Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Qué hubo, paisano? -saludó Onecen Salmudio.

– Nada, paisano. ¿Qué va a haber?

– Yo sé que hay algo, paisano. La Babosa se me acercó también pidiéndome que acompañara a los gringos monte adentro. Apenas logré convencerlo de que a mis años no llego muy lejos. Cómo me aduló la Babosa. Me repetía a cada rato que los gringos se sentirían felices conmigo, considerando que también tengo nombre de gringo.

– ¿Cómo así, paisano?

– Pero sí. Onecen es el nombre de un santo de los gringos. Aparece en sus moneditas y se escribe separado con una letra «te» al final. One cent.

– Algo me dice que no vino para hablarme de su nombre, paisano.

– No. Vengo a decirle que tenga cuidado. La Babosa le agarró tirria. Delante mío les pidió a los gringos que cuando vuelvan a El Dorado hablen con el comisario para que éste le mande una pareja de rurales. Piensa botarle la casa, paisano.

– Tengo munición para todos -aseguró sin convencimiento. Y en las noches siguientes no concilio el sueño.

El bálsamo contra el insomnio le llegó una semana más tarde al ver aparecer la embarcación plana. No fue un arribo elegante el que hicieron. Chocaron contra los pilotes del muelle y ni se preocuparon de subir la carga. Venían sólo tres norteamericanos, y apenas saltaron a tierra partieron disparados en busca del alcalde.

Al poco rato lo visitó el gordo, en son de paz.

– Mira, viejo, hablando se entienden los cristianos. Lo que te dije es cierto. Tu casa se levanta en terrenos del Estado y no tienes derecho a seguir aquí. Es más, yo debería detenerte por ocupación ilegal, pero somos amigos, y, así como una mano lava la otra y las dos lavan el culo, tenemos que ayudarnos.

– ¿Y qué quiere ahora de mí?

– En primer lugar, que me escuches. Voy a contarte lo ocurrido. A la segunda acampada se les arrancó el jíbaro con un par de botellas de whisky. Tú sabes cómo son los salvajes. No piensan más que en robar. Y, bueno, el colono les dijo que no importaba. Los gringos querían llegar bien adentro y fotografiar a los shuar. No sé qué les gusta tanto de esos indios en pelotas. El asunto es que el colono los guió sin problemas hasta las inmediaciones de la cordillera del Yacuambi, y dicen que ahí los atacaron los monos. No les entendí todo, porque vienen histéricos y todos hablan al mismo tiempo. Dicen que los monos mataron al colono y a uno de ellos. No puedo creerlo. ¿Cuándo se ha visto que los micos maten a las personas? Además, de una sola patada se despacha a una docena. No puedo entenderlo. Para mí que fueron los jíbaros. ¿Qué opinas?

– Usted sabe que los shuar evitan meterse en problemas. Seguro que no vieron ni a uno. Si, como dicen, el colono los llevó hasta la cordillera del Yacuambi, sepa que hace tiempo que los shuar se marcharon de ahí. Y sepa también que los monos atacan. Es cierto que son pequeños, pero mil de ellos destrozan un caballo.

– No lo entiendo. Los gringos no iban de cacería. Ni siquiera llevaban armas.

– Hay demasiadas cosas que usted no entiende, y yo tengo muchos años de monte. Escuche. ¿Sabe cómo hacen los shuar para entrar al territorio de los monos? Primero dejan todos los adornos, no portan nada que pueda picarles la curiosidad, y los machetes los empavonan con corteza de palmera quemada. Piense. Los gringos, con sus máquinas fotográficas, con sus relojes, con sus cadenas de plata, con sus hebillas, cuchillos plateados, fueron una provocación brillante para la curiosidad de los monos. Conozco sus regiones y sé cómo actúan. Puedo decirle que si a uno se le olvida un detalle, si lleva consigo algo, cualquier cosa que atraiga la curiosidad de un mico y éste baja de los árboles para tomarlo, ese algo, lo que sea, es mejor dejárselo. Si por el contrario uno presenta resistencia, el mico se largará a chillar y en cosa de segundos caerán del cielo cientos, miles de pequeños demonios peludos y furiosos.

El gordo escucha, secándose el sudor.

– Te creo. Pero tú tienes la culpa por haberte negado a acompañarles, a servirles de guía. Contigo no les hubiera pasado nada. Y traían una carta de recomendación del gobernador. Estoy metido hasta el cogote en el lío y tienes que ayudarme a salir.

– A mí tampoco me hubieran hecho caso. Los gringos se las saben siempre todas. Pero hasta ahora no me dice qué quiere de mí.

El alcalde sacó del bolsillo una botella culera de whisky y le ofreció un trago. El viejo aceptó nada más que por conocer el sabor, y se avergonzó enseguida de esa curiosidad de mico.

– Quieren que alguien vaya a recoger los restos del compañero. Te juro que nos pagan un buen precio por hacerlo, y tú eres el único capaz de conseguirlo.

– Está bien. Pero yo no me meto en sus negocios. Le traigo lo que quede del gringo y usted me deja en paz.

– Desde luego, viejo. Como dije, hablando se entienden los cristianos.

No le significó un gran esfuerzo llegar hasta el lugar donde los norteamericanos habían acampado la primera noche, y abriéndose camino a machete alcanzó la cordillera del Yacuambi, la selva alta, rica en frutos silvestres en la que varias colonias de monos establecían su territorio. Ahí, ni siquiera hubo de buscar un rastro. Los norteamericanos dejaron tal cantidad de objetos abandonados en su fuga, que le bastó con seguirlos para encontrar los restos de los desdichados.

Primero encontró al colono. Lo reconoció por la calavera desdentada, y a los pocos metros al norteamericano. Las hormigas realizaron su trabajo de manera impecable dejando huesos mondos que parecían de yeso. El esqueleto del norteamericano recibía la última atención de las hormigas. Trasladaban su cabellera pajiza de pelo en pelo, como diminutas leñadoras de árboles cobrizos, para fortalecer con ellos el cono de entrada del hormiguero.

Moviéndose lentamente, encendió un cigarro y fumó mirando la labor de los insectos, indiferentes a su presencia. Al escuchar un ruido proveniente de la altura, no pudo evitar una carcajada. Un mico pequeñito cayó de un árbol arrastrado por el peso de una cámara fotográfica que insistía en cargar.

Terminó el cigarro. Con el machete ayudó a las hormigas rapando la calavera, y metió los huesos en un costal.

Un solo objeto del infortunado norteamericano logró llevar consigo: el cinturón de hebilla plateada en forma de herradura que los micos no consiguieron desabrochar.

Regresó a El Idilio, entregó los restos, y el alcalde lo dejó en paz, en esa paz que debía cuidar porque de ella dependían los momentos placenteros frente al río, de pie ante la mesa alta, leyendo pausadamente las novelas de amor.

Y esa paz se veía de nuevo amenazada por el alcalde que lo obligaría a participar de la expedición, y por unas afiladas garras ocultas en algún lugar de la espesura.

14
{"b":"87809","o":1}