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Capítulo sexto

Luego de comer los sabrosos camarones, el viejo limpió prolijamente su placa dental y la guardó envuelta en el pañuelo. Acto seguido, despejó la mesa, arrojó los restos de comida por la ventana, abrió una botella de Frontera y se decidió por una de las novelas.

Lo rodeaba la lluvia por todas partes y el día le entregaba una intimidad inigualable.

La novela empezaba bien.

«Paul la besó ardorosamente en tanto el gondolero, cómplice de las aventuras de su amigo, simulaba mirar en otra dirección, y la góndola, provista de mullidos cojines, se deslizaba apaciblemente por los canales venecianos.»

Leyó el pasaje varias veces, en voz alta.

¿Qué demonios serían las góndolas?

Se deslizaban por los canales. Debía tratarse de botes o canoas, y, en cuanto a Paul, quedaba claro que no se trataba de un tipo decente, ya que besaba «ardorosamente» a la niña en presencia de un amigo, y cómplice por añadidura.

Le gustó el comienzo.

Le pareció muy acertado que el autor definiera a los malos con claridad desde el principio. De esa manera se evitaban complicaciones y simpatías inmerecidas.

Y en cuanto a besar, ¿cómo decía? «Ardorosamente.» ¿Cómo diablos se haría eso?

Recordó haber besado muy pocas veces a Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. A lo mejor en una de esas contadas ocasiones lo hizo así, ardorosamente, como el Paul de la novela, pero sin saberlo. En todo caso, fueron muy pocos besos porque la mujer, o respondía con ataques de risa, o señalaba que podía ser pecado.

Besar ardorosamente. Besar. Recién descubrió que lo había hecho muy pocas veces y nada más que con su mujer, porque entre los shuar besar era una costumbre desconocida.

Entre hombres y mujeres existían las caricias, por todo el cuerpo, y no les importaba si había otras personas. En el momento del amor tampoco besaban. Las mujeres preferían sentarse encima del hombre argumentando que en esa posición sentían más el amor, y por lo tanto los anents que acompañaban el acto resultaban mucho más sentidos.

No. Los shuar no besaban.

Recordó también cómo, en una oportunidad, vio a un buscador de oro tumbando a una jíbara, una pobre mujer que deambulaba entre los colonos y los aventureros implorando por un buche de aguardiente. El que tuviera ganas la arrinconaba y la poseía. La pobre mujer, embrutecida por el alcohol, no se daba cuenta de lo que hacían con ella. Esa vez, el aventurero la montó sobre la arena y le buscó la boca con la suya.

La mujer reaccionó como una bestia. Desmontó al hombre, le lanzó un puñado de arena a los ojos y se largó a vomitar con un asco indisimulable.

Si en eso consistía besar ardorosamente, entonces el Paul de la novela no era más que un puerco.

Al caer la hora de la siesta había leído y reflexionado unas cuatro páginas, y estaba molesto ante su incapacidad de imaginar Venecia con los rasgos adjudicados a otras ciudades también descubiertas en novelas.

Al parecer, en Venecia las calles estaban anegadas y, por eso, las gentes precisaban movilizarse en góndolas.

Las góndolas. La palabra «góndola» consiguió seducirlo finalmente, y pensó en llamar así a su canoa. La Góndola del Nangaritza.

En medio de tales pensamientos lo envolvió el sopor de las dos de la tarde y se tendió en la hamaca sonriendo socarronamente al imaginar personas que abrían las puertas de sus casas y caían a un río apenas daban el primer paso.

Por la tarde, luego de darse una nueva panzada de camarones, se dispuso a continuar la lectura, y se aprestaba a hacerlo cuando un griterío lo distrajo obligándolo a asomar la cabeza al aguacero.

Por el sendero corría una acémila enloquecida entre estremecedores rebuznos, y lanzando coces a quienes intentaban detenerla. Picado por la curiosidad, se echó un manto de plástico sobre los hombros y salió a ver qué ocurría.

Tras un gran esfuerzo, los hombres consiguieron rodear al esquivo animal y, evitando las patadas, fueron cerrando el cerco. Algunos caían para levantarse cubiertos de lodo, hasta que por fin lograron tomar el animal por las bridas e inmovilizarlo.

La acémila mostraba profundas heridas a los costados y sangraba copiosamente por un desgarro que empezaba en la cabeza y terminaba en el pecho de pelambre rala.

El alcalde, esta vez sin paraguas, ordenó que la tumbaran y le despachó el tiro de gracia. El animal recibió el impacto, lanzó un par de patadas al aire y se quedó quieto.

– Es la acémila de Alkasetzer Miranda -dijo alguien.

Los demás asintieron. Miranda era un colono afincado a unos siete kilómetros de El Idilio. Ya no cultivaba sus tierras arrebatadas por el monte y regentaba un miserable puesto de venta de aguardiente, tabaco, sal y alkasetzer -de ahí le venía el mote-, en el que se proveían los buscadores de oro cuando no querían llegar hasta el poblado.

La acémila llegó ensillada, y eso aseguraba que el jinete debía estar en alguna parte.

El alcalde ordenó prepararse para salir al otro día temprano hasta el puesto de Miranda, y encargó a dos hombres que faenaran el animal.

Los machetes actuaron certeros bajo la lluvia. Entraban en las carnes famélicas, salían ensangrentados y, al disponerse a caer de nuevo, venciendo la resistencia de algún hueso, estaban impecablemente lavados por el aguacero.

