La plaza es mucho más pequeña desde que cortaron los árboles y empezaron a aparcar coches en ella. Ahora el suelo es de cemento y no de tierra apisonada y han desaparecido las aceras con bordillos de piedra. Miro la fachada de mi casa y espero instintivamente oír el sonido metálico del llamador, pero mi padre ha pulsado un timbre, nos quedamos callados y sin mirarnos el uno frente al otro y desde el interior viene una voz que dice, ya va, oigo unos pasos suaves y luego un cerrojo, veo una raya de luz debajo de la puerta y mi madre pregunta quién es con una voz muy joven, nos abre y al principio no me atrevo a abrazarla, ancha, demacrada, con los ojos apagados y enrojecidos tras las gafas, con un jersey y una falda de luto que definitivamente la envejecen, con ese aire de lentitud y estupor de quien acaba de asistir a la muerte de alguien. Observo que mi padre también la besa y que se hablan con una dulzura que yo no conocía o era incapaz de advertir. Las voces suenan de otro modo en el portal de mi casa, sobre todo esta noche, parece que la hubiera agrandado la ausencia de mi abuela Leonor. Extraño las baldosas, la pintura sintética de las paredes, los pequeños cuadros adquiridos al azar en alguna tienda de muebles, pero esos cambios existían desde hace mucho tiempo y yo no los notaba ni era íntimamente injuriado por ellos, se me olvidó el empedrado húmedo del portal y el olor de la cuadra donde ahora está la cocina, miro el cielorraso y me acuerdo por primera vez en no sé cuántos años de los racimos de uvas pasas y de las ristras de embutidos que colgaban de las vigas, pero también es como si sólo ahora advirtiera que mi madre va a cumplir sesenta y un años y que su pelo teñido de negro es blanco en las raíces, que la he visto siempre inalterablemente joven por la única razón de que no me detenía a mirarla. Si supieras cuánto se acordaba de ti, me dice, con la voz quebrada, la pena que le daba no volver a verte. Mi abuelo Manuel está sentado en el sofá, frente al televisor apagado, adormecido y solo con su bata azul marino y su ancha boina negra, entreabre los ojos al oír que ha llegado alguien, me inclino sobre él para darle un beso en cada mejilla y no estoy seguro de que me reconozca. Sus lentas pupilas azules se detienen en mí, dice mi nombre, sonríe muy débilmente con su boca descolgada, hunde de nuevo la cabeza en el pecho pero no cierra los ojos, y su cuerpo vasto y pesado se estremece en un escalofrío, esconde las manos bajo las faldillas, vuelve a mirarme y emite una especie de gemido animal o infantil que suena como una nota demasiado aguda en el jadeo lóbrego de su respiración. Ya casi no puede con su cuerpo, mi madre le dice que se levante del sofá, que es hora de acostarse, y él se encorva y enrojece con los labios apretados por el esfuerzo, asiéndose con las dos manos al borde de la mesa, pero vuelve a hundirse pesadamente en los cojines de eskai y se queda quieto y con una expresión ausente de injuria y abandono, le ofrezco la mano y tiro de él como intentando sacar del agua un fardo de barro, se apoya en el respaldo de un sillón y en la repisa de la chimenea, le doy su bastón, tan delgado en contraste con el volumen de su cuerpo que temo que se rompa cuando descargue su peso encorvado sobre él, mi madre lo toma del brazo y cruzan el comedor y el portal con una interminable lentitud, empiezan a subir una por una las escaleras, oigo luego el roce de sus pasos en las habitaciones de arriba, la caída del cuerpo sobre los muelles de la cama donde hasta hace dos noches durmió mi abuela Leonor, pero antes un ruido de grifos en el que no quiero pensar, ahora estará limpiándolo, me explica mi padre sentado frente a mí, las dos manos grandes, agrietadas y oscuras unidas sobre la mesa, ya no se sabe contener, le da vergüenza pedir que lo lleven al water y que le desabrochen la bragueta o le bajen los pantalones y se lo hace todo encima, tu madre le pone unos pañales como los de los niños, pero grandísimos, imagínate, se los receta el médico. Con la cabeza baja mi padre suspira mirándose las manos enlazadas: sin duda piensa que él tampoco es invulnerable, que tiene sesenta y tres años y se le está acercando insidiosamente la vejez, me cuenta que duerme muy poco, que cada vez le cuesta más levantarse a las cuatro de la madrugada para ir al mercado, que le duelen mucho la columna vertebral y las articulaciones de las rodillas. Tiene la cara un poco hinchada, las mejillas rojas, los lacrimales irritados por la fatiga y el insomnio. Sólo le faltan dos años para jubilarse. Lo pienso y me niego a aceptarlo, se pone en pie y me pide que lo disculpe porque debe acostarse y me dan ganas de acercarme a él y de besarlo, pero no hago nada, le digo buenas noches y al mirarlo de espaldas sigo viéndolo fuerte y erguido, cansado pero todavía invencible, mucho más joven que cualquier hombre de su edad.
