Lejos de allí, en el palacio de Moctezuma se había dado la misma conversación entre Moctezuma, su hermano Cuitláhuac y su primo Cuauhtémoc.
Cuitláhuac y Cuauhtémoc pensaban que Cortés y sus hombres más que dioses venidos del mar eran una simple banda de saqueadores. Sin embargo, Moctezuma decidió que, se tratara o no de dioses, debía dárseles un trato preferencia! puesto que se consideraba que también los saqueadores estaban protegidos por Quetzalcóatl, así que envió a Teotlamacazqui, su emisario principal, con el siguiente mensaje:
«Ve sin tardanza, haz reverencia a nuestro señor, dile que su teniente Moctezuma te ha enviado y esto es lo que le mando para honrar su llegada».
Tal vez Moctezuma no se dio cuenta del gran desconcierto que esa actitud provocó en la población, pues cuando escucharon que el propio emperador recibía con respeto a los extranjeros y, no sólo eso, sino que se ponía a sus órdenes, todos quedaban obligados a comportarse de la misma manera.
El trato preferencial hacia los españoles indicaba a todas luces que los españoles estaban por encima del emperador Moctezuma.
Pero a la luz de los últimos acontecimientos, Malinalli ya no estaba tan segura. Desde el momento en que se había dado el primer contacto con los emisarios de Moctezuma, Cortés mostró su interés desmedido por el oro. No lo deslumbró la maestría del arte plumario, ni la belleza de los textiles y las joyas con las que lo obsequiaron, sino el oro. Cortés había prohibido a cualquier miembro de la expedición que hiciera intercambios de oro en privado y se ponía una mesa afuera del campamento para que los indígenas hicieran sus intercambios oficialmente. Así que todos los días tanto totonacas como mexicas venían a ofrecerle a Cortés objetos de oro que él intercambiaba a través de sus sirvientes por cuentas de vidrio, espejos, alfileres y tijeras.
Malinalli misma fue obsequiada con un collar con cuentas de vidrio y un espejo. A ella le gustaba mucho el reflejo que ambas producían. Ella entendía bien los espejos.
Mientras lavaba la ropa en el río, se observaba en el agua. Su imagen reflejada le hablaba de miedo, no le gustaba verla, le molestaba, la enfermaba. Recordó que de niña, una vez que estaba enferma, la habían puesto a observar su imagen reflejada en un recipiente con agua y había sanado. Pidió al río que le hablara, que la sanara, que le indicara si estaba actuando bien, si no se estaba equivocando. Ella sabía que el agua hablaba en todos los recipientes. Su abuela le había mencionado en una ocasión que en el Anáhuac había un enorme lago visionario, en donde se reflejaban imágenes de lo que iba a pasar, y en ese lugar los sacerdotes mexicas habían visto un águila devorando una serpiente. En cambio, el río en el que lavaba la ropa no le hablaba, no le decía nada, no veía nada en él, aparte de la mugre de los españoles venidos del mar.
El mar era un espacio de reflejos. Los lagos y los ríos también. En ellos estaban contenidos el sol y el dios del agua. Malinalli sabía que atrás de cada reflejo se encontraba ella misma como lo estaba el sol reflejado en la luna. Como lo estaba en el agua, en las piedras, en los ojos de los otros. Cuando se usan objetos o piedras brillantes, uno se refleja en el cosmos como en un juego de espejos. El sol no se da cuenta de que brilla porque no puede verse a sí mismo. Tiene que verse reflejado para comprender su grandeza. Por eso necesitamos espejos, para reconocernos. Por eso Tula, la ciudad de Quetzalcóatl, fue construida para ser el espejo del cielo y por eso Malinalli gustaba de usar objetos brillantes para ser un espejo donde Quetzalcóatl se reflejara ampliamente. Los collares eran sus más bellos espejos.
Malinalli sacó de su morral el collar que Cortés le había regalado y se lo puso en el cuello, con la intención de ser vista por el dios. De encontrarse con él en el reflejo. Se miró nuevamente en el río y, en esta ocasión, lo que el agua le mostró fue una serie de pequeños reflejos, uno al lado del otro, que formaban una línea ondulada. De inmediato recordó la serpiente de plata que formaban los soldados españoles al caminar uno atrás del otro, reflejando al sol en sus armaduras, y la relacionó con las columnas de soldados de Tula que caminaban uno atrás otro viendo su reflejo en el espejo que el que iba delante cargaba sobre su espalda.
Sin que Malinalli lo supiera, Hernán Cortés se encontraba a sólo unos pasos de ella. Aprovechando que el cielo estaba despejado, Cortés había decidido relajarse un momento al lado del río. Hacía un rato que había dejado de dibujar en su libreta de anotaciones una rueda de la fortuna. Cada vez que quería calmar su mente y despejarla se ponía a dibujar ruedas de la fortuna. Al hacerlo, entraba en estados de relajación profunda, la idea de que había un tiempo circular que determinaba que a veces uno podía estar en la cumbre y al otro momento en el piso le gustaba, pero ese día una idea vino a su mente y lo forzó a dejar a un lado la pluma y el papel. Al estar dibujando la rueda al tocar el piso, sintió que ese momento era el verdaderamente importante en el proceso eterno del giro: el momento en que la rueda toca el piso, ese instante de unión con la tierra es el verdadero, todo lo demás está en el aire, flotando, no existe, ni el pasado ni el futuro; esta comprensión lo hizo levantar la vista y ver a su alrededor con nuevos ojos.
