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Segunda parte

IX

Para Boby Thompson, el Gringo -nieto de Maker Thompson, a quien, ya viejo, seguían apodando «El Papa Verde»-, la ciudad estaba dividida en ocho, nueve, diez campos de basse-ball: «Llano del Cuadro», «Llano de Palomo», «Gerona», «San Sebastián», «Campo de Marte», «El Cerrito», «La Recolección», «La Ermita» y el Hipódromo donde quedaba el «diamante» oficial de este deporte.

El equipo de Boby Thompson jugaba con el nombre de «B. T. Indian», aunque más se le conocía por «Indian», pequeña e inofensiva resistencia de sus componentes que al llamarlo «B. T.» encaramaban sobre sus nombres las iniciales de el Gringo, para lo que no tenía corona, por mucho que era el capitán y conceptuarlo como un tipazo por conocer las reglas del juego, leídas directamente en inglés, y por la colección de guantes que tenía, guante, careta y pechera de catcher, guantes de primera clase, de pitcher, fielders, pelotas y bats legítimos.

Boby amanecía en los llanos mascando chicle. Sobre el césped verde, húmedo de la evaporación de la mañana, el manchón de su cabeza rubia brillaba al sol. Y allí esperaba a los jugadores de su equipo, chicos morenos de pelo negro que también amanecían, algunos peinados, otros sucios comiendo fruta, melcocha o panes con frijoles que les dejaban lutos en los dientes, como llamaban a las cáscaras de frijol negro pegadas a la dentadura. Llegaban maltratándose, golpeándose. -¡Sho, boys!

Gritaba el Gringo, alzando los brazos con los guantes ensartados en el bat, para que le vieran desde lejos, al extremo del «Llano del Cuadro», en el sitio en que se veía gastada la grama en los lugares de las bases y el borne. Algunos de aquellos chicos traían guantes fabricados por ellos, pura industria económica. Alrededor del centro del guante, generalmente de cuero, el forro o funda de algún género fuerte, con la forma de la mano, y el relleno de lana, cerda, paja o algodón, para amenguar un tanto el golpe de la pelota. Guantes informes, guantes-colchones en forma de las almohadillas con que se borra la tiza del pizarrón de las escuelas, y en cuanto al relleno hubo el famoso guante del Chelón Torres, acolchado con el pelo viejo de su mamá, ejemplo que despertó en los demás jugadores el afán de buscar en los armarios, cómodas y alacenas todo el pelo habido y por haber en cajas y «bucles» de tías solteronas o hermanas a las que a cierta edad les da la tifoidea y las pelan al rape.

El Gato Ramos, cuando se acercó el grupo a Boby, venía peleando con Samuel Galicia, y de intención le echó zancadilla para que se fuera de boca, y al caer Galicia se le tiró encima para golpearlo con las manos empuñadas. -¡No seas tan sinvergüenza, vos, no le pegues en el suelo!… -le gritaban los otros, sin intervenir-. ¡No le pegues con la mano empuñada, animal!…

Boby Thompson, usando de su prestigio de capitán del equipo, los separó de un par de patadas y plantóse entre ambos, pues tan pronto como Galicia estuvo libre del peso de su contrincante y pudo incorporarse, reaccionó y quiso atacarlo. El labio le sangraba a Galicia que, mientras insultaba al Gato Ramos, se llevaba la mano a la boca y al vérsela ensangrentada se la limpiaba en el pelo, por lo que parecía que también le sangraba la cabeza, la frente, una oreja.

– ¡Cálmate vos, Plumilla! -le decían sus compañeros a Galicia-. ¡Otro día, vos, Plumilla, otro día te lo agarras vos a traición como él te agarró y qué te va a aguantar; te lo comes, viejo, te lo comes. Lo que hay es que te alza pelos y aprovechó que te caíste con la zancadillota que te echó, para agarrarte en el suelo.

El Gato Ramos, retenido a distancia por Boby Thompson, levantaba en la mano zurda un guante de catcher de los hechos en casa que más semejaba una almohadilla redonda, mal hecha, y se lo paseaba por la cara, y lo besaba, y se lo apretaba al corazón, gestos que enfurecían a Plumilla Galicia, porque aquél le había hecho creer que el guante estaba relleno con el cabello de su hermana Amanda.

– ¡Ya se iba andar fijando mi hermana en vos, tísico, tísico, tísico! -le gritaba Plumilla Galicia insultándolo para quitarse la cólera que sentía por los golpes recibidos, el labio sangrante y los besuqueos al guantote en que las trenzas de su hermana formaban el colchón-. ¡Tísico, tísico, tísico!…

La paz fue costosa. Hubo que dejar que se pegaran de nuevo, pero con juez de campo y nada de manos desnudas; guantes de box era lo indicado. El Chito Mayen fue el encargado de ir volando en su cicle a traerlos a casa del Boby, quien no podía moverse del campo por ser al único que respetaban.

La pelea se concertó en knock-out, y no fue sino cuestión de minutos. Apenas sueltos Galicia y Ramos, igual que gallos con hambre de pelea, empezaron a darse golpes en la cabeza, la cara, el cuerpo. En el silencio que formaba la rueda de muchachos, todos con los ojos puestos en los boxeadores, se escuchaba el ruido fofo de los guantes al golpear o detener los golpes de Ramos y Galicia, los dos fuera de sí, jadeantes y ya sin alcanzar resuello.

