y vi una película mexicana, de amor. Para qué le cuento, compadre. La de lágrimas que solté.

– Entonces, tengo que leerte desde el comienzo, para que sepas quiénes son los buenos y quiénes los malos.

Antonio José Bolívar regresó a la primera página del libro. La había leído varias veces y se la sabía de memoria.

«Paul la besó ardorosamente en tanto el gondolero, cómplice de las aventuras de su amigo, simulaba mirar en otra dirección, y la góndola, provista de mullidos cojines, se deslizaba apaciblemente por los canales venecianos.»

– No tan rápido, compadre -dijo una voz. El viejo levantó la vista. Lo rodeaban los tres hombres. El alcalde reposaba alejado, tendido sobre un hato de costales.

– Hay palabras que no conozco -señaló el que había hablado.

– ¿Tú las entiendes todas? -preguntó otro. El viejo se entregó entonces a una explicación, a su manera, de los términos desconocidos.

Lo de gondolero, góndola, y aquello de besar ardorosamente quedó semiaclarado tras un par de horas de intercambio de opiniones salpicadas de anécdotas picantes. Pero el misterio de una ciudad en la que las gentes precisaban de botes para moverse no lo entendían de ninguna manera.

– Vaya uno a saber si no tendrán mucha lluvia.

– O ríos que se salen de madre.

– Han de vivir más mojados que nosotros.

– Imagínese. Uno se echa sus tragos, se le ocurre salir a desaguar fuera de casa, ¿y qué ve? A los vecinos mirándolo con caras de pescado.

Los hombres reían, fumaban, bebían. El alcalde se revolvió molesto en su lecho.

– Para que sepan, Venecia es una ciudad construida en una laguna. Y está en Italia -bramó desde su rincón de insomne.

– ¡Vaya! O sea que las casas flotan como balsas -acotó uno.

– Si es así, entonces, ¿para qué los botes? Pueden viajar con las casas, como barcos -opinó otro.

– ¡Si serán cojudos! Son casas firmes. Hay hasta palacios, catedrales, castillos, puentes, calles para la gente. Todos los edificios tienen cimientos de piedra -declaró el gordo.

– ¿Y cómo lo sabe? ¿Ha estado allá? -preguntó el viejo.

– No. Pero soy instruido. Por algo soy alcalde.

La explicación del gordo complicaba las cosas.

– Si lo he entendido bien, excelencia, esa gente tiene piedras que flotan, como las piedras pómez han de ser, pero, así y todo, si uno construye una casa con piedras pómez no flota, no señor. Seguro que le meten tablones por debajo.

El alcalde se agarró la cabeza con las manos.

– ¡Si serán cojudos! ¡Ay, si serán cojudos! Piensen lo que quieran. A ustedes se les ha contagiado la mentalidad selvática. A ustedes no los saca ni Cristo de sus cojudeces. Ah, una cosa: la van a cortar con eso de llamarme excelencia. Desde que escucharon al dentista se agarraron de la palabrita.

– ¿Y cómo quiere que lo llamemos? Al juez hay que decirle usía; al cura, eminencia, y a usted tenemos que llamarlo de alguna manera, excelencia.

El gordo quiso agregar algo, pero un gesto del viejo lo detuvo. Los hombres comprendieron, echaron mano a las armas, apagaron las lámparas y esperaron.

De afuera llegó el tenue ruido de un cuerpo moviéndose con sigilo. Las pisadas no producían sonidos, pero aquel cuerpo se pegaba a los arbustos bajos y a las plantas. Al hacerlo detenía el chorrear del agua, y cuando avanzaba, el agua detenida caía con renovada abundancia.

El cuerpo en movimiento trazaba un semicírculo en torno a la choza del puestero. El alcalde se acercó a gatas hasta el viejo.

– ¿El bicho?

– Sí. Y nos ha olido.

El gordo se incorporó súbitamente. Pese a la oscuridad, alcanzó la puerta y vació el revólver, disparando a ciegas contra la espesura.

Los hombres encendieron la lámpara. Movían las cabezas sin proferir comentarios y miraban al alcalde recargando el arma.

– Por culpa de ustedes se me fue. Por pasarse la noche hablando cojudeces como maricas en vez de cumplir con los turnos de guardia.

– Cómo se nota que usted es instruido, excelencia. El bicho las tenía todas en contra. Era cuestión de dejarlo pasear hasta calcular a qué distancia estaba. Dos paseos más y lo hubiéramos tenido a tiro.

