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III El jinete polaco

Nunca he hablado tanto , durante tanto tiempo, te hablo en voz alta cuando estás mirándome o cuando apagamos la luz y te cobijas contra mí y me pides que no me calle, pero sigo hablándote cuando te has dormido y te oigo respirar, y cuando me despierto por la mañana y has salido para comprar el periódico y me sobresalta que no estés, casi vuelvo a dormirme, me extiendo en la cama y me parece que me envuelven no sólo las sábanas y el edredón sino el calor de tu presencia, y me gusta permanecer así, durmiendo todavía pero muy cerca del despertar, mezclando las sensaciones exteriores al sueño, oigo la llave en la cerradura, la cautela de tus pasos, el ruido del agua en el fregadero, el de las tazas y el exprimidor de zumo, huelo el pan tostado y el café, abro los ojos y te veo de espaldas al otro lado del pasillo, en la cocina con la puerta entornada, te apartas el pelo sujetándolo a un lado con los dedos extendidos y veo tu perfil ensimismado en la disposición de las tazas, los vasos de zumo y la cafetera sobre la bandeja, muy pensativa, como si no estuvieras segura de que no falta nada, pasas ante la puerta del dormitorio, tal vez creyéndome dormido, y sé que vas a poner un disco, te gusta comenzar las mañanas con Aretha Franklin o Sam Cook o los Beatles, aunque también a veces con Miguel de Molina o Concha Piquer, con una fuga cristalina de Bach, y mientras vienes sosteniendo la bandeja con miedo a que se te caiga yo estoy ya despierto y vuelvo a hablarte, te cuento perezosamente un sueño que he tenido, observo que añades la leche muy caliente a mi taza de café y que sin preguntarme le pones dos cucharadas de azúcar y me doy cuenta de que ya hemos adquirido costumbres, en tan pocos días, me extraña y lo agradezco, igual que me extraña oírme hablar tanto tiempo seguido, tan reflexivamente, tan despacio, con una precisión que he aprendido de ti, hablar en voz alta de mí mismo y de mi propia vida, nunca lo hice hasta ahora, tal vez porque nadie me ha hecho tantas preguntas como tú.

