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Al pelo de fósforo se le fue la papalina. En una luz que salía del suelo navegaba la Sara Jobalda, pez con cuerpo de ballena pequeña y cara de buey, aletas en lugar de pies y dos brazos cortitos. Una nube de murciélagos aleteaba sobre ella. Algunos le picaban. Ella se defendía con brazos que le salían de todas partes del cuerpo. La picaban en la boca en forma de medialuna. Le comían la risa empapada en babas.

– ¡Sara Jobalda!… -quiso llamarla, ya en su juicio, pero no pudo hablar, toda su boca era de un solo hueso, ni moverse a espantar los murciélagos que la despellejaban. La pobre giraba sus pupilas de ternera de un lado a otro buscando quiénes eran aquellos seres de alas telúricas y cabecitas de ratones viejos con chilliditos de niño que revoloteaban como fragmentos de nubes de humo velludo y cuando se detenían en su ronda incesante, le chupeteaban la boca con ventosas de fuego.

Salió dando voces enloquecido y a sus gritos de: ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Auxilio! despertó Rascón y se volvieron unos chapiadores que marchaban a la tarea, la guarisama ya lista para echar punta creyendo que se trataba de alguna riña. Pero sólo le oían la explicación y seguían camino. Alharaca de «engasado».

Rascón ayudó a levantarla del suelo para tenderla en su cama y esperar que amaneciera. Por fortuna tenía una medida de aguardiente escondida tras una mata de cundeamor.

– Échate un trago, vos, Corunco… -dijo a su amigo pelo bermejo-, que a mí no me pasa. -Y le largó la botella-. Por fortuna, yo tenía esta cutarra. ¡El susto que me diste!…

– El susto que llevé yo, decí -el hipo se le hacía cristal en los ojos, suda que te suda y en un temblor. Se restregó los labios con la mano antes de aplicarse la boca de la botella.

– Y esta vieja está echando espuma…

– Pero amanece, y enfermo que amanece… -la voz de Corunco, después del trago, era más firme-. Hace la cacha y échate un guarazo, vos, Rascón, porque estás malo malo… Apretate la nariz con los dedos y así no oles lo que tragas y te pasa…

– El susto… Lo que tengo es que me asusté…

– ¡Déjate de babosadas, lo que tenes es una sisea de aquellas que no se curan sino con otra riata!

– El que ha estado posando aquí sabe que la casa de Sara Jobalda está llena de misterio. Por eso me asusté más. Un día también dijeron que yo estaba «engasado», porque vide palmariamente todo el aire de la casa convertido en agua y nadando cientos de esos pescados de ríos que parecen cebras pequeñas, y quién te cuenta, cuando salí de la visión tenía todo el pelo cortado a tijeretazos.

La luz pelaba el cadáver de la noche cuando apareció por la puerta que daba al gallinero, Vidal Mota. No fue a la parranda de «Semírames» ni al poker de los gringos en las «yardas», por quedarse con el colega frente al tablero de ajedrez y había escapado, aprovechándole el sueño al juececito que en la amanecida se echó a dormir, en busca de la Sara Jobalda, la más famosa de las brujas de la costa.

El Corunco lo reconoció en seguida.

– Adelante, licenciado… -lo reconoció de haberlo visto en la notificación testamentaria; luego le presentó a Rascón-. Mi amigo, Braulio Rascón…

– Mucho gusto, ¿son de la casa?…

– El, Braulio…

– Sí… -dijo Rascón-, aquí poso y ahí tiene usted que anoche ella salió disparada al saber que su ahijado Lino Lucero había heredado millones, y en la madrugada el amigo la encontró botada en el suelo, sin conocimiento.

– Bueno, pues, se amoló la cosa, porque yo la quería consultar. Pero ustedes deben saber de algún otro brujo de por aquí cerca.

– Hay, pero no sabemos -contestó Rascón.

– Aunque, tal vez, sí, se le podía recomendar a Pochote Puac, pero ése sólo es curandero, augur de palabra, adivinador. Si es enfermedad lo que le va a consultar quién sabe si sirve… -Corunco hablaba con la viveza de los tragos que empezaban a calentarle el ánimo-…Pochote Puac o Rito Perraj…

La Sara Jobalda soltó un aullido al oír el nombre de Rito Perraj, sollozando y somatándose en el catre.

– ¡No jodás, vos, con estar hablando nombres! -le reclamó Rascón amedrentado.

– ¡Y vos con no beberte el trago, y estar ái que todo te parece sobrenatural!

A falta de la Sara Jobalda -los médicos diagnosticaron hemiplejía-, Vidal Mota le recibió el consejo al Corunco y fue en busca de Pochote Puac, detrás de las plantaciones secas. El rancho del augur topaba con el cielo; sólo tenía medio techo. Era más un cerco de cañas rodeado de corronchochos, frutillas que simulaban diminutas uvas color de rosa, higueras, tunales y otra vegetación chaparra.

– Pelo bermejo me manda… -dijo Vidal Mota al curandero, curaba con la palabra, siguiendo la recomendación de Corunco, y Puac lo saludó antes de oírlo, y le of reció asiento en un petate nuevo caliente por el calor del suelo y el calor del aire.

Sólo se oía el zum… zum… zum… zum… de las moscas gordas sobre un cuero de res estacado.

Vidal Mota resopló, enjugóse el sudor de la cara y el cuello, abierta la camisa, las mangas recogidas arriba del codo, dándose aire para no asfixiarse sin encontrar postura a su cuerpo en aquel incómodo sentarse a ras del suelo.

