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El yanqui no dijo nada. Largas lenguas de sudor le lamían la espalda. Le ofreció en oro el valor de las cincuenta cargas de arroz, la escopeta, ropa, repartir las ganancias de las plantaciones de banano, cuando las tuvieran, todo, con tal que el trujillano lo siguiera tierra adentro.

– ¡Juerza de años hace que yo estaría mangoneando plata, mucha plata, si me apego a la tierra; pero dende tierno ando en el mar, y de allí no salgo…, el agua es mi postrimería!

Acostumbrado Geo Maker Thompson a disponer del trujillano como de su persona, esta separación lo partía en dos. Lo encontró en Puerto Limón y se asociaron. Ambos andaban en el mismo negocio. Proporcionar a los infelices italianos y españoles que trabajaban en la construcción del Canal de Panamá el medio de evadirse, de no dejar sus huesos a lo largo de los caminos de hierro en construcción, ya blancos de esqueletos, ni esperar que los amansaran por hambre, para reducirles los salarios.

Lo encontró en Puerto Limón. Le hizo gracia verlo fornicar vestido y con el sombrero hasta las orejas; semejaba un espantapájaros sobre la hembra desnuda. El trujillano, al levantar el yanqui la persiana volante que cubría la puerta, no se inmutó -blanco cara de albayalde, a saber quién era y qué buscaba-, cerró los ojos bien duro y le siguió dando a la hembra clavado y cosido, clavado y cosido… Por algo fue aprendiz de zapatero.

Maker Thompson andaba buscando un hombre de su talla para que lo secundara en el mar y se topó con un verdadero anfibio, tan igual a él, tan identificado con su persona que ahora que se separaban sentía que dejaba algo suyo, su otro yo, la mitad de su cuerpo, una parte de su ser.

Sí, dejaba en el trujillano lo que de él seguiría libre en el mar, en la pesca de perlas y esponjas por los Cayos de Belice, en el contrabando de armas, dulces al paladar de los libres y rebeldes que merodeaban por esas costas, y en el rescate de los braceros que huían del infierno de Panamá. Dejaba en el sirviente un poco de Jamaica, un poco de Cuba, de las Islas de la Bahía, ron, pólvora, nalgas de mujeres, tambores, banjos, maracas, tetas, tatuajes, bailes… Dejaba en el sirviente, tan seguro como en sus manos, el timón al doblar el Cabo de Tres Puntas y se llevaba tierra adentro la encarnación del Papa Verde, plantador de bananos, señor de cheque y cuchillo, navegador en el sudor humano.

En el pizarrón cobalto amaneció una nave dibujada con tiza. Su blancura de yeso contrastaba con el muelle oscuro y los negros endomingados de barco. Su línea rompía la criatura de las bodegas, del edificio de la Coman dancia, de los ranchos de techo de manaca, distribuidos como insectos gigantes en las tierras bajas, pantanosas, de la población más despoblada de la costa. Entre los pasajeros venía la persona que esperaba Geo Maker Thompson.

Traje, zapatos y casco, todo blanco, saludó desde el puente de proa con una mano rígida al final de un brazo formado como con piezas de un juguete mecánico, mientras sostenía en la otra una capa, un paraguas y una cartera grande.

Después de las autoridades, Maker Thompson pudo subir a bordo, al encuentro del pasajero, que adelantóse a tenderle la mano izquierda. En el aparato del brazo derecho sostenía una mano de caucho, bajo el sobaco la cartera, y en el antebrazo, la capa y el paraguas.

– ¿Es el señor Kind?

– ¿Y usted, el señor Maker Thompson?…

Bajaron seguidos del equipaje -baúles y valijas- a lomo de cargadores de color que reían y andaban a grandes pasos para ir siempre apareados a los señores formando la comitiva. Para los negros, en aquel paraje desierto, más de una persona era comitiva; más de tres, comparsa; más de cuatro, procesión; más de cinco, ejército.

La vivienda de Maker Thompson, no muy amplia, quedó ocupada por los bultos del viajero, cuya mano de caucho, al dejar en una silla la capa que se la ocultaba, sorprendió tanto a los negros que hubo de amenazarlos para que se fueran. El más atrevido alcanzó a tocársela y se puso a dar vueltas y vueltas como enredado de los pies que se desenreda, y allí estuviera si el zapato de Geo no lo para de un golpe.

Jinger Kind, el recién llegado, se distinguía por el contraste de ser muy poco físicamente -apenas llenaba la ropa- y representar a la más poderosa empresa bananera del Caribe. El cabello gris, los labios delgados, tufo de un bigotito de anchoa, los ojos color de dados amarillentos de bordes redondos, gastados de tanto rodarlos mostrando siempre los ases de sus pupilas negras y menuditas, enfrentaban los veinticinco años de Geo Maker Thompson, su cabello rubio, abundante, su frente amplia, sus ojos castaños, superficiales, sin profundidad, sus barbas cobrizas y su boca de labios carnosos.

Sin perder el buen humor, Jinger Kind renunció al afán de enjugarse con el pañuelo el sudor caliente de las sienes, las mejillas, la nuca, el cuello, a punto de hacer saltar los botones de su camisa para secarse el pecho, los hombros, el muñón del brazo, todo. Por momentos, hasta la mano postiza sentía que le sudaba.

– ¿Debo dormir en el suelo? -preguntó en tono jovial-. Porque no veo ninguna cama.

– No, señor Kind, van a colgar otra hamaca…

– ¿Para mí?

– Una hamaca como ésta, una hamaca con mosquitero…

– Si hay posibilidad, yo prefiero un catre. En Nueva Orleáns yo tenía un catre de campaña. No lo traje, porque supuse que aquí se podía encontrar.

