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– Es un asunto bastante delicado y quisiera hablarlo aparte, con usted solo.

– Nada, amigo, habla aquí o hablamos de otra cosa. ¿Qué tal anoche con la cirquera? ¡Ocurrencia la del alcalde traer esa banda, esos payasos y esas mujeres!

– No reniegue, don Lino, que fue por una de esas cirqueras que yo me enteré de lo que quiero decir. El telegrafista andaba prendado de la más joven y armó una treta para que yo la sacara de la fiesta y la llevara a su cucarachero…

– ¡Adelante con los faroles! Si se trata de asunto de faldas también este hombrecito puede oír. Ya está en edad…

– No es cuestión de eso. La hembra sirvió para algo más peliagudo y si vengo con el chisme es porque me contaron lo de su discurso; yo no lo oí, porque estaba en la oficina de Camey con la cirquera, pero me ganó la voluntad cuando supe lo que dijo. Así se habla…

– Pues sepa, amigo, que a mí me gusta lo senci… llamente sencillo, y hable usted que aquí no hay testigos; el serrucho es de fierro, el tablón de palo y mi hijo y yo…

– Nos quedamos con Camey en su oficina el resto de la madrugada echándonos unos tragos y comentando lo de su discurso que al final de cuentas no sólo acabó con la fiesta, cuando estaba en lo mejor, sino que hizo fracasar el plan que habíamos fraguado con Polo para aprovecharnos de la cirquera. El largazo aquel le hizo creer que yo era una especie de Lester Mead disfrazado de maestro de escuela, un millonario, y que ella podía ser doña Leland. Aquí que no peco, dijo la cirquera y se salió conmigo de la fiesta a dar una vuelta, vuelta que se alargó hasta la oficina de Polo, donde ya éste esperaba escondido; pero, ¡cataplún!, el discurso y ¡adiós monte con todo preparado!

– Las mujeres donde ven un peso ponen el… ojo…

– Bueno, pues pasado el barullo amanecimos con Camey en el telégrafo, como le venía contando, y pude enterarme -bajó la voz y acercóse a Lucero- de los telegramas que mandaron denunciando su conducta. Lo menos que dicen es que usted es enemigo del gobierno.

– Me sigue gustando lo senci…llamente sencillo, ¿verdad, hijo?…

El gangoso se desconcertó un poco.

– No crea que es mentira, don Lino. No crea que le vengo a decir esto por sacarle algo. Lo hago porque me avoluntó usted con el discurso de anoche y eso es todo; lo único que le suplico es que no lo repita y que le advierta a su niño…

– Nada hay que advertirle al muchacho… ¿verdad, Pío Adelaido? -se dirigió a su primogénito, cuyo cuerpo de caña brava, doblado sobre el tablón de cedro, con el serrucho en la mano, acababa de erguirse, para contestar:

– Sí, papá; no he oído nada…

– Y ahora vamos a dejar el trabajo para atender al amigo. No sabe, Rodríguez, cómo le agradezco su informe. Siempre es mejor estar sobre aviso en estos casos, ya me lo suponía, y sé decirle que en otras circunstancias, con lo que usted me ha referido bastaría para preparar las maletas, una bestia y tratar de ganar la frontera. Ahora me deja tan tranquilo… -después de botarle la ceniza al cigarrillo que fumaba, lo alargó para darle fuego al cigarrillo que el gangoso tenía apagado en la boca.

– Sí, ahora con su dinero está usted a cubierto de tantas cosas, pero debía irse a la capital. No sé, en la capital la persona vale más que en estos montes; hay más garantías.

– ¿Para qué me voy a ir, si aquí tengo mis intereses y mi comodidad?