Mi madre me ha preparado la cama en mi habitación de siempre, en el último piso, en cuanto supo que venía dejó encendida en ella una estufa para mitigar el frío de esta casa tan vieja y tan grande. Es una cama alta, con barrotes de hierro que transmiten a las manos toda la honda frialdad de los inviernos antiguos, con dos colchones de lana que ceden bajo el peso de mi cuerpo como si fueran el sueño que me traga, con una piel de oveja extendida a los pies. A pesar de la estufa hace un frío denso, agudo, olvidado, un frío que hiela las baldosas e invita a esconder la cabeza y los hombros y a no sacar las manos del embozo, que vuelve rígidas las sábanas tan limpias de algodón y obliga, en los primeros minutos, a quedarse muy quieto, con las rodillas encogidas y los pies helados, tiritando. En esta habitación adonde nunca suben las visitas no ha cambiado nada en veinte años: las paredes encaladas, las vigas curvándose bajo el peso del tejado, la gran cómoda de asas doradas sobre la que cuelga una foto de los padres de mi abuelo Manuel, un hombre calvo y maduro que tal vez sólo se le parece en la corpulencia y una mujer mucho más joven, con la boca y la barbilla idénticas a las de mi abuelo, con un vestido de bordados negros en el cuello cerrado. Se llamaba igual que mi madre, enviudó cuatro veces y tuvo dieciocho hijos, de los cuales mi abuelo Manuel es el único que vive todavía. Posee el mismo aire absorto de indiferencia y ruda rectitud de una cabeza romana, la misma mezcla de misteriosa proximidad y absoluta lejanía. Apago la luz y me alivia no verla, percibo bajo las sábanas el peso de las mantas y la colcha y la piel de oveja, la hondura del colchón, la lentitud con que van envolviéndome el calor y el sueño, tan cansado como cuando me apartaba de ti al amanecer resbalando sobre la humedad de tu vientre, como cuando tenía catorce o quince años y subía a acostarme en esta misma habitación después de un día interminable de trabajo en el campo y nada más apagar la luz me quedaba dormido. Entonces imaginaba lo que ahora recuerdo: en la oscuridad, en la quietud y la tibieza, un cuerpo blanco y caliente de mujer, hecho con la materia dúctil del deseo y del sueño, se cobijaba a mi lado, conducía sabia o desesperadamente la mano solitaria que rozaba mis ingles, tenía el pelo, los labios, la cara y los muslos que yo había decidido, aprendía conmigo las sagacidades y enigmas de aquel arte inconfesado, las secretas efusiones de un placer que dejaba luego en las sábanas un rastro amarillo de culpa. Ahora eres tú esa mujer que deseo e invento mientras derivo a una dulce inconsciencia, y el cuerpo futuro que imagino tan detalladamente como entonces me concede los atributos, los dones, las suavidades y olores que esperé tantos años y que no se habrían cumplido si no llego a encontrarte.
