El hombre abrió la boca y el dentista hizo un nuevo recuento. Eran quince dientes, y, al decírselo, el desafiante formó una hilera de quince pepitas de oro sobre el tapete cardenalicio de las prótesis. Una por cada diente, y los apostadores, a favor o en contra, cubrieron las apuestas con otras pepitas doradas. El número aumentaba considerablemente a partir de la quinta.
El montuvio se dejó sacar los primeros siete dientes sin mover un músculo. No se oía volar una mosca, y al retirar el octavo lo acometió una hemorragia que en segundos le llenó la boca de sangre. El hombre no conseguía hablar, pero le hizo una señal de pausa.
Escupió varias veces formando cuajarones sobre la tarima y se echó un largo trago que le hizo revolverse de dolor en el sillón, pero no se quejó, y tras escupir de nuevo, con otra señal le ordenó que continuase.
Al final de la carnicería, desdentado y con la cara hinchada hasta las orejas, el montuvio mostró una expresión de triunfo horripilante al dividir las ganancias con el dentista.
– Sí. Esos eran tiempos -murmuró el doctor Loachamín, echándose un largo trago.
El aguardiente de caña le quemó la garganta y devolvió la botella con una mueca.
– No se me ponga feo, doctor. Esto mata los bichos de las tripas -dijo Antonio José Bolívar, pero no pudo seguir hablando.
Dos canoas se acercaban, y de una de ellas asomaba la cabeza yaciente de un hombre rubio.