– A mi modo de ver se pasa usted de confiado. Muchos hombres pudientes han terminado mal. El gobierno es todopoderoso…

– En este caso, no… Es todopoderoso contra las gentes ricas del país, nuestros pobres adinerados; pero no contra el capital que dispone de barcos, aviones y soldados que lo defienden, poderes superiores que lo respaldan y prensa que por cuidar sus inversiones es capaz de desencadenar una guerra; ¡a mí con telegramitas!

– Pero, después de su hermoso rechazo a la escolta, anoche, no creo que usted esté pensando en el respaldo que dan a ese capital sin corazón, diplomáticos y escuadras…

– Mientras se averigua, Rodríguez, dejemos a Dios que cuando quiere hace sol y llueve…

Sobre la línea ondulante del bananal, tinte de botella verde, el vuelo de los pájaros del mar que no aletean, sino reman, de las nubes del mar que no son nubes, sino barcos y abajo, hundidos en la tierra, los que lo andaban siempre. Juventino los imaginaba. Del brazo de la mulata los vio tantas veces. No son hombres, son sombras, le decía la Toba. Y eran sombras. Sombras con pasos, con pasos. Sombras con zapatos de hojarasca seca. Sombras, al final de la tarde, con pasos de hojarasca húmeda.

Toba…

Ahora, al pensar en ella, el gangoso levantaba los ojos a la profunda oscuridad azul que cubría el horizonte. Así estaba el cielo cuando Toba subió al avión de plata con los demás viajeros, sólo ella sin equipaje, semidesnuda, y le dijo adiós con su mano de hoja de tabaco.

Los mellizos Doswell, acompañados del viejo Maker Thompson, después de recorrer las plantaciones a caballo siguieron para acercarse al mar, al sitio en que estuvo el bungalow de Lester Leland, y por allí, avanzando más hacia la playa, Roberto alargó el brazo para señalar el cuerpo de una mujer desnuda que corría por la arena buscando el refugio de un acantilado. Alfredo espoleó para acercarse antes que se fuera a hacer espuma.

Del otro lado de los peñascales, donde el Mar del Sur despedaza sus oleajes, apareció la Toba ya vestida, si vestido podía llamarse a la tela raída que ocultaba lo que los jinetes acababan de ver sin velo alguno. Bajaba con los brazos en alto, el pelo suelto, los pies formando parte del aire.

– ¡Mulaaa…ta!

El grito de Maker Thompson la hizo aproximarse, no del todo. Se detuvo en la vecindad de un tronco, tras el cual ocultaba la cara para reír del parecido de los hermanos Doswell, porque al enseñarse para curiosearlos desde sus ojos de pringas de agua, mostrábase seria y digna.

– Ve, mulata, los señores preguntan cómo te llamas…

– Toba…

– ¿Sola estás?

– ¡No, con el mar!

– Y ahora, ¿vas a subirte a ese sauce?

– Si quiero, sí… Si no quiero, no…

– Nadie te manda…

– Madre, padre muerto, enterrado aquí… Juambo hermano…

Por los ojos castaños del viejo Geo Maker, al sonar el nombre de Juambo en labios de la mulata, pasó una tempestad de días de oro, hoy otoño de hojas secas, y el rumor de la costa atlántica llenó sus oídos y le hizo sacudirse por dentro, como si él mismo hubiera tomado su corazón, igual que una cascara de caracol vacío, para llevárselo a la oreja y escuchar otro oleaje, otro mar, otros tiempos, otros nombres… Mayarí… Chipo-Chipó… Mayarí Palma… Flora Polanco… El Trujillano… El islote donde Mayarí lo llamó «¡Mi pirata!…» Jinger Kind y sus ideas, su brazo postizo y sus ideas también postizas de cristiano trasnochado… ¡Mayarí!… ¡Mayarí!… Desapareció de la casa…, desapareció de la vida… ¿Se arrojó al río vestida de novia?… Se la robó Chipo-Chipó… Sobrevivía la madre de Juambo… Agapita Luis… Murió el padre, Agapito Luisa… Este cambio raro en los nombres hizo que no se le olvidaran… Hijos de Agapito Luisa y Agapita Luis… Los hermanos Doswell le hablaban de llevarse a la Toba para educarla, por haberla encontrado allí donde vivieron Lester y Leland, pero él apenas les ponía asunto. Otros eran sus pensamientos, otros sus tiempos… Cerró los ojos… La «Vuelta del Mico»… Charles Peifer… Ray Salcedo… Aurelia…

– Toba, los hermanos Doswell, preguntan si te querés ir con ellos a Nueva York.

