Ver a Moctezuma ofrendar su reino, no a una persona, no a un rostro, ni a una ambición sino al espíritu de Quetzalcóatl era en sí un acto místico y sagrado. Y Malinalli supo en su corazón que Quetzalcóatl en verdad lo agradecía, en verdad lo recibía, en donde quiera que estuviera, aunque no fuera en el cuerpo de Cortés. Al traducir el discurso de Moctezuma, Malinalli también experimentó una transformación espiritual y actuó como verdadera mediadora entre éste y el otro mundo. Su voz salió de su pecho con fuerza y le dijo a Cortés:
– ¡Oh! Señor nuestro. Seáis bienvenido. Habéis llegado a vuestra tierra, a vuestro pueblo y a vuestra casa México. Habéis venido a sentaros en vuestro trono…el cual yo, en vuestro nombre, he poseído algunos días. Otros señores que ya son
muertos lo tuvieron antes que yo: los señores Itzccóatl, Moctezuma el Viejo, Axayácatl, Tizóc y Ahuizotl. ¡Oh! Qué breve tiempo tan sólo guardaron para ti, dominaron la ciudad de México. Bajo su espalda, bajo su abrigo estaba metido el pueblo… ¡Oh! ¡Ojalá une de ellos estuviera viendo, viera con asombro lo que ahora yo veo venir en mí! Lo que yo veo ahora. Yo, el residuo, el superviviente de nuestros señores.
»Señor nuestro, ni estoy dormido ni soñando. Con mis ojos veo vuestra cara y vuestra persona. Días ha que esperaba yo esto. Días ha que mi corazón estaba mirando aquellas partes por donde habéis venido.
»Habéis salido de entre las nubes y de entre las tinieblas del lugar a todos escondido. Esto es, por cierto, lo que nos dejaron dicho los reyes que pasaron, que avíades de volver a reinar en estos reinos y que avíades de sentaros en vuestro trono y en vuestra silla. Ahora veo que es cierto lo que nos dejaron dicho.
»¡Seáis muy bienvenido! Trabajos habréis pasado viniendo de tan largos caminos. ¡Descansad ahora! Aquí está vuestra casa y vuestros palacios: tomadlos y descansad en ellos con todos vuestros capitanes y compañeros que han venido con vos».
Un gran silencio se desplomó del cielo como respuesta. Cortés no daba crédito a lo que sus oídos escuchaban. Sin haber disparado una bala, se le estaba ofreciendo ser rey de esas inmensas y ricas tierras. Los más de cuatro mil nobles y señores principales del reino mexica, ataviados con su mejores galas, con sus mejores pieles, plumas y piedras preciosas, también se asombraron ante estas palabras.
Cortés le pidió a Malinalli que tradujera estas palabras como respuesta:
– Dile a Moctezuma que se consuele, que no tema. Que lo quiero mucho y todos los que conmigo vienen también. De nadie recibirá daño. Hemos recibido con gran contento en verle y conocerle, lo cual hemos deseado muchos días ha. Ya se ha cumplido nuestro deseo.
Moctezuma entonces tomó del brazo a Cortés y en procesión, seguido por su hermano Cuitláhuac y los señores Cacama de Tezcoco, Tetlepanquetzal, príncipe de Tlacopan, Itzcuauhtzin, de Tlatelolco, y muchos grandes señores, se dirigieron hacia Tenochtitlan.
Tenochtilan era una ciudad cuya extensión doblaba cualquiera de las de España. Al verla, Cortés no supo qué decir. Nunca había visto una ciudad como aquélla, construida en medio de una laguna y circundada por amplios canales por donde cientos de canoas se deslizaban.
Cortés quedó deslumbrado por los espejos de agua. Impresionado por la sencilla y majestuosa visión de una arquitectura que parecía haberse diseñado en las estrellas. Una arquitectura que, al mismo tiempo que lo conmovía, despertaba en él la ira por no haber tenido nunca el talento de imaginarla. La contemplación de los majestuosos edificios lo conmovían, lo invitaban a entregarse a la ciudad, a abrazarse a ella, a mojarse en sus aguas, a vivir en sus palacios, pero al mismo tiempo la envidia que le provocaban lo impulsaban a negar la ciudad, a desear evaporarla, volatilizarla, borrarla. En su interior se libraba un combate entre el respeto y el desprecio. Al irse internando en Tenochtitlan, su admiración y su ira fueron creciendo. La arquitectura mexica, aparte de evidenciar el alto grado de desarrollo cultural de esa gran civilización, despertaba piedad, asombro, respeto. Sus edificios tenían armonía, fuerza, magnificencia.
Cortés y sus acompañantes fueron instalados en el palacio de Axayácatl, antiguo gobernante, padre de Moctezuma. Era un edificio rectangular de una planta, con muchos patio interiores y jardines. Algunos de ellos albergaban fieras, plantas exóticas, aviarios donde Moctezuma gustaba de cazar aves con su cerbatana. Era una construcción palaciega que maravilló a Cortés, quien, en cuanto estuvo instalado en su habitación, mandó llamar a Malinalli y fornicó desenfrenadamente con ella, como una manera de celebrar su triunfo y al mismo tiempo negarlo. Como un deseo de gozar y de atacar simultáneamente. De acercarse a la vida que había en Malinalli para contemplar su muerte.
Besó su boca, sus senos, su vientre, sus muslos, su centro, para satisfacer una voluntad tan furiosamente ambiciosa que casi la partió en dos, la lastimó, la rasgó. Al terminar, Malinalli no quiso mirarlo a los ojos, salió del palacio y se lavó en uno de los canales. Después esperó a que fuera medianoche para poder subir sin ser vista al templo de Huitzilopochtli. Escaló sus ciento catorce escalones de un jalón. Sin detenerse a tomar aire. Le urgía confesarse y hacer penitencia. Sentía que sin querer había pecado. Que no era normal lo que había sentido y que no era el amor que forma parte de la energía renovadora de la vida lo que ella había recibido en su vientre.