Los ojos se le llenaron de risa y las comisuras de los labios, entre los paréntesis severos de las arrugas, de una espumita de saliva seca. Y agregó:

– En último caso, que los del barco me dejen una colchoneta. Y a propósito de barco; viene a cargar correspondencia para el sur, y de regreso, además de correspondencia, cargará bananas. Deje dicho a su criado que no cuelgue la hamaca y vamos a almorzar al vapor; yo ya tengo hambre.

– Si va a dormir en catre habrá que conseguirse un petate -dijo el criado en inglés. Los escuchaba junto a la puerta.

– ¿Qué es petate?

– Una esterilla de palma -explicó Maker Thompson, molesto por la intervención del criado; éste siempre estaba al acecho de lo que hablaba, de lo que hacía.

– ¿Y para qué sirve? -inquirió Kind.

– Para refrescar la cama -le contestó el sirviente-, porque de noche, con el calor que hace, la lona del catre se calienta demasiado.

– Entiendo, muy bien. Un petate, muy bien.

Al salir a la calle de arena, camino del barco, bajo un cielo de horno, el señor Kind estornudó. Alforzó la piel de su pequeña cara arrugada al sentir la cosquilla en los embutidos de la nariz y la desplegó en el aspaviento del estornudo.

– Escogimos la peor hora -advirtió Maker Thompson.

– Por mí, no se preocupe; estornudo siempre así. Parece que me fuera a desaparecer en el estornudo convertido en polvo, y me quedo igual; me quedo como aquel que pasada la explosión de un petardo que le estalla en la cara, se suena, se limpia, y ve reintegrarse todo lo que en el estornudo se le borró. ¡Yo sería un buen zar de Rusia: me arrojarían bombas los terroristas y para mí, como estornudos!

Ya cambiando de tono, los ojos llenos de risa, las comisuras de los labios con espumita seca, entre los paréntesis severos de las arrugas:

– ¡Qué bueno, Geo Maker Thompson, tenerlo con nosotros, qué bueno! Yo lo recomendé mucho en Chicago, no obstante estar en desacuerdo con sus puntos de vista anexionistas y el uso de la fuerza… Pero ya tendremos tiempo de hablar… ¿Qué persona es el comandante del puerto?

– No sé ni el nombre.

– Por lo menos lo conoce…

– De vista. Es un indio hosco. Apenas habla, según dice Chipó, el sirviente.

– ¿Chipó es de confianza?

– No. Lo tengo para que asee la casa y haga mandados. Un pobre diablo, pero entiende inglés y lo chapurrea, ese inglés de negros que los ingleses hablan en Belice. Mi hombre de confianza, un trujillano, por nada quiso quedarse conmigo. ¡Lástima! Pocos hombres tan hombres. Le ofrecí… Bueno, ¡qué no le ofrecí!… Pero prefirió seguir navegando…

Y tras un breve silencio para hacer recuerdo de palabras precisas, Maker Thompson añadió:

– ¡Chistoso el yanquito! Me dijo para despedirse: «quiere superar a los piratas»; y se me rió en las barbas.

– ¿Conocía sus propósitos?

– No, salvo lo de hacerme plantador de bananos. Lo de pirata me lo dijo porque yo le hablaba de volverme filibustero con el nombre de Papa Verde, ser el Papa de la piratería y dominar estos mares a sangre y fuego siguiendo la tradición de Drake, el Francisco de Asís de los piratas; de Wallace, que le dio nombre a Belice y de aquel mi capitán Smith, para quien Centroamérica resarciría con creces a la corona británica de la pérdida de los Estados Unidos.

– Leí su correspondencia en Chicago…

– Pero los piratas, que fueron los señores del Caribe, se quedarán de este tamaño -y mostró su dedo meñique- en cuanto a riqueza, por fabulosos que hayan sido sus botines, pues los nuestros en el futuro superarán en cantidad, y en cuanto a métodos, el hombre no ha cambiado, señor Kind: ellos ensangrentaron el mar, nosotros enrojeceremos la tierra.

– No creo que en Chicago acepten. La gente de por allá prefiere oír hablar del papel civilizador que nos corresponde en estos países atrasados. Dominar, sí, pero no por la fuerza; por la fuerza, no, vale más el convencimiento. Mostrarles las ventajas que sacarán si les hacemos producir sus tierras incultas.

– En Chicago prefieren oír hablar de dividendos…

– Pero es que tampoco es eso… Dividendos… -Kind se bajó el ala del sombrero sobre la nuca con el brazo postizo para defenderse del sol que ampollaba, un gracioso movimiento de muñeco-. Se trata de civilizar pueblos, de sustituir el egoísmo y la violencia de los europeos por una política de tutela del más capacitado.

– ¡Música celestial, señor Kind! ¡Domina el más fuerte! ¿Y para qué domina?… Para repartirse tierras y hombres!

Subían por la pasarela del barco, a la sombra de un piadoso toldo naranja ribeteado de flecos blancos.

– ¿La fuerza?… -exclamó el manco, antes de encararse a su joven compatriota-. A ese paso, ¿por qué no invocar, como Tolomeo, la influencia de las constelaciones para sojuzgar a los pueblos, dividiendo a los hombres en aptos para la servidumbre y aptos para la libertad? Y entonces, ni qué hablar de éstos que están al lado del Trópico de Cáncer, ni qué hablar: ¡salvajes, condenados a ser siervos siempre!

Y con los ojos llenos de risa y las comisuras de los labios ensalivadas, saliva seca, saliva de calor, añadió:

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