Puedo inventar ahora , impunemente, para mi propia ternura y nostalgia, uno o dos recuerdos falsos pero no inverosímiles, no más arbitrarios, sólo ahora lo sé, que los que de verdad me pertenecen, no porque yo los eligiera ni porque se guardara en ellos una simiente de mi vida futura, sino porque permanecieron sin motivo flotando sobre la gran laguna oscura de la desmemoria, como manchas de aceite, como esos residuos arrojados a la playa por el azar de las mareas con los que el náufrago debe mal que bien arreglarse para urdir en su isla un simulacro de conformidad con las cosas. Hasta ahora supuse que en la conservación de un recuerdo intervenían a medias el azar y una especie de conciencia biográfica. Poco a poco, desde que vi las fotografías innumerables de Ramiro Retratista y fui impregnándome del rostro y de la voz y de la piel y la memoria de Nadia igual que una cartulina blanca y vacía se impregna de sombras grises y luces sumergida en la cubeta del revelado, empiezo a entender que en casi todos los recuerdos comunes hay escondida una estrategia de mentira, que no eran más que arbitrarios despojos lo que yo tomé por trofeos o reliquias: que casi nada ha sido como yo creía que fue, como alguien, dentro de mí, un archivero deshonesto, un narrador paciente y oculto, embustero, asiduo, me contaba que era.
Todavía me desconcierta la extensión del olvido, la magnitud de todo lo que he ignorado no ya sobre los otros, vivos y muertos, sino sobre mí mismo, sobre mi cara y mi voz en el pasado lejano, en los días finales de la primera mitad de mi vida, cuando me creía, acobardado y temerario, en las vísperas acuciantes de un porvenir que era falso y que también se ha extinguido. Pero ahora imagino cautelosamente el privilegio de inventarme recuerdos que debiera haber poseído y que no supe adquirir o guardar, cegado por el error, por la torpeza, por la inexperiencia, por una aniquiladora voluntad de desdicha abastecida de excusas y hasta de fulgurantes razones por el prestigio literario de la pasión. Le dije a Nadia: por qué no nos encontramos definitivamente entonces, cuando nada nos había gastado ni envilecido, cuando todavía no nos había manchado el sufrimiento. Pero en realidad no quiero modificar en su origen el curso del tiempo, sólo concederme unas pocas imágenes que pueden no ser del todo falsas, que tal vez estuvieron durante fracciones de segundo en mi retina y no llegaron a alcanzar la conciencia y sin embargo permanecen en alguna parte dentro de mí, en lo más hondo de la oscuridad y del olvido, avisándome de que lo que yo supongo invención en realidad es una forma invulnerada de memoria, de modo que si ahora imagino una mañana de hace dieciocho años en que la vi cruzar con su padre la puerta encristalada del bar Martos, a contraluz, caminando sobre la mancha de sol que brillaba en las baldosas y apenas reverberaba en la penumbra donde mis amigos y yo estábamos oyendo una canción de Jim Morrison o de John Lennon o de los Rolling Stones en la máquina de discos, si no logro definir su cara pero sí la orla deslumbrante de su pelo rojizo, si me atribuyo la sensación de curiosidad y extrañeza que entonces provocaban siempre en nosotros los forasteros, tal vez actúo como un adivino de mi propio pasado, y por eso me gana una emoción de verdad de la que hace mucho quedaron despojados esos recuerdos que ya no estoy tan seguro de que sean veraces, que se parecen a los cuadros rutinarios y a las fotografías enmarcadas de una casa en la que uno no desea vivir, despojos, no trofeos, innobles como reliquias degradadas por el escarnio, por el abandono y las telarañas, colgadas en capillas siniestras a las que nadie acude.