Plumilla Galicia le aplicó un golpe bajo a Ramos. El Gato se puso pálido, hizo envites de querer vomitar, lívido, mortal, en el pellejo verdoso los ojos verdosos, y se desplomó en seguida. Al verlo caer, todos huyeron. «Le fajó en la boca del estómago…», se comunicaban en la carrera, al escapar. Sólo quedaron en el campo, pensando qué se le podía hacer, el noqueado, Boby, el Chelón Torres, la Parlama Juárez y el Chito Mayen, que estuvo a punto de agarrarse a trompadas más tarde con el Negro Lemus, porque en lugar de irse en su cicle tomó la del Negro y se fue a toda máquina con Galicia subido detrás.

– ¡Ay, de los noqueados! … -gritó Parlama Juárez transformando el «¡Ay, de los vencidos!», de su Historia Universal, al tiempo de dar un puntapié al guante que había ocasionado la pelea.

El Chelón Torres, al ver lo que aquél hacía con el guante, corrió a dar alcance al pequeño almohadoncillo con forma de mano en que estaban de colchón las trenzas de Amanda, pero Parlama lo alcanzó a empujar al tiempo de agacharse, lo que le hizo perder pie y caer clavado como en el agua.

– ¡Aterrizaste!… -le gritó Juárez, mientras aquél se levantaba con el guante y el traje empolvados.

Sin perder tiempo, el Chelón rompió a dentelladas el forro del guante, para ver lo que tenía dentro.

– ¿Las trenzas de Amanda?

Aquellas trenzas que ellos no recuerdan si vieron, pero que las llevaba antes que le cortaran el pelo, cuando estuvo con tifoidea. Un buey de pelo de azabache que bajaba en haz o despelucábase, suelto en chorro de aguas negras, negro, suave, muy suave, de lo que es la noche.

Boby fijó sus ojos de verdolaga, entre azules y verdes, en lo que el Chelón extraía del interior del guante.

¡No eran las trenzas de Amanda Galicia!

Aquella cabellera acordelada en grueso cable negro que ellos vieron sin ver, como miraban a Amanda, sin verla, y que ahora pensando en ella, recordaban como una inmensa mata que la hacía verse más delgada, flaquencia que la agrandaba los ojos hermosos de color muy negro.

– ¡Pelo de caballo! -gritó Boby Thompson.

– ¡Qué bien se ve que no sos de aquí, Gringo! -lo atajó Parlama Juárez, mientras el Chelón Torres sacaba el resto de pelo del colchón del guante del Gato Ramos, que seguía en el suelo quejándose casi sin sentido-. ¡Pelo de caballo, pelo de helóte, vos, Gringo, pelo de maíz, já, já, já, já!

Se echaron todos a reír. Algunos habían vuelto a ver qué pasaba. El Chelón soltó el guante con las tripas fuera en manos del Boby. Parlama Juárez proponía esconderlo para que el noqueado no fuera a exigir que se lo repusieran. La cabeza rubia del Gringo iba de un lado a otro como diciendo: ¡qué cosa!…

Chito Mayen volvió en la bicicleta del Negro Lemus con Plumilla Galicia. De golpe cayeron sobre el grupo que examinaba el guante. Plumilla saltó de la bicicleta a tratar de cerciorarse con manos y ojos de lo que estaba relleno el guante.

– ¡Las trenzas de Amanda!… ¡Las trenzas de tu hermana!… ¡Ja, ja, ja!… -se le reían todos-. ¡Qué pelo tan fino, cuñado! ¡Son de la familia de los helotes! ¡Ya no le digan Plumilla, sino helóte! ¡Mejor hubiera dicho el Gato Ramos que estaba relleno con las barbas y bigotes de tu viejo!

A las carcajadas ruidosas alzó la cabeza Ramos, el noqueado. Tenía una sensación de sordera, de laxitud, de dolor en la boca del estómago. Todos se agruparon en torno suyo burlándose por fanfarrón. No había tal pelo de Amanda. Embustes. Colchón de pelo de maíz apelmazado.

La noticia acabó con la dificultad, se evitó el conflicto entre el Chito Mayen y el Negro Lemus por lo de las bicicletas y pudo empezar la práctica de bat, Boby Thompson al home y los demás a sus puestos.

Sol de mediodía. Polvo de la tierra caliente, de la grama reseca. Boby golpeaba la pelota con el bat o «tranca», como gráficamente le llamaban al garrote de madera en forma de as de bastos. Al trancazo, la pelota salía despedida igual que una bala, y los demás jugadores, situados enfrente, en forma de media luna, la mano izquierda enfundada en el guante, se ponían en movimiento para tratar de atraparla en el aire, sin tocar la tierra, o por el suelo si picaba rodando por la grama. El jugador que la pescaba lanzábala al compañero que le quedaba más cerca y éste a otro, y a otro, con objeto de que todos hicieran práctica de guante, para luego devolvérsela al Boby, que volvía a «tranquear».

Una hora de práctica. Después de las doce, de los campanazos de las iglesias que golpeaban el aire suelto en los llanos, volvíanse a sus casas. Boby recogía sus guantes, los ensartaba en el bat como cangrejos en trenza, y encabezaba la marcha comentando el «buen brazo» de Parlama Juárez para las «curvas» al lanzar la pelota e imprimir a ésta ciertas desviaciones en sesgo que la apartaban de la línea recta a la derecha o a la izquierda, para burlar al que con el bat trataba de pegarle. También se hablaba de la velocidad de Plumilla Galicia para correr. Un formidable corredor de «bases». Le faltaba aprender a resbalarse. Los ciclistas, Lemus y Mayen, les seguían en sus cicles, sonando y sonando el timbre.

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