– Si madre dice sí… Padre enterrado aquí, padre no puede decir no ni sí…

– ¿Tu padre se llamaba Agapito Luisa?

– Sí, Agapito Luisa enterrado aquí, y mi madre, Agapita Luis, viva, madre viva. Ella dirá…

Los hermanos Doswell y su acompañante no dijeron más. Las fustas al anca de los caballos y adelante. Toba los vio alejarse como una alimaña de ojos dulces ya trepada en lo más alto del sauce, recibiendo en la cara el huelgo de la brisa, los ojos enrojecidos, y los labios con sabor a sal.

– ¡Chos, chos, moyón, con!… -les gritó, pero no la oyeron; Juambo, su hermano, le había explicado lo que significaba ese grito.

Al detenerse las cabalgaduras de los paseantes frente a la casa del juez asomó el licenciado Vidal Mota, desnudo el torso, con sólo los pantalones y en medias. Ya no soportaba ni los zapatos. Con el pretexto de los pies hinchados quiso excusar su ausencia de paseos a caballo y reuniones en la Compañía, pero le salió adelante Maker Thompson:

– Venir a la costa a encerrarse a jugar ajedrez, es el colmo… Un hombre que necesita bañarse en el mar, montar a caballo, tomar aire…, conocer su tierra…

– Esto es de ustedes…

– Bueno, conocer su tierra que es de nosotros…

La voz del juez que se afeitaba en el fondo de la casa, se dejó oír:

– ¡El ajedrez y los brujos!

Y no era habladuría del colega. Dos, tres veces hizo el licenciado Vidal Mota viaje en busca de la Sara Jobalda. Desgraciadamente, la madrina de Lino Lucero, la noche de la lectura del testamento fue tanta su emoción que se descompuso cuando volvían a «Semírames» y sólo tuvo tiempo de llegar a su rancho donde cayó redonda.

El borracho pelo de fósforo que salió de la fiesta más ebrio que dormido, al darse cuenta que era imposible detener la noche, hizo el gesto simbólico de sacarse los ojos y metérselos en la boca y tragárselos para quedar ciego. ¿Qué le importaba, si él ya se había tragado los ojos, que la esfera refulgente siguiera avanzando? ¿No era una manera de parar la noche? Para él estaba detenida y fue buscando un pie aquí y otro allá, un codo aquí y otro allá, la casa de la Sara Jobalda para preguntarle qué opinaba del cielo sin movimiento, mantenido en ese punto en que él se tragó los ojos cuyo sabor iba emetando. Eructaba a ojos, a cosas miradas, a cosas soñadas. Esa salsa en que los ojos están siempre. Y a una como agua de farmacia. Agua de lágrima. Las lágrimas son agua de farmacia y se agregan con gotero a las realidades de la vida…

Pero al llegar al rancho y sentir el bulto de la Sara Jobalda por el suelo, consintió en devolver los ojos; con los dedos en el galillo se provocaba náusea, para vomitarlos y recibirlos en el cuenco de su mano, clara de huevo medio cocida y dos globitos de cristal. Se los puso, se los pegó de nuevo de un lado y otro de la nariz, y pudo observar que efectivamente el bulto que yacía por el suelo tenía faldas. Por un momento, antes de ponerse los ojos y ver bien, creyó que era Rascón, su amigo de «cheverías», pero ese astro apagado dormía la mona más adentro.

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