De inmediato, comenzó a experimentar un sentimiento placentero. Estas nuevas tierras que hasta ahora le habían parecido extrañas, peligrosas e inhóspitas, donde el calor, los moscos, la humedad y las plantas venenosas habían atemorizado su corazón, de pronto cambiaron su apariencia y todo a su alrededor le pareció acogedor. Sintió que esta tierra era suya, que le pertenecía y que nunca había llegado sino que siempre había estado ahí.
Con gran paz en su corazón -cosa extraña en él-, decidió darse un chapuzón en el agua. Cuando llegó a la orilla del río, descubrió a Malinalli haciendo lo mismo. Se había despojado de su hermoso huipil para bañarse.
Cortés observó su cuerpo desnudo. Miró su espalda, sus caderas, sus muslos, su cabello y se excitó como nunca antes.
Al sentir su presencia, Malinalli giró y entonces Cortés pudo observar su pecho de adolescente, firme, enorme, con los pezones turgentes apuntando directo a su corazón. Sintió una gran erección y una enorme urgencia de poseerla, pero no debía, así que metió su cuerpo hasta la cintura en el agua fría para ver si se le bajaba un poco la erección. Mientras se acercaba a ella trató de iniciar una conversación que distrajera sus pensamientos.
– ¿Qué haces?
– Me impregno del dios Tláloc, el dios del agua.
Cortés y Malinalli, dentro del agua, uno frente al otro, se miraron a los ojos y descubrieron su destino y su unión inevitable. Cortés comprendió que Malinalli era su verdadera conquista, que ahí, en medio del abismo de los ojos negros de esa mujer, se encontraban las joyas que tanto buscaba. Malinalli, por su lado, sintió que en los labios de Cortés y en su saliva había un trozo líquido de dios, un pedazo de eternidad y que a ella le urgía saborearlo y conservarlo entre sus labios. Las nubes en el cielo se comenzaron a mover con una velocidad extraordinaria. El ambiente se cargó de humedad y lubricó tanto las plumas de las aves, las hojas de los árboles como la vagina de Malinalli. Las grises nubes, al igual que el pene de Cortés, hacían un gran esfuerzo por contener el agua, por retenerla, por no dejarla caer, por no soltar su preciado líquido. Cortés aún tuvo tiempo de preguntar antes de lanzarse sobre ella:
– ¿Cómo es ese dios?
Y Malinalli aún tuvo tiempo de responder antes de ser poseída:
– Eterno, igual que el tuyo, sólo que su eternidad no es invisible como para ti. Nuestro dios se evapora, hace dibujos en el cielo, se mueve caprichosamente en las nubes, grita su presencia, derrama su conciencia y aplaca nuestra sed y nuestro miedo…
Cortés, con los ojos incendiados por el deseo y poniendo su mano sobre el pecho de Malinalli, la interrumpió:
– ¿Tienes miedo?
Malinalli negó con la cabeza. Cortés, entonces, la acarició lentamente, con la mano húmeda. Torno el pezón de la mujer-niña con la punta de sus dedos. Malinalli comenzó a temblar. Cortés le ordenó que continuara hablando de su dios. Pensaba satisfacer un poco su deseo pero nada más, no quería romper la promesa de todos los que participaban en la empresa de que iban a respetar a las mujeres indígenas. Malinalli continuó su discurso como pudo, pues Cortés ya se había metido su pezón en la boca y se lo lamía con lujuria.
– Nuestro dios da la vida eternamente… Por eso es nuestro dios el agua…
La mente ambiciosa de Cortés no pudo más y quiso poseer a Malinalli y a su dios al mismo tiempo. En su mente explotó el placer, y el fuego de su corazón quiso evaporar para siempre a ese dios llamado Tláloc, a ese dios agua. Cargó a Malinalli, la sacó del agua y ahí, a la orilla del río, la penetró con fuerza. En ese instante el cielo también explotó y dejó caer la lluvia sobre ellos.
Cortés no se enteró de los relámpagos, de lo único que sabía era de la tibieza que había en el centro del cuerpo de Malinalli, de la manera en que su miembro empujaba y abría la apretada pared de la vagina de la niña. No le importaba que su pasión y fuerza lastimaran a Malinalli. No le importaba si caían rayos cerca de ellos. No le importaba nada, más que entrar y salir de ese cuerpo.
Malinalli permaneció muda y sus ojos negros, más hermosos que nunca, fueron acuosos, tuvieron lágrimas contenidas. En cada arremetida, Malinalli sentía cómo el torso desnudo y velludo de Cortés rozaba sus pechos y le producía placer. Ahí tenía la respuesta a su inquietud sobre lo que se sentiría al tocar una piel con pelo. Malinalli, a pesar de haber recibido esa violencia en su cuerpo, en su delirio recordó lo que su abuela, con una dulce voz, como si los pájaros, todos, hubieran depositado su espíritu en su garganta, le había dicho un
día antes de morir:
– Hay lágrimas que son sanación y bendición del señor del cerca y del junto. Son agua que también es lenguaje de voz líquida que canta a la fragmentación de la luz, es la esencia de nuestro dios que une los extremos y reconcilia lo irreconciliable.
Durante unos minutos -que parecieron eternos-, Cortés la penetró una y otra vez, salvajemente, como si toda la fuerza de la naturaleza estuviese contenida en su ser. Mientras, llovió tan fuerte que esa pasión y ese orgasmo quedaron sepultados en agua, lo mismo que las lágrimas de Malinalli, quien por un momento había dejado de ser «la lengua» para convertirse en una simple mujer, callada, sin voz, una simple mujer que no cargaba sobre sus hombros la enorme responsabilidad de construir con su saliva la conquista. Una mujer que, lejos de lo que podía esperarse, sintió alivio de recuperar su condición de sometimiento, pues le resultaba mucho más familiar la sensación de ser un objeto al servicio de los hombres que ser la creadora de su destino.