Malinalli sentía que no merecía ese trato. Nunca antes se había sentido tan humillada. ¿Era ése el digno comportamiento de los dioses? No. Lo peor era que no podía decirle a Moctezuma que había cometido un error. Que los españoles no eran quienes él pensaba, que no se merecían gobernar esa gran ciudad, que no iban a saber qué hacer con ella. Los días siguientes le confirmaron sus sospechas. Cortés se dedicó a robar -porque no se podía decir de otra manera- todo lo que pudo.
Los excelentes trabajos de oro y piedras preciosas fueron en su mayoría desbaratados; los más hermosos tesoros de las artes decorativas fueron destrozados para arrancarles el oro que contenían. Los maravillosos penachos del arte plumario se arrumbaron y, con el tiempo, algunos se deshicieron o fueron comidos por las polillas.
Ante esto, a Malinalli le surgió una necesidad de salvar, de proteger, de evitar una terrible destrucción. No sabía de qué ni cómo hacerlo, pero de pronto le parecía que ella y toda su cultura corrían peligro. Y tal vez por esa misma razón comenzó a valorar cosas que antes le pasaban desapercibidas. Su sensibilidad estaba a flor de piel y la belleza y monumentalidad de la ciudad la mantenían en un estado de enamoramiento. Se despertaba con la ilusión de verla y recorrerla, de atravesarla en canoa o a pie, de estar en ella, con ella y para ella. Constantemente buscaba momentos para estar sola y recorrer la ciudad a su antojo.
El lugar que más le atraía era el mercado de Tlatelolco. Esa enorme plaza y la multitud de personas que en ella había intercambiando productos generaban un rumor similar al de un panal de abejas. El zumbido de las voces resonaba a más de una legua de distancia. Varios de los soldados de Cortés habían estado en muchas partes del mundo, en Constantinopla, en toda Italia y Roma, y dijeron que «plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaño y llena de tanta gente no habían visto».
La primera vez que Malinalli visitó el mercado de Tlatelolco fue en compañía de Cortés, pero como iba en calidad de «la lengua», no pudo disfrutarlo. Sus pies quisieron detenerse infinidad de veces en alguno de los tantos puestos de frutas para comprar una, para comerla, para saborearla, pero no pudo. Tuvo que seguir el paso de su amo, así que al día siguiente, aprovechando que su señor iba a tener una reunión con sus capitanes, pidió autorización para salir y entonces fue que pudo recorrerla como deseaba: despacito, para así verlo todo, tocarlo todo, saborearlo todo.
No cabía en sí de gusto. Descubrió nuevas aves, nuevas frutas, nuevas plantas. Todo la seducía, todo la alegraba, todo estimulaba su mente y no paraba de imaginar lo que podría hacer con las plumas y los metales preciosos, lo que podría teñir con la grana cochinilla, lo que podría tejer con aquellas madejas de algodón. En uno de los puestos, hizo el trueque de un grano de cacao por un puñado de sus anhelados chapulines y se fue dando rienda suelta a su antojo, mientras caminaba por el mercado del imperio. Agradeció a los dioses haber sobrevivido al frío de los volcanes para ver y gozar de esa gran ciudad, de ese monumental mercado.
Ahí se intercambiaban todo tipo de productos provenientes de los diferentes rumbos de las diferentes regiones do minadas por los mexicas. Los mercaderes que recorrían las rutas comerciales con su pesada carga inevitablemente convergían en el mercado de Tlatelolco.
Malinalli en ese momento era testigo del desarrollo comercial alcanzado en el reinado de Moctezuma. De pronto, Malinalli se detuvo, su boca se secó, su estómago se revolvió y la diversión se acabó momentáneamente. El olor mezclado de las madejas de pelo de conejo y las plumas de quetzal, con el que despedían las hojas de chipilín, de hoja santa, los huevos de tortuga, la yuca, el camote con miel de abeja y la vainilla la hicieron recordar de golpe el momento más triste de su infancia. El del día en que su madre la había regalado a unos mercaderes de Xicalango.
Malinalli había sido puesta a la venta como esclava precisamente en medio de todos esos aromas. Su pequeño cuerpo aterrorizado no se atrevía a moverse. Sus grandes y acuosos ojos fijaron su atención en el puesto donde vendían cuchillos de obsidiana mientras escuchaba lo que ofrecían por su persona unos comerciantes mayas que habían llegado al mercado de Xicalango a vender unos tarros de miel. Le dolió recordar que ofrecieron mucho más por unas plumas de quetzal que por ella. Esa parte de su pasado le molestaba tanto que decidió borrarla de un plumazo. Decidió pintar en su cabeza un nuevo códice en el cual ella aparecía corno compradora y no como un objeto en venta. A pesar de ese desagradable recuerdo, el mercado siguió siendo su lugar preferido para visitar. Sólo evitaba acercarse a los puestos en donde se vendían esclavos o conectarse con el recuerdo y asunto acabado.
Tlatelolco era el corazón del imperio. Sus venas, las rutas comerciales por las que circulaban los más ricos y variados productos y tributos recaudados en todas las provincias sojuzgadas por los mexicas. De cualquier manera, todo fluía hacia el centro, hacia Tenochtitlan, hacia el corazón, hacia el mercado de Tlatelolco. Ese enorme corazón registraba el pulso de los acontecimientos y los reflejaba en todas y cada una de las transacciones que ahí se realizaban.