Me da rabia poseer cosas, libros, fotografías, discos, carpetas de recortes, colonias de insectos que se reproducen sin propósito en las habitaciones sedentarias y hasta en los bolsillos, armarios llenos de ropa sin usar, cartas inútiles que no serán contestadas pero que nunca llegan a tirarse, libros que ya no serán leídos, cintas de música que han perdido la etiqueta y la caja, cosas inertes, asediándolo a uno, equipajes monstruosos, llaves de casas abandonadas hace tiempo, billetes de Metro con un número de teléfono escrito en el reverso, tarjetas de visita, pasaportes caducados, es como una selva en la que hubiera que estar manejando sin descanso el machete para que no vuelva a cerrarse la espesura, como una casa comida por las termitas de la que hay que irse cuanto antes, dejándolo todo atrás, igual que hacían los aeronautas de Julio Verne para que el globo se remontara en el aire, abandonando el peso muerto, las costumbres, las cosas, la ropa usada, los libros inútiles, incluso los recuerdos: una bolsa liviana de viaje, un billete de avión, un walkman que cabe en la palma de la mano, el pasaporte y la tarjeta de crédito, nada más, nadie más, ni siquiera yo mismo, el que he sido y ya no soy, el que permanece en la casa abandonada como la piel seca y transparente de un reptil mientras yo, libre de todo, ligero, casi flotante, subo a un taxi y me dirijo al aeropuerto o a la estación, exaltado, neurótico, comprobando que no olvido nada necesario, mirando el reloj por miedo a llegar tarde, no sólo el mío, sino el que lleva el taxista en el salpicadero y los que se ven al pasar en los edificios públicos o en los paneles digitales de las calles, calculando minutos, acuciado por el tiempo, sintiéndolo desgranarse con el mismo desasosiego con que oigo fluir las palabras en los auriculares y las atrapo para ordenarlas en la sintaxis de otro idioma, temiendo perder una sola de ellas, un verbo, una palabra clave, y no encontrar ya el modo de contener su riada indescifrable, el alud de palabras que lo anegan a uno como si la cabina acristalada fuera un acuario donde el agua no deja de subir. Las sigo oyendo luego, cuando salgo de la cabina y enciendo un cigarrillo, cuando camino solo por la calle o viajo en Metro y me pongo involuntariamente a traducir las palabras que suenan a mi alrededor, a usarlas como indicios de las que vendrán más tarde, las oigo en el silencio de mi habitación y en el duermevela que me conduce hacia el sueño, y a veces, cuando he pasado todo el día trabajando, me duermo y sueño que no he salido de la cabina de traducción, y las palabras me empujan, me envuelven, me arrastran en cenagales de caligrafía, de discursos fotocopiados, de libros que se van escribiendo a medida que yo los leo e intento traducirlos, y cuando viajo, si no estoy oyendo música en el walkman, me hablo a mí mismo, elijo un idioma como si eligiera un país y adopto mentalmente un acento preciso, es la ventaja de vivir siempre entre desconocidos, que uno, si quiere, se puede volver tan maleable como un trozo de arcilla, contar su vida al mismo tiempo que la inventa, modificar, tachar, atribuirse una memoria y una forma de hablar que no le pertenecen, borrar meses, años enteros, ciudades, historias de mujeres. Era tan fácil que no me daba cuenta de que también era peligroso, porque la mentira, una vez inventada, actúa por sí misma y es un ácido que carcome irreparablemente la verdad, sobre todo cuando uno carece de puntos firmes de referencia y sólo tiene puntos de fuga, de modo que hay años y ciudades de mi vida de los que no me queda ni un recuerdo, nada, aunque te parezca imposible, un espacio en blanco, como aquella vez que se me perdieron en Mágina cinco horas de una noche, como cuando se lleva algún tiempo bebiendo demasiado y faltan tramos de la noche última y hay palabras que tardan en llegar a los labios y escalones habituales que no están, y entonces viene el miedo, la alarma y la culpa sin motivo, la sospecha de haber olvidado o dejado de hacer algo imprescindible, de haber cometido un error mínimo que traerá rápidamente la catástrofe.