Prefería callarme, escuchar a otros, mirarlos y espiarlos, he usado mi voz para inventar o mentir o para enmascararme en las voces de los otros, para decir lo que ellos querían que dijera o lo que yo consideraba conveniente, he dicho palabras de amor y no he estado seguro de que fueran verdad, pero he procurado creérmelas mientras las decía, he vivido fuera de mí mismo, en una fronda de palabras, he salido de mí para perderme en ellas igual que salía de mi casa para no soportar la soledad y buscaba urgentemente a alguien, quien fuera, amigos o mujeres, bares donde las carcajadas y la música me aturdieran la conciencia, donde pudiera oír palabras a mi alrededor que yo perseguía sin motivo igual que persigo las que suenan velozmente en los auriculares cuando estoy encerrado en la cabina de traducción, fragmentos de conversaciones o discursos, cientos de miles, millones de palabras pronunciadas al mismo tiempo en cuatro o cinco idiomas, y ninguna tenía nada que ver conmigo ni con ninguna clase de verdad, dejaba de oírlas y volvía al mismo silencio del que había escapado, me desesperaban pero no era capaz de vivir cuando se extinguían, me daba miedo no escuchar, como un ciego que descubre que lo han dejado solo, ponía un disco, conectaba la radio, me quedaba quieto para escuchar las voces del apartamento contiguo, establecía diálogos prolijos con mi propia sombra, me daba órdenes y consejos, no vuelvas a ver más a esa mujer, no tomes otra copa, acuérdate de sacar la bolsa de basura, levántate, que son las nueve menos veinte, no te pierdas a la rubia que acaba de entrar en el comedor, o le hablaba imaginariamente a Félix por teléfono, le escribía cartas que nunca llegaron al papel, adoptaba otra voz, hablaba con alguien y se me contagiaba su acento, pero me pasa lo mismo con las opiniones o los estados de ánimo de otros, que se me contagian en seguida, por eso no soy capaz de sostener una discusión sin ponerme de parte del que está en contra mía ni me cuesta ningún trabajo aprender un idioma ni imitar una voz, Félix dice que podría haberme ganado la vida de ventrílocuo, es como viajar a otro país sin moverse, como cambiar de alma y de memoria, hasta de identidad, y a mí la mía se me escapa en cuanto me descuido, no sé quedarme en la primera persona del singular, y si es la del plural no la he usado casi nunca, creo que sólo ahora puedo decir yo y nosotros sin sentirme un falsificador o desear escaparme, sin inventar lo que digo y a quién. Pero me dan miedo esas palabras, nunca y ahora, a los amantes les gusta mucho repetirlas, seguro que tú y yo se las hemos dicho a otros, nunca he querido a nadie como a ti, ahora soy más feliz que nunca, nunca he gozado tanto, yo las odiaba cuando me encontré contigo, había decidido curarme del amor, más o menos como el que se quita del tabaco, me sublevaba su prestigio, su vacuidad, su omnipresencia, todas las canciones y todos los libros y todas las películas mareando el amor, en todos los idiomas, todos los amantes jurándose nunca y nunca más y sólo ahora y para siempre, todo el mundo esperando el amor, o fingiéndolo, o haciéndolo, o echándolo de menos, o sufriendo rabiosamente por él, por nada, por haber leído libros o escuchado canciones donde la gente se enamora, muriéndose por lograrlo cuando no lo tienen, pagando y mintiendo y humillándose para conseguirlo, asfixiándose de tedio, de desengaño o de simples ganas de huir o de quedarse solos en la cama cuando lo alcanzaban, falsificando caricias y orgasmos, qué palabra, deberían prohibirla, aunque hay un bolero que se llama crudamente así, gimiendo como perros, disimulando la indiferencia o el asco en la oscuridad, fumando luego en la cama mientras guardan silencio porque no saben qué decirse o porque si abren la boca no podrán contener el bostezo, o peor aún, comentando juiciosamente las miserables peripecias para ennoblecerlas con la vaselina de la sinceridad, repitiendo posturas o palabras que han aprendido en un vídeo pornográfico, perversiones modestas, acuñando groseros diminutivos que los harían enrojecer de vergüenza ajena si se los oyeran a otros, imaginando con los ojos cerrados que abrazan otro cuerpo y dicen otro nombre.

Me negaba con una furiosa determinación, como un monje que se encierra bajo llave en su celda para no salir, me amputaba el deseo, me imponía el cumplimiento neurótico de mis obligaciones y mis comodidades más sórdidas, manías de hombre solo en una colmena de gente tan sola como él y en una ciudad lluviosa donde las calles se quedan vacías después de las seis, la vuelta a casa en autobús leyendo el periódico, la habilidad tan difícil de aprender de no rozar a nadie y no mirar a nadie a los ojos, la calefacción excesiva en el apartamento, el desorden semanalmente corregido por la mujer de la limpieza pero creciendo hora tras hora como la maleza de una selva, una toalla sucia en un rincón del cuarto de baño, los platos amontonados en el fregadero, la cena rápidamente calentada en el microondas y consumida delante de la televisión, el silencio cada vez más denso, intolerable hacia las diez o las once, sobre todo cuando no ponían alguna película que me interesara o a la que fuera fácil resignarse, la precaución de conectar el despertador, y como máxima recompensa del día la satisfacción de acostarme pronto y de no haber bebido demasiado, de no sufrir por nadie, de que nadie tuviera derecho a inocularme la culpa de su sufrimiento, un cigarrillo fumado a medias y un libro que abandonaba en seguida, el vaso de agua y la cápsula de valium, las graduales artimañas urdidas para sobrevivir sin entusiasmo, pero también razonablemente a salvo del horror, la solitaria mezquindad que lo va envolviendo a uno en una especie de caparazón quitinoso sin que se dé cuenta, tan escondido en su rincón como una cucaracha, con un sentimiento neutral de resignación y de pérdida que no impide la dedicación al trabajo, más bien la favorece, porque el trabajo es el único porvenir verosímil que puede imaginar y cada fin de mes rinde su beneficio indudable, y cada día sus dosis de intrigas enhebradas, de vanidad, aburrimiento y rencor.