Nunca paro de hablarte , te voy contando las cosas a medida que las veo o que me suceden, te escribo en silencio una larga carta instantánea que fluye y se desvanece como las palabras dichas en voz alta y las que sólo se pronuncian en la imaginación. Mi pensamiento es ahora el hábito de conversar contigo. He llamado a tu casa, he marcado el número de la conexión internacional y se escuchaba en el teléfono un rumor como el de la distancia del océano, al oír tu voz en el contestador me he acordado de cuando creía que eras rubia, que tu nombre era Allison y que no te vería nunca más. He dicho que estoy en Mágina y he dejado en la cinta el número del teléfono de mis padres, y al colgar he advertido que el corazón me latía muy rápido, como cuando me costaba horas decidirme a llamar a Marina y al final no obtenía más fruto de mi tortuoso heroísmo que una educada negativa.
La muerte en paz de mi abuela Leonor ha dejado en la casa un fatigado abatimiento de resignación y vacío y una penumbra como la de esas capillas iluminadas por mariposas de aceite donde casi nadie se detiene a rezar. Arde el fuego en la chimenea, mi abuelo dormita con las manos bajo las faldillas del brasero o mira la pared con una expresión inescrutable, y algunas veces, cuando más fijas tiene las pupilas, se le ponen vidriosas y le rueda sobre la mejilla una lágrima que él tarda en limpiar con el dorso áspero de la mano. Hablamos en voz baja y nos sobresalta a todos el timbre de la puerta o el del teléfono, no se encienden la televisión ni la radio, por el luto, a la caída de la tarde mi madre y mi tía, vestidas de negro, rezan el rosario y concluyen cada misterio con una letanía en memoria de mi abuela Leonor: Virgen del Consuelo, envuélvela en tu manto y llévala al cielo. Para no hacer ruido yo me muevo por la casa con la cautela de una sombra, mi antigua sombra agraviada con la que no he vuelto a tratar desde que sólo hablo imaginariamente contigo, me quedo horas sentado frente al fuego, hipnotizado por los amarillos, los púrpuras y los azules de las llamas, mirando hervir los globos de resina en los cortes todavía fragantes de la madera de olivo, oliendo luego sin disgusto el humo en mi ropa. Olor de humo, olor de pobres, decía mi abuela. De vez en cuando viene una visita a dar el pésame y se repiten las caras de aflicción, los suspiros, las lágrimas, las palabras rituales de añoranza y aliento, mujeres de manos gruesas y romas que sostienen anticuados bolsos negros en el regazo y han acabado adquiriendo una rutinaria familiaridad con las condolencias y los funerales, que tal vez son, en sus vidas encerradas, iguales a la de mi madre, las únicas ocasiones de actividad social. Era tan buena, se mantuvo tan bien de la cabeza hasta el final que se dio cuenta de todo, le falló el corazón, Dios se la ha llevado. Mujeres de oscuro sentadas con mi madre alrededor de la mesa, parientas lejanas a las que yo había olvidado y dicen acordarse de cuando era chico, palabras idénticas a las que yo oía sin comprender hace treinta años: los conciliábulos de los mayores, sus costumbres enigmáticas espiadas desde un ángulo inadvertido de la realidad por la atención infantil, en la que había algo de presencia invisible. En otro tiempo, cuando este comedor era una vasta cocina, los hombres se reunían en las mañanas de temporal alrededor del fuego y asaban en las ascuas lonchas de tocino y orejas de cerdo, y mi abuelo Manuel, el jefe de la cuadrilla que por culpa de la lluvia no iría ese día a la aceituna, era el más alto de todos y tenía la voz más sonora que nadie, se hacía a su alrededor el silencio y no se oía más que el rumor del viento y de la lluvia en la chimenea y el crepitar del fuego cuando empezaba a contar el sacrificio heroico de un batallón entero de guardias de asalto que sucumbieron ante las ametralladoras enemigas en un lugar próximo a Madrid que se llamaba la cuesta de las Perdices o las palabras que le dijo el comandante Galaz al alcalde después de cuadrarse ante él en la escalinata del ayuntamiento: «La guarnición de Mágina permanece y permanecerá leal a la República.»