– Ya. Ustedes se las saben todas. A lo mejor le di -se justificó el gordo.

– Vaya a ver, si quiere. Y si lo ataca un mosquito no lo mate a tiros porque nos va a espantar el sueño.

Al amanecer, aprovechando la mortecina luz filtrada por el techo selvático, salieron a rastrear las proximidades. La lluvia no borraba el rastro de plantas aplastadas dejado por el animal. No se veían muestras de sangre en el follaje, y las huellas se perdían en la espesura del monte.

Regresaron a la choza y bebieron café negro.

– Lo que menos me gusta es que el bicho anda rondando a menos de cinco kilómetros de El Idilio. ¿Cuánto tarda un tigrillo en hacer esa distancia? -preguntó el alcalde.

– Menos que nosotros. Tiene cuatro patas, sabe saltar sobre los charcos y no calza botas -contestó el viejo.

El alcalde comprendió que ya se había desacreditado demasiado frente a los hombres. Permanecer más tiempo junto al viejo envalentonado

por sus sarcasmos sólo conseguiría aumentar su fama de inútil, y acaso de cobarde.

Encontró una salida que sonaba lógica y de paso le cubría la espalda.

– Hagamos un trato, Antonio José Bolívar. Tú eres el más veterano en el monte. Lo conoces mejor que a ti mismo. Nosotros sólo te servimos de estorbo, viejo. Rastréala y mátala. El Estado te pagará cinco mil sucres si lo consigues. Te quedas aquí y lo haces como te dé la gana. Entretanto, nosotros nos regresamos a proteger el poblado. Cinco mil sucres. ¿Qué me dices?

El viejo escuchó sin parpadear la propuesta del gordo.

En realidad, lo único verdaderamente sensato que cabía hacer era regresar a El Idilio. El animal, a la caza del hombre, no tardaría en dirigirse al poblado, y allá sería fácil tenderle una trampa. Necesariamente la hembra buscaría nuevas víctimas y resultaba estúpido pretender disputarle su propio territorio.

El alcalde deseaba zafarse de él. Con sus respuestas agudas hería sus principios de animal autoritario, y había dado con una fórmula elegante de quitárselo de encima.

Al viejo no le importaba mayormente lo que pensara el gordo sudoroso. Tampoco le importaba la recompensa ofrecida. Otras ideas viajaban por su mente.

Algo le decía que el animal no estaba lejos.

Tal vez los miraba en esos momentos, y recién empezaba a preguntarse por qué ninguna de las víctimas le molestaba. Posiblemente su vida pasada entre los shuar le permitía ver un acto de justicia en esas muertes. Un cruento, pero ineludible, ojo por ojo.

El gringo le había asesinado las crías y quién sabe si también el macho. Por otra parte, la conducta del animal le permitía intuir que buscaba la muerte acercándose peligrosamente a los hombres, como lo hiciera la última noche, y antes, al ultimar a Plascencio y a Miranda.

Un mandato desconocido le dictaba que matarla era un imprescindible acto de piedad, pero no de aquella piedad prodigada por quienes están en condiciones de perdonar y regalarla. La bestia buscaba la ocasión de morir frente a frente, en un duelo que ni el alcalde ni ninguno de los hombres podrían comprender.

– ¿Qué me respondes, viejo? -repitió el alcalde.

– Conforme. Pero me dejan cigarros, cerillas y otra porción de cartuchos.

El alcalde respiró aliviado al oír la aceptación y le entregó lo pedido.

El grupo no tardó demasiado en preparar los detalles del regreso. Se despidieron, y Antonio José Bolívar se dio a la tarea de asegurar la puerta y la ventana de la choza.

A media tarde oscureció, y bajo la luz taciturna de la lámpara retomó la lectura mientras esperaba rodeado por los ruidos del agua deslizándose entre el follaje.

El viejo repasaba las páginas desde el comienzo.

Estaba molesto de no conseguir apropiarse del argumento. Repasaba las frases memorizadas y salían de su boca carentes de sentido. Sus pensamientos viajaban en todas direcciones buscando un punto determinado en el cual detenerse.

– A lo mejor tengo miedo.

Pensó en un proverbio shuar que aconsejaba esconderse del miedo, y apagó la lámpara. En la oscuridad se tendió sobre los costales con la escopeta preparada descansando encima del pecho, y dejó que los pensamientos se aquietaran como las piedras al tocar el lecho del río.

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