La carne troceada fue llevada hasta el portal de la alcaldía y el gordo la repartió entre los presentes.

– Tú. ¿Qué parte quieres, viejo?

Antonio José Bolívar respondió que sólo un trozo de hígado, entendiendo que la gentileza del gordo lo inscribía en la partida.

Con el pedazo de hígado caliente en la mano regresó a la choza, seguido por los hombres que cargaban la cabeza y otras partes indeseadas del animal para botarlas al río. Ya oscurecía, y entre el rumor de la lluvia se escuchaba el ladrido de los perros disputándose las enlodadas tripas de la nueva víctima.

Mientras freía el hígado tirándole palitos de romero, maldijo el incidente que lo sacaba de su tranquilidad. Ya no podría concentrarse en la lectura, obligado a pensar en el alcalde como cabeza de expedición al otro día.

Todos sabían que el alcalde le tenía ojeriza, y con seguridad la bronca había aumentado luego del incidente con los shuar y el gringo muerto.

El gordo podría causarle problemas, y se lo había hecho saber antes.

Malhumorado, se puso la dentadura postiza y masticó los secos pedazos de hígado. Muchas veces escuchó decir que con los años llega la sabiduría, y él esperó, confiando en que tal sabiduría le entregara lo que más deseaba: ser capaz de guiar el rumbo de los recuerdos y no caer en las trampas que éstos tendían a menudo.

Pero, una vez más, cayó en la trampa y dejó de sentir el rumor monótono del aguacero.

Hacía varios años desde la mañana en que al muelle de El Idilio arribó una embarcación nunca antes vista. Una lancha plana de motor que permitía viajar cómodamente a unas ocho personas, sentadas de dos en dos, no como en la entumece-dora fila india de los viajes en canoa.

En la novedosa embarcación llegaron cuatro norteamericanos provistos de cámaras fotográficas, víveres y artefactos de uso desconocido. Permanecieron adulando y atosigando de whisky al alcalde varios días, hasta que el gordo, muy ufano, se acercó con ellos hasta su choza, señalándolo como el mejor conocedor de la amazonia.

El gordo apestaba a trago y no dejaba de nombrarlo su amigo y colaborador, mientras los gringos los fotografiaban, y no sólo a ellos, a todo lo que se pusiera frente a sus cámaras.

Sin pedir permiso entraron a la choza, y uno de ellos, luego de reír a destajo, insistió en comprar el retrato que lo mostraba junto a Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. El gringo se atrevió a descolgar el retrato y lo metió en su mochila, dejándole a cambio un puñado de billetes encima de la mesa.

Le costó sobreponerse a la bronca y sacar el habla.

– Dígale al hijo de puta que, como no deje el retrato en donde estaba, le meto los dos cartuchos de la escopeta y le vuelo los huevos. Y conste que siempre la tengo cargada.

Los intrusos entendían castellano, y no precisaron que el gordo les detallara las intenciones del viejo. Amistoso, les pidió comprensión, argüyó que los recuerdos eran sagrados en esas tierras, que no lo tomaran a mal, que los ecuatorianos, y especialmente él, apreciaban mucho a los norteamericanos, y que si se trataba de llevarse buenos recuerdos él mismo se encargaría de proporcionárselos.

En cuanto tuvo el retrato colgado en el lugar de siempre, el viejo accionó los percutores de la escopeta y los conminó a marcharse.

– Viejo pendejo. Me estás haciendo perder un gran negocio. Los dos estamos perdiendo un gran negocio. Ya te devolvió el retrato. ¿Qué más quieres?

– Que se marchen. No hago negocios con quienes no saben respetar la casa ajena.

El alcalde quiso agregar algo, mas al ver cómo los visitantes hacían un mohín de desprecio antes de emprender el regreso, se enfureció.

– El que se va a marchar eres tú, viejo de mierda.

– Yo estoy en mi casa.

– ¿Ah, sí? ¿Nunca te has preguntado a quién pertenece el suelo en donde levantas tu inmunda covacha?

Antonio José Bolívar se sintió verdaderamente sorprendido con la pregunta. Alguna vez tuvo un papel membreteado que lo acreditaba como poseedor de dos hectáreas de tierra, pero estaban varias leguas río arriba.

– Esto no es de nadie. No tiene dueño.

El alcalde rió triunfante.

– Pues te equivocas. Todas las tierras junto al río, desde la orilla hasta los cien metros tierra adentro, pertenecen al Estado. Y, por si se te olvida, aquí el Estado soy yo. Ya hablaremos. De ésta que me hiciste no me olvido, y yo no soy de los que perdonan.

Sintió deseos de oprimir los gatillos y descargarle la escopeta. Incluso imaginó la doble perdigonada entrándole por la voluminosa barriga, impulsándolo hacia atrás al tiempo que la descarga salía llevándose el triperío y parte de la espalda.

El gordo, al ver los ojos encendidos del viejo, optó por alejarse rápido y al trote alcanzó al grupo de norteamericanos.

Al día siguiente la embarcación plana dejó el muelle con tripulación aumentada. A los cuatro norteamericanos se agregaron un colono y un jíbaro recomendados por el alcalde como conocedores de la selva.

Antonio José Bolívar Proaño se quedó esperando la visita del gordo con la escopeta preparada.

Pero el gordo no se acercó a la choza. Quien sí lo hizo fue Onecen Salmudio, un octogenario oriundo de Vilcabamba. El anciano le prodigaba simpatía por el hecho de ser ambos serranos.

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