Malinalli entonces tomó entre sus manos el collar de cuentas de barro que había moldeado junto con la abuela y con la imagen de la Tonantzin entre los dedos pidió que le permitieran recuperar su centro. Dominar el mareo que la volvía loca. Y recuperar la salud. Faltaba poco para llegar al valle del Anáhuac. Quería verlo. Quería sobrevivir. Después de este deseo, sus ojos se cerraron. Malinalli dejó su cuerpo y se convirtió en pensamiento, en idea, en sueño. En ese estado, nada le impedía ser parte de todo lo que la rodeaba. No tuvo problema para entretejer su pensamiento con el de las demás esclavas y al instante experimentó una libertad inimaginada. Se vio flotando sobre un petate de serpientes entrecruzadas. Sabía que estaba instalada en otra realidad, y que lo que veía era parte de un sueño, pero también sabía que en ese sueño podía encontrar una realidad mejor, más colectiva que individual.
En su sueño se vio como parte de una mente femenina unificada que tenía el mismo sueño. En él, un grupo de mujeres descalzas caminaba sobre el hielo de un río que había quedado congelado en el momento en que la luna se había reflejado sobre su superficie. Las plantas de sus pies en contacto con lo helado se cuarteaban, y las heridas formaban mapas estelares. La luz de la luna llena se proyectó con fuerza sobre todas ellas y entonces fueron una sola mente y sólo un cuerpo, fueron todas una sola mujer que se sostenía en el viento y que se alimentaba de la fe de todas las que querían liberarse de la pesadilla de sentir, de tocar, de llorar, de amar, de sangrar, de morir, de tener y dejar de tener. Malinalli, en cuerpo de esa mujer unificada, se vio rodeada por doce lunas y sostenida por los cuernos de la treceava. Con sus manos recogía plegarias y pedazos de dolor que convertía en rosas. Luego sintió que la luna bajo sus pies se incendiaba toda y el fuego devoraba sus pensamientos. Su mente era lumbre que creaba imágenes que se clavaban en el corazón de los hombres como cuchillos de luz, mientras les hablaban del verdadero significado del lenguaje. Cuando Malinalli sintió que la luna, junto con ella, se incendiaba toda, abrió los ojos. En sus ojos había lágrimas y en su corazón, un presagio de flores.
Reflejo del reflejo Malinalli era. La luz de la luna se proyectaba sobre su espalda y la sombra alargada que de su cuerpo salía abarcaba gran parte de la distancia que la separaba de la piedra del sol, ubicada en el Templo Mayor de Tenochtitlan.
Malinalli había decidido salir a medianoche a recorrer la plaza en silencio. Sin necesidad de traducir e interpretar, sin tener que fingir indiferencia ante los dioses de sus antepasados para evitar ser catalogada como idólatra. Había llegado a Tenochtitlan un día antes y Malinalli había quedado tan o más impresionada que los mismos españoles ante la grandeza de la ciudad. El Templo Mayor era el centro. Era el espacio que reflejaba la cosmovisión de sus fundadores. Desde ese espacio partían grandes calzadas hacia los cuatro puntos cardinales.
Ahí, de pie ante la piedra del sol, Malinalli estaba precisamente en el centro de la ciudad, del cosmos. El sol, la luna, ella y la piedra del sol formaban un todo único e indivisible y en ese momento comprendió que la piedra era una representación de lo invisible. Que era un círculo que representaba no sólo al sol y a los vientos, a las fuerzas de la creación, sino a lo invisible de su centro.
Por primera vez vio lo invisible y comprendió que el tiempo era algo distinto a lo que ella pensaba. Ella estaba acostumbrada a percibir el paso del tiempo a través del movimiento de los astros en los cielos, a través de los ciclos de siembra y cosecha, de vida y muerte. Mientras tejía, también podía entender el tiempo. Un bello huípil era la muestra del tiempo invertido, de la forma en que el tiempo se entreteje. En cada bordado, Malinalli regalaba su tiempo a los demás y compartía con ellos la belleza. Hacía mucho que ya no tenía tiempo de hilar, mucho menos de bordar. Su vida, al lado de los españoles, había modificado por completo su concepción del tiempo. Ahora lo medía por los días de caminata, por los días de batalla, por la cantidad de palabras traducidas, por la cantidad de intrigas y de estrategias desarrolladas. Su tiempo parecía haberse acelerado y no le dejaba ni un momento libre para poder ubicarse en el centro de los acontecimientos. Era un tiempo confuso en el que su tiempo y el de Cortés inevitablemente se entrecruzaban, se enlazaban, se amarraban. Era como si a la usanza indígena, en una ceremonia tradicional, alguien les hubiera atado la punta de sus vestimentas para convertirlos en marido y mujer. Esa sensación la incomodaba. Sentirse amarrada le quitaba libertad. Ella quería ir por un lado y Cortés jalaba por el otro. Era una unión obligada que ella no había decidido pero que parecía marcarla para siempre. Su tiempo -sin remedio- ahora estaba entretejido con el de Cortés. Sin embargo, esa noche, de pie ante la piedra del sol, Malinalli se sentía equilibrada, restaurada, ubicaba en el tiempo, o más bien fuera de él.
Esa noche Moctezuma también reflexionaba respecto al tiempo, a su tiempo, al ciclo que terminaba.