Puede que yo estuviera allí el día que llegaron, porque pasaba una parte considerable de mi vida en el Martos, escuchando discos extranjeros en cuyas letras trabajosamente descifradas intuía las palabras de una revelación sobre algo que estaba muy lejos de mí, que nunca alcanzaría y que sin embargo había nacido conmigo, bebiendo cañas de cerveza con la necesaria lentitud para que durasen lo más posible, fumando cigarrillos, con Martín y Serrano, a veces con Félix, que silbaba por lo bajo alguna melodía barroca y estaba como de visita, recostados contra la pared húmeda, entornando los ojos para hacer más intenso el efecto narcótico de la cerveza, del humo y la música, mirando tras los cristales a las mujeres que pasaban, a los viajeros recién llegados en el autocar de Madrid, al que le decían la Pava, por lo lento que era, a los que estaban a punto de marcharse y entraban en el Martos para comprar cigarrillos o beber un café, excitados, imaginábamos nosotros, por la proximidad de la partida, nerviosos, mirando sus relojes de pulsera y vigilando al conductor, que conversaba con el dueño en una esquina de la barra y hacia las tres y veinticinco, cuando nosotros también debíamos marcharnos al instituto, apuraba su cigarrillo con una última calada, se frotaba las manos y decía en voz alta, vámonos, y yo pensaba, quién pudiera.
En Mágina, entonces, aún llamaba la atención la llegada de un forastero, y no porque nos conociéramos todos, pues hacia el norte habían crecido primero barrios de casas pequeñas, corrales ínfimos y calles empedradas, y luego bloques de pisos que tenían garajes y cafeterías en los bajos, y cuyos ascensores, en los que entrábamos alguna vez para subir a la consulta de un médico, nos producían una admiración indiscernible de la claustrofobia y del callado terror. A los forasteros se les identificaba sin vacilación, y no me refiero sólo a los turistas aislados que llevaban pantalón corto y cámaras fotográficas que usaban enigmáticamente para tomar retratos de burros con serones y de palacios viejos que a nosotros nos parecían irrelevantes y en los que ni los gitanos de la calle Cortina habrían querido vivir. Hasta no hacía muchos años, la presencia de una pareja de turistas provocaba un alboroto de niños en la calle y de postigos abriéndose a medias para examinar esas figuras menos llamativas que ridículas, las mujeres con el pelo oxigenado y las picudas gafas de sol sobre las caras pálidas, los hombres, tan mayores, con las piernas blanquecinas y peludas al aire y cortos calcetines de colores brillantes, con camisas floreadas y abiertas que aquí parecían más propias de los payasos, de los maricones o de los idiotas detenidos en una infancia decrépita que de las personas en su juicio.
Alguna vez, en el barrio de San Lorenzo o en el de la Fuente de las Risas, donde quedaban todavía turbulentas cuadrillas de niños que emprendían feroces guerras a pedradas, una pareja de turistas acababa huyendo de una curiosidad silenciosa y hostil que inopinadamente se había convertido en persecución. Pero con el tiempo la ciudad fue acostumbrándose a ellos, en parte porque cada vez era más frecuente su llegada, y en parte también porque el exotismo de sus actitudes, de su vestuario y de las matrículas de sus coches se fue disolviendo en el cambio gradual de todas las cosas, que sólo a los muy mayores les pareció desconcertante e incluso amenazador. Había turistas igual que había coches en todas partes y a todas horas, televisores, semáforos, pollos gigantes, cocinas de gas, vajillas de duralex, cantantes de pelo largo y ademanes afeminados, como decían que era el hijo golfo del inspector Florencio Pérez, piscinas con trampolines olímpicos, camisas que nunca se arrugaban, edificios de ocho y hasta diez pisos y máquinas expendedoras de tabaco y de bolsas de pipas, que a más de uno le parecieron la señal de que estábamos viviendo en un mundo automático en el que muy pronto los robots suplantarían a los hombres.