Me habitué a hablar con muy poca gente y a ser un extranjero, y ya casi no tenía nostalgia de España, regresaba en las vacaciones y encontraba un país zafio y ruidoso donde todo el mundo fumaba en todas partes y hablaba siempre a gritos, y al cabo de una semana ya quería marcharme, iba a Mágina y me moría de tristeza viendo a mis padres envejecidos, a mis abuelos cada vez más decrépitos y torpes, a mis amigos enquistados sin un rastro de rebelión en su melancolía de provincias, más gordos, con menos pelo, con hijos y ocupaciones y amistades que ya no tenían nada que ver conmigo, recibiéndome cada vez que los veía con una hospitalidad atenuada por la desconfianza, como si íntimamente me echasen en cara una deserción que no era sino la consecuencia de una voluntad de huir que todos compartimos y que sólo yo cumplí hasta el final, no porque hubiera tenido más coraje que ellos sino porque la corriente que me empujó a mí fue más poderosa y no tuvo reflujo: me reprochaban que no hubiera asistido a sus bodas, que hubiera perdido el acento de Mágina, me hacían preguntas sobre mi trabajo y sobre las ciudades de Europa donde llevaba años viviendo y yo temía que mis respuestas los hirieran, me imaginaba en la posición contraria, yo encerrado en Mágina y convirtiéndome sin remisión en un padre de familia maduro y cualquiera de ellos volviendo una vez al año desde Berlín o Bruselas, contándome que trabajaba de intérprete en un organismo internacional, pero que tal vez abandonaría muy pronto ese puesto fijo para unirse a una agencia independiente y vivir de un lado a otro, sin horarios fijos, traduciendo durante una o dos semanas y dedicando el resto del mes a no hacer nada, a vivir de una manera semejante a como imaginábamos a los dieciséis años. Con qué alivio me marchaba de Mágina y subía al avión en Madrid, pero ahora descubro, lo supe el otro día, en ese hotel de las afueras de Chicago que parecía una casa embrujada, que tenía mucho más miedo del que yo pensaba, era como estar acercándome a un límite, si daba unos pocos pasos más ya no habría remedio, sería un extranjero para siempre, no habría un solo lugar en el mundo donde yo tuviera un motivo firme para permanecer. He conocido a mucha gente así, son como una estirpe, una raza aparte que vive en una diáspora sin persecución ni tierra prometida, nunca saben del todo dónde están, no terminan de acostumbrarse jamás al país donde se instalaron hace años pero vuelven al suyo y advierten que han pasado fuera demasiado tiempo, que han perdido las claves cotidianas de su propio idioma y no acaban de comprender, por ejemplo, las noticias de la televisión o los chistes del periódico, se marchan de nuevo y se resignan y saben que ya será inútil volver, que se les ha degradado la memoria y que de ahora en adelante vivirán como fantasmas parciales que no dejan huellas de sus pasos y carecen de sombra. Pero yo he querido ser así, te lo juro, estaba envenenado de palabras, he seguido estándolo mucho después de que terminara mi adolescencia, he creído que amaba el nomadismo y la soledad porque eran palabras prestigiosas, adornadas por las mayúsculas de la literatura. Lo único cierto entre tanta mentira que me he contado era el miedo a permanecer, a que me envolvieran los hilos de la dependencia y la costumbre, el veneno letal de los hábitos diarios, el amor, los bares, el trabajo, la complacencia en la repetición, segregando una baba que se vuelve sólida al contacto del aire, que lo recluye a uno en su casa y en el número creciente de sus objetos, sus muebles, sus electrodomésticos, sus hijos o sus animales de compañía y lo acaba atando no porque uno haya elegido sino porque ha ido perdiendo sin saberlo toda posibilidad de elección.

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