El miedo era entonces, hace unas semanas, en el pasado remoto en que yo no estaba contigo, una pasión asidua y exclusiva, la tonalidad y el color y la urdimbre con que se tejían las otras pasiones, la del deseo y la de la soledad sobre todo, un miedo envolvente como el aire y también invisible, a veces sin forma exacta, sin olor ni tacto ni sabor, y otras veces como una sustancia añadida a todas las cosas, un veneno perceptible, casi nunca demasiado amargo, tan fácil de ingerir sin náuseas que se había convertido en una costumbre, en uno de los jugos que mantenían en acción la química del cuerpo y de los estados del alma, como la nicotina y el alcohol y de vez en cuando, muy de tarde en tarde, los mínimos cristales blancos de la cocaína: el miedo acelerando los golpes del corazón y latiendo en el pulso, en el segundero digital del despertador iluminado en el insomnio sobre la mesa de noche, el miedo contrayendo los labios en una especie de sonrisa rígida y dando un brillo especial a las pupilas, un rojo demasiado intenso a los lacrimales, impulsando los dedos a tamborilear en el aluminio de las barras y en los manteles de los restaurantes, el miedo guiando la mano que repta hasta el paquete de tabaco o palpa la chaqueta buscándolo, el miedo a haberse quedado sin cigarrillos a una hora muy tardía de la noche en un país puritano donde ya no hay bares abiertos, a haber perdido el billete de avión o el pasaporte unos minutos antes de salir de viaje, a no encontrar un taxi, a no encontrar a alguien con quien regresar a la habitación del hotel o al dormitorio del apartamento, el miedo a los timbrazos del teléfono y al silencio demasiado largo del teléfono, el miedo a perder el trabajo por una razón desconocida y a caer despacio en la indignidad y volver a la pobreza, a las casas de comidas con manteles de hule y sopas de fideos en platos de duralex y a las pensiones con un olor retestinado a calcetines en los pasillos, el miedo cuando despega el avión o cuando se encienden de pronto, en un vuelo nocturno a través del océano, los indicadores rojos de alarma, el miedo a los camiones que vienen de frente por la carretera y crecen hasta ocupar el espacio entero del parabrisas y ciegan con los faros, el miedo a los atracadores, a los policías brutales, a las jeringuillas de plástico aplastadas en el rincón de un portal, a las bombonas de butano, a los errores judiciales, a las cartas con membrete oficial que aparecen en el buzón, el miedo a la devastación insensata del amor y a la devastación de la soledad, el miedo siempre, en todas partes, en cada circunstancia pública o íntima, el miedo a una infección venérea al respirar sobre los ojos cerrados de una mujer desconocida, al cáncer de pulmón, al viento que sopla desde el lago Michigan, a la punzada que atraviesa el pecho en una noche de mal sueño, a la vejez, a la decrepitud, a la muerte lenta, a la propia cara en el espejo, a la propia sombra que oscila en el epílogo indigno de una borrachera, el miedo silencioso y dócil como un gato adormecido en el sofá o encrespado y creciendo como un animal alojado al fondo de ese pasillo donde hay un indicador rojo, Exit, el miedo al miedo, el miedo a la locura que sólo puede conocer quien pasa solo mucho tiempo, al desvanecimiento instantáneo, a un peldaño que falta en una escalera, a ese intruso que aparece frente a mí cuando abro la puerta y soy yo mismo en el espejo del recibidor.
Así he vivido, enfermo y muerto de miedo, vivo de miedo y saludable, auscultando el miedo en mi piel y en los tejidos secretos de mi corazón y mis pulmones y reconociéndolo en otros con una perspicacia de homosexual o de adicto que distingue a los suyos en una multitud o entre los invitados a una cena respetable: el miedo como las normas de una cofradía, como un idioma común que todos hablan en silencio bajo el sonido inútil y tramposo de las palabras, la arqueología submarina del miedo, su aprendizaje y sus edades, las reliquias guardadas en la inconsciencia y en los sueños como fragmentos de estatuas sepultadas en el fondo del mar. Se me había olvidado la mayor parte de mi vida y sólo me quedaba su osamenta de miedo: el miedo a los sociales camuflados en la facultad y a los caballos de los grises, el miedo a los oficiales del cuartel, a los soldados veteranos, a las armas de fuego, a perder el paso durante la instrucción y recibir una bofetada era a los veintitrés años el miedo redivivo de la infancia, el miedo infantil a los niños más grandes y crueles y a aquellos huérfanos de la inclusa o de Auxilio Social que tenían las cabezas pelonas y bajaban por la calle Fuente de las Risas en manadas temibles, con sus alpargatas de cáñamo, sus chaquetas de hombres y sus boinas caladas hasta las cejas sobre torvas caras de posguerra, no infantiles ni adultas, únicamente desesperadas y feroces, los Gorras, les decían, y cuando circulaba el rumor de que se estaban acercando Félix y yo corríamos a escondernos en nuestras casas, porque llevaban navajas en los bolsillos y agudos guijarros que lanzaban con puntería homicida contra los perros de la calle, los niños cobardes como nosotros y los tontos de pantalones caídos que se sorbían los mocos y no se metían con nadie, que parecían existir nada más que para ser víctimas de la espontánea crueldad de cualquiera: el Primo, que tenía la boca sumida y la cabeza calva en forma de cebolla, que vestía grandes gabardinas con los bolsillos desgarrados y bramaba como un recién nacido cuando lo perseguían a pedradas riéndose de él, Manolo, que era grande y gordo, mongólico, con gafas de cadenilla, y le hacía muy bien los recados a su madre, aunque le gustaba arrimarse más de la cuenta a las niñas, Juanito, que tenía las cejas juntas y unas enormes encías rojas y caminaba siempre muy deprisa e inclinándose con devoción delante de todas las muchachas, a las que recitaba salivosos piropos de una perfecta castidad, Matías el sordomudo, que no era tonto del todo, sino más bien alelado, y que después de trabajar durante treinta años como ayudante de Ramiro Retratista se embutió en la cabina de un isocarro y se ganó muy bien la vida repartiendo piensos compuestos, y el otro Juanito, que vivía en el Altozano, al lado de la fuente, y era hijo de una mujer a la que llamaban en su cara y con toda naturalidad la Fea, porque lo era en extremo, y además desgraciada, su marido se fue a Barcelona y la dejó con seis hijos, el menor de ellos tonto, Juanito, con el que jugaba yo algunas veces, pues era casi el único en todo el barrio que no me pegaba ni me engañaba con los tebeos y las bolas, y cuando me veía acercarme manifestaba una alegría inocente y perruna. Lo vi la última vez que estuve en Mágina, creo que el año pasado, fui para quedarme unas semanas y me marché a los cuatro días, ahora vende pipas y chucherías para niños en un puesto de los soportales, en la plaza del General Orduña, y camina y mira igual que entonces, con los mismos ojos de ternura y desolación animal y la misma cara infantil, ni siquiera le ha salido la barba, me acerqué a comprarle tabaco y me conmovieron esos ojos que ya no me reconocen, no porque se haya olvidado de mí, sino porque sigue viviendo en un tiempo del que yo deserté o fui expulsado hace veinticinco años, el de nuestra infancia común que para él no ha terminado.