Pero a los forasteros se les seguía distinguiendo con facilidad, aunque no tuvieran el pelo rubio ni llevaran cámaras al cuello ni usaran absurdos pantalones cortos. Ni siquiera hacía falta oírlos pronunciar las eses finales de las palabras: se les reconocía simplemente por la cara, pues alguien podía tener cara de no ser de Mágina igual que de estar enfermo o de haber bebido en exceso, y era fácil que se les atribuyeran vidas legendarias y fortunas cuantiosas, tal vez a causa de un vago sentimiento de inferioridad que nos inclinaba a suponer que más allá de nuestra colina y de la doble frontera del Guadalquivir y del Guadalimar se extendía un mundo ilimitado y próspero que a casi todos nosotros nos estaba prohibido, a menos que la suerte acompañara a la audacia o que aceptáramos cumplir en él tareas subalternas, no siempre más ingratas ni peor pagadas que las habituales aquí. A mi padre le rondaba la idea de vender la huerta y los olivos y emigrar a Benidorm o a Palma de Mallorca, donde consideraba posible encontrar un empleo de jardinero en algún hotel. Yo me colocaría de botones, decía, y en poco tiempo, con mi facilidad para los idiomas, perfeccionando mi habilidad para escribir a máquina con los diez dedos y sin mirar el papel, llegaría a convertirme en maître, palabra cuyo significado exacto él desconocía, pero que pronunciaba con reverencia, pues alguien, alguno de sus parroquianos del mercado, le había dicho que ser maître era hoy en día más que ser ingeniero o médico, con la ventaja de que no era preciso gastar la juventud y estropearse la vista estudiando en una capital. Me hablaba de gente que de tanto estudiar había caído enferma de palidez y acababa mirando el vuelo de las moscas en las celdas con azulejos blancos de los manicomios. Se acordaba de amigos y parientes suyos que se marcharon a Madrid, a Sabadell o a Bilbao cuando él era joven y que ahora vivían en pisos con calefacción y cuarto de baño, tenían paga segura y regresaban de vez en cuando a Mágina conduciendo sus propios automóviles. Hablaba con admiración y nostalgia de su primo Rafael, que había sido su mejor y casi su único amigo hasta el final de la adolescencia, y que ahora, veinte años después de salir huyendo del hambre y de la esclavitud del trabajo en el campo, era conductor de autobús en Madrid.
Pero se daba cuenta amargamente de la dificultad de triunfar fuera de Mágina. Salvo su primo Rafael y algún otro -porque la mayor parte de los que volvían a pasar las vacaciones aparentaban por vanidad o vergüenza una posición que nunca alcanzaron y se entrampaban para traer regalos a la familia y alquilar grandes coches que pasaban por suyos- sólo había triunfado de verdad un matador de toros, Carnicerito, torero más de arte que de valor, puntualizaba mi abuelo Manuel, que en unos pocos años había pasado de las capeas en las cortijadas a la vuelta al ruedo en Las Ventas, y a quien mi padre admiraba más aún porque era hijo de un carnicero que tenía en el mercado un puesto enfrente del suyo, de modo que lo había visto nacer, como quien dice, explicaba, halagado por el hecho de conocer a alguien muy célebre, y desde chico se le vio la afición. Ahora Carnicerito salía en la portada del Dígame -tenía la cara larga y el perfil grave y ensimismado, como Manolete- y algunas veces irrumpía en Mágina, en el paseo del León, en la calle Nueva, en la plaza del General Orduña, al volante de un Mercedes blanco y descapotado en el que se veía vibrar desde lejos la melena al viento de una rubia que sería, sin duda ninguna, forastera, y con la que a mediodía era posible verlo sentado en la terraza del Monterrey, una cafetería con barra de aluminio y paredes de moqueta azul recién abierta bajo los soportales, donde nosotros creíamos que sólo les estaba permitido sentarse a los ricos, a los forasteros y a las mujeres rubias que fumaban con las piernas cruzadas y descubiertas hasta más arriba de la mitad de los muslos.