Él, al igual que Malinalli, tampoco podía dormir. Salió al balcón del palacio y desde ahí observó a una mujer resplandeciente que cruzaba la plaza, vestida de blanco. Su corazón dio un brinco, parecía Cihuacóatl, el sexto presagio funesto, que se aparecía por las noches y recorría las calles de la gran ciudad llorando y dando grandes gritos por sus hijos. Es más, con toda claridad escuchó una voz que decía: «¡Hijitos míos, ya tenemos que irnos! ¿Adonde los llevaré, que el dolor no los alcance?». Su píel se le enchinó. El espanto lo dejó helado. Quiso moverse y no pudo. Trató de calmarse, de controlar su mente, pero sus pensamientos no hacían sino conectarlo con imágenes de infortunio. Sin saber por qué, recordó al ave extraña que años atrás le habían llevado a palacio unos pescadores y que en la cabeza tenía un espejo. El hallazgo del ave constituyó el último de los presagios funestos. En cuanto Moctezuma miró al ave, ésta desapareció para siempre de su vista. Trató de recordar lo que el espejo del ave le había reflejado y, en lugar de que viniera a su memoria, en su mente apareció una imagen tremendamente dolorosa: una lluvia pesada caía sobre la piedra del sol. Y cada gota de agua que chocaba en la piedra la deslavaba, dejándola completamente lisa.
Moctezuma comprendió que la muerte era todo aquello que no tenía ni signos ni mediciones y se estremeció. Definitivamente su tiempo había terminado y temió por el futuro de sus hijos, sobre todo los pequeños: Tecuichpo de nueve y Axayácatl de siete años de edad.
Malinalli, continuando con el juego de espejos, sintió el mismo temor que Moctezuma por el futuro de sus hijos, con la diferencia de que ella aún no los tenía. Era una noche de magia, de luz, de paz, antes de la guerra. Malinalli volvió a este mundo al escuchar el ruido de los peces que saltaban en los canales que rodeaban la plaza mayor. Con su salto, producían un ruido parecido al que una piedra hacía al caer al agua, pero los sonidos de los peces eran más delicados, continuos y tranquilizadores. La razón por la que los peces saltaban en noche de luna llena se debía a la luz. Gracias a la luminosidad que la luna proyectaba en el agua, los peces alcanzaban a ver a los insectos que revoloteaban en la superficie del agua y brincan para devorarlos.
Malinalli esperaba que, de la misma manera, Tlazolteotl, la «comedora de las inmundicias», devorara sus pecados. Lo que ella consideraba como pecados, que no eran otra cosa que inconformidad, disgusto, una serie de emociones encontradas.
De inmediato se introdujo al templo de Huitzilopochtli, lugar en donde sabía que la podía encontrar. Tlazolteotl no tenía templo propio. Era una divinidad lunar, era la diosa del amor pasional, del que desata la lujuria y quebranta la ley provocando el adulterio. Tlazolteotl también era la gran madre paridora, la patrona de los partos, de la medicina y de los baños de vapor que limpiaban y purificaban más allá del cuerpo. A esta diosa se le temía pues, así como provocaba el apasionamiento y el apetito sexual, podía retirarlos o provocar enfermedades venéreas. Para evitar todo esto, si uno cometía una transgresión sexual, era necesario que lo confesara a uno de los sacerdotes de la diosa, quienes, en su nombre, recibían «la inmundicia» e implantaban una penitencia que iba desde un simple ayuno de cuatro días hasta la perforación de la lengua con una espina de maguey. Como el ayuno debía realizarse los cuatro días anteriores a la celebración de las Cihuateteo -las divinidades femeninas que habían muerto durante el parto- y esta fecha ya había pasado, Malinalli decidió por sí misma que el castigo que procedía en su caso era la perforación de la lengua.
Por supuesto que no se confesó ante ningún sacerdote. No podía hacerlo. Cortés no lo habría aprobado y en el acto se dio cuenta de que tampoco aprobaría que ella se perforara la lengua. ¿Qué explicación daría al día siguiente cuando no pudiera hablar? Tenía que haber alguna otra manera de castigarse pero no encontraba cuál. Sin embargo se sentía sucia, pecadora. Le urgía limpiar su alma. Para no ser vista, había acudido a esas horas de la noche en busca de algo que le diera alivio, que la purificara. Los últimos acontecimientos la tenían abrumada, descontrolada, excitada.
Antes que nada, estaba el hecho de que durante el primer encuentro entre Moctezuma y Cortés, ella había sido la traductora y durante su actuación había mirado directo a los ojos de Moctezuma, el máximo gobernante. El rey supremo. Las piernas le habían temblado. Ver su rostro había constituido una transgresión suprema. Ella sabía perfectamente que estaba prohibido mirar a la cara a Moctezuma y que aquel que lo hacía era condenado a muerte, y sin embargo, lo hizo. La mirada que obtuvo de vuelta le indicó que a Moctezuma no le pareció en absoluto su actitud, pero lejos de mostrar su molestia, permitió que siguiera traduciendo su discurso de bienvenida. Malinalli lo hizo respetuosamente. Consideraba como el más grande honor que había tenido en la vida transmitir las palabras de Moctezuma. Lo que nunca esperó fue que Moctezuma depusiera su trono a favor de Cortés y que ella, por ser la traductora, fuera quien prácticamente le hubiera dado el reino a Cortés. Tampoco se imaginó que al hacerlo experimentaría un dolor tan profundo. Era muy triste ver que su fe no tenía nada que hacer al lado de la de Moctezuma. Ver a un emperador, a un hombre que había sido educado para el poder, entregar su reino la conmovió profundamente. Ser testigo de la profunda fe de Moctezuma, de la grandeza espiritual que le permitía desprenderse de todo su enorme poder ante un espíritu: el de Quetzalcóatl. Sentir el orgullo de Moctezuma de ser el emperador al que le correspondía presenciar el regreso de Quetzaocóatl la estremecía. Sólo un hombre transformado espiritual mente podía realizar esa entrega.