Zum… zum… zum… baban las moscas y él hablaba, hacía la confesión de su impotencia sexual, hecho que le obligaba a llevar vida de solterón recluido en una casa que eran cuatro paredes de purgatorio con el ánima en pena de la Sabina Gil.

Puac fijó en él sus ojos fríos de esencia de café.

Zum… zum… zum…baban las moscas y Vidal Mota se oyó hablando de aquello que él no había hablado nunca ni ebrio ni dormido. Su casa frente al «Llano del Cuadro». Los muchachos jugaban al baseball. Sus voces. El gusto con que se quedaba los domingos en la cama oyéndoles gritar, las manos atenazadas entre las piernas, los ojos entrecerrados, respirando con las narices y la boca. Pero ahora ya no le bastaba oírlos. Desde la puerta los atisbaba, seguía sus movimientos de bestiecitas nuevas, algunos se cambiaban las ropas al aire libre, los pantalones, las camisas, y esto le provocaba una rápida titilación en los labios y calofrío. Zum… zum… zum… baban las moscas…

Un cazador le tiraba a una paloma

y en vano fue la pólvora que gastó…

Tres balazos le tiró…

Dos se fueron por el aire

y el último no salió…

Vidal Mota perdió peso conducido por el zum… zum… zum… de las moscas, al compás de la canción que tarareaba en sus horas perdidas, a los glaciales espacios de aquel espejo de peluquería, en el que vio reflejarse, siendo niño, el sexo de una mendiga hedionda a sebo, mosquera pestilente que hacía babear de gusto al barbero, y el cual se puso tan fuera de sí que estuvo a punto de llevarle una oreja con la máquina cero con que le pelaba el coco.

La paloma lo miraba y se reía

de ver la pena que el cazador sentía…

La paloma voló

y en el aire le decía:

anda ensáyate primero,

que si no no caigo yo…

Zum… zum… zum. Zum… zum… zum…

No comprendió nada de lo que le dijo Pochote Puac, pero debajo de ese no comprender sabía lo que le había dicho al sumergirlo en su palabra y hacerlo absorber por sus poros un fuego sin color, emanación helada de una cristalizada ausencia, de la que sobre su piel quedaba una sensación de polvo blanco, de escamas de pescado lunar…

Puac dijo, tocándole la frente con la extremidad de sus dedos de raíz de adormidera:

– La ceiba negra de sueños de pesadilla. Hay que derribarla a golpes de hacha, ¿Dónde está el hacha? En la luna. La luna echa por tierra el sueño de la ceiba negra y las pesadillas que cuelgan de sus ramas… (Oyó quebrarse en sus oídos, adentro, un espejo inmenso.) Paseo por la noche de tu pelo mi aliento de augur para barrer los malos sueños… Paseo por la noche de tu pelo mi aliento de augur…

– La ceiba blanca da sueños de niño y hay que nutrirla con leche de mujer. ¿Dónde está el seno de mujer blanco? En la montaña quemada, bajo las nubes. Hay que alimentar la ceiba del día hasta que no caiga más el ramaje del sol y existan ideas felices como niños, sobre tu frente. Paseo por tu frente mi soplo de augur, sobre tus párpados, los párpados no se hunden en el sueño, flotan, son de piedra pómez en el agua del río.

– La ceiba roja da el sueño de la guerra amorosa. Hay que alimentarla con sangre. Hay que encender el fuego de la batalla placentera, de la lucha en que desaparecen los que salen multiplicados. Por el tributo que se le paga, árbol de carne en flor, es rubí líquido el vino virginal, foco de calamidades el ombligo, el perro del vientre guarda su ladrido y pulpa de coral da rosa a los pezones, al abanico de las orejas, a la punta de los dedos y al sexo alado, mariposa presa en el musgo de la ceiba roja.

Y al decir así Puac sopló en el pecho de Vidal Mota, sobre los dos círculos de sus tetillas color de corcho.

– La ceiba verde da el sueño de la vida. Hay que nutrirla para que la vida siga. No tiene Poniente. Por todos lados en ella se levanta el sol. En sus ramas está la casa de la lluvia. Es un árbol de pájaros en lugar de hojas. Un aleteo gigante. Un canto a la esperanza. Muertos y vivos trabajando. El rayo se quiebra los dientes en su quietud redonda. Pepitas de duro sueño hacen pesadas sus trenzas de hueso y de silencio. La tierra ha venido a sentarse en redor de su tronco que no abarcan veinte brazos de hombre, con todos sus hijos abrazados contra su pecho.

Guardó su palabra el augur para apoyar en los hombros de Vidal Mota sus manos, y cuando las tuvo apoyadas, firmemente apoyadas, levantó la voz de sus mandamientos:

– ¡La ceiba roja, ceiba de la lucha amorosa, yo hombre de testículos amarillos, llené tu sangre roja!

– ¡La ceiba verde, ceiba de la vida, yo hombre de asentaderas de tiniebla, llené tu sangre verde!

– ¡La ceiba blanca, yo hombre de cascos rosados, llené tu sangre blanca, hijos de tu sexo sean y alimentados con leche de la mujer que en ellos se riegue para encontrar en sus cuerpos el blanco líquido con que a ti te amamantaron cuando en ti se vino a juntar la leche de tu madre y la leche con que tu abuela alimentó a tu padre!

– ¡Y caiga la ceiba negra, la pesadilla, la negación, bajo las hachas de la luna!

El señor Bastían Cojubul soltó por las narices y la boca, tres cañones de humo, el bien del cigarrito de tabaco fuerte como chile y en su nube de viaje para arriba sintió que se le iba la cara al quinto cielo borrándole las arrugas de los tantos años. Para qué se iba a recordar de cuántos eran. Y un poco con catarata tenía el ojo derecho.

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