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Comimos unos platos tremendos de arroz con pollo condimentado a la manera de Mágina y luego fuimos a tomar café a un bar donde había una estampa de la patrona, una gran fotografía de Carnicerito y un cartel turístico en color en el que se veía la plaza del General Orduña. Anochecía cuando el primo Rafael nos acompañó a la parada de la camioneta. Le dijo orgullosamente al conductor que éramos familia suya y no tuvimos que pagar el billete de regreso a Madrid. Siguió hablando mientras esperaba a que nos fuéramos, con su viveza triste, con un aire de contrariada bondad que le hacía parecerse a la foto de su padre, en la que yo había observado la firma de Ramiro Retratista. «Primo, ¿a que no sabes que lo vi el otro día en la plaza de España? Me acerqué a saludarlo, pero no me conoció. Estaba con una de esas máquinas grandes de retratar a los turistas y a las parejas de novios. ¿Te acuerdas cuando nos retratamos en la feria subidos a su moto?» Las puertas de la camioneta se cerraron y el primo Rafael se quedó en la parada diciéndonos adiós con la mano hasta que lo perdimos de vista. Mi padre se removía en el asiento, miraba el reloj, estaba ansioso por llegar a tiempo a la estación. Eran las seis, faltaban cinco horas para la salida del tren, pero la sangre le quemaba, decía siempre, no podía remediar el miedo angustioso a llegar tarde. Desde el otro lado del pasillo, en el autobús, yo lo veía de perfil contra la ventanilla por donde se deslizaba un paisaje abismal de construcciones de hormigón y barriadas nocturnas, inquieto, digno, reconocido y previsible en cada uno de sus actos, en su manera de consultar el reloj o de acomodarse los hombros del abrigo, mirando absorto los faros que venían en dirección contraria, los semáforos intermitentes en la charolada oscuridad del asfalto, las ventanas iluminadas en los pisos más altos de los edificios. Una vez estábamos viendo en la televisión un documental sobre la guerra de Cuba y apareció la fotografía de una multitud de hombres con uniformes rayados que se congregaban en el muelle de La Habana junto a las pasarelas de un vapor. «¿Tú ves a toda esa gente?», me dijo, y yo pensé que iba a hablarme de mi bisabuelo Pedro Expósito: «Pues todos están muertos.» Cuando avisaron por los altavoces la salida del tren nosotros llevábamos ya más de una hora en Atocha. Junto al estribo, muy nervioso, queriendo sin duda contener el miedo a que el tren se marchara sin él a pesar de todas sus precauciones, me abrazó y me besó, me pasó la mano por el pelo revuelto, me dijo que comiera bien, que estudiara, que me levantara temprano, que no me metiera en política. Luego abrió la cartera y me entregó dos billetes de mil. Lo hizo con discreción, pero no sin sugerirme, por la lentitud pensativa de su gesto y la gravedad de su cara, que yo estaba en Madrid contra su voluntad y que le había costado mucho ganar aquel dinero. Subió enérgicamente al estribo en cuanto oyó el silbato. Asido a la barra, seguro de que ya no perdería el tren, dijo que iba a pedirme un solo favor. «Por lo que más quieras, aféitate esa barba.» Seguí distinguiéndolo por su pelo blanco entre las cabezas asomadas a las ventanillas cuando el tren se alejó, y luego, aliviado y un poco remordido por su ausencia, salí a la noche y al frío y a las luces distantes de Madrid.

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