Pero me oprime el silencio, tan despoblado ahora de voces como una hoja en blanco de la que se han borrado las palabras que parecían indeleblemente escritas en ella, venzo el miedo a la posibilidad de que tú me llames y no esté y salgo a la calle, a la plaza vacía en la que ya no vive casi nadie, tan desolada en el gris de las mañanas de invierno desde que cortaron los árboles. Subo por la calle del Pozo y algunas vecinas asomadas a las puertas me reconocen y me dan el pésame, recorro los miradores desde los jardines de la Cava hasta el ábside del Salvador y distingo los verdes brillantes y los azules suaves y los grises de niebla del valle del Guadalquivir, la alta silueta de la Sierra de Mágina, borrosa tras la lluvia, los caminos blancos que descienden entre las huertas, hacia los olivares y el río, las columnas de humo. En los jardines de la Cava, alrededor de la estatua del alférez Rojas Navarrete, que mira en línea recta hacia el norte igual que el general Orduña mira al sur, las rosaledas y los macizos de arrayán entre los que se paseaban en las mañanas de domingo de hace veinticinco años las parejas de novios han sido devastados, y al caminar crujen bajo los pies cristales rotos de botellas de cerveza y agujas hipodérmicas machacadas. Cubierta por la hiedra hasta la cruz de su pináculo la espadaña de la iglesia de San Lorenzo sigue manteniéndose imposiblemente en pie, pero el pilar de la muralla, junto a la puerta de Granada, está infestado de botellas y latas y recipientes de plástico, y de los tres caños por donde brotaba siempre un agua transparente y salobre sólo uno no ha sido cegado, y de él mana un hilo muy débil, que se pierde entre el musgo y las ovas. Aquí venían a lavar las mujeres desgreñadas y chillonas del arrabal al que llamaban las casillas de Cotrina, y cuando yo volvía de la huerta me excitaba mirar sus escotes y sus pechos blancos y temblones desde lo alto de la yegua: aquí me contaban que venían a lavar su ropa los moros de Franco después de la guerra, y al atardecer extendían sus mantas sobre el empedrado sucio de estiércol y se arrodillaban para rezarle a gritos a su dios, a la misma hora en que sonaban las campanas de Santa María y el toque de oración en el cuartel. De las casillas de Cotrina no quedan más que escombros, ventanas sin postigos, tejados de cañizo hundidos sobre muebles viejos y testimonios arqueológicos de un simulacro de bienestar que nunca prosperó: la carcasa enorme de un televisor, un barreño de plástico con lunares azules. Ya no hay empedrado, sólo charcos y hondonadas de barro en las que se señalan las huellas de neumáticos de los tractores. En la mañana nublada y húmeda de finales de enero me detengo junto a las últimas esquinas de Mágina, donde se encenderán para nadie turbias bombillas cuando caiga la noche. El camino de los miradores se ciñe a la curva de la muralla y traza en dirección al este un arco desde el que se domina toda la amplitud del valle y de las sierras distantes: sobre los terraplenes y las huertas, Mágina parece edificada en la orilla de un acantilado, en cuyo extremo occidental se yerguen los muros del cuartel, desde donde trae el viento ábrego la estridencia dispersa de una banda de cornetas y tambores.
No tengo la sensación de recordar, sino de ver, la mirada abarca desde aquí los paisajes ondulados y extendidos del tiempo hasta más allá de los perfiles azules que hace veinte años limitaban el porvenir y la forma del mundo. Bajo por los caminos, entre las tapias hundidas de las huertas, y no sé distinguir la felicidad del dolor ni los sentimientos de quien yo soy ahora mismo de los que pertenecían a quien fui en el último invierno de mi vida en Mágina. Tal vez al acordarme de ese muchacho de diecisiete años que es en gran parte un desconocido lo estoy inventando en la misma medida arbitraria en que él me inventaba a mí: pero su imaginación no llegó a tanto, no era capaz de vaticinar nada que le ocurriera después de los treinta años, no se atrevía. Y sin embargo yo soy ahora el forastero en que él deseó convertirse, y me intriga pensar que alguna vez imaginó un regreso parecido a éste y que de algún modo me posee por haberlo previsto, igual que mi bisabuelo Pedro temía que le robaran la figura y el alma si le tomaban una foto. Previo a los diecisiete años, por estos mismos caminos, que cambiaría él, y que cuando volviera todo seguiría inalterado: ahora comprendo que se equivocó. Ya no soy quien fui, y por eso puedo hablar de mí mismo en tercera persona, pero aun siendo otro he cambiado mucho menos, para mi fortuna o mi desgracia, que la realidad exterior. Casi todas las huertas están abandonadas: no fui yo el único de mi generación que renegó de la tierra. Las tapias se han desmoronado y la maleza borra las acequias. En las laderas y en el valle hay un silencio cóncavo, como si las cubriera una campana de cristal, y a través de él viajan sin desvanecerse los sonidos más lejanos y tenues, el del agua en una poza, el del viento en los cañaverales del río, los silbidos de un pájaro o los golpes secos de una vara que sacude las ramas de un olivo. El silencio, como el aire frío y limpio, me afila los sentidos, pero también me abruma y me da miedo, porque no estoy acostumbrado a él. Veo y oigo y huelo de muy lejos, noto bajo mis pisadas la poderosa densidad de la tierra, huelo los tallos dorados que ha corrompido la humedad en los barbechos, la hierba mojada, las hojas empapadas entre los grumos oscuros, las cortezas desnudas de los granados y las higueras, las ovas en las albercas, el calor del estiércol, el vaho de los animales en las cuadras. Veo el color rosado de las raíces de las espinacas, el blanco húmedo y deslumbrante de las coliflores en el interior de las anchas hojas enceradas, el morado del jugo de las aceitunas que manchaba las manos y mezclaba su olor al de la grasa de tocino asada en las hogueras y al de los sacos de yute y las sogas de esparto.
Te hablo de otro mundo en el que los atributos de las cosas eran siempre tan indudables como las formas de los cuerpos geométricos que venían dibujados en las enciclopedias escolares, pero tampoco ignoro que sin la furia de la huida no habría existido esta dulzura del regreso ni que el agradecimiento sólo fue posible después de la traición. A un lado del camino está la huerta de mi padre. Desde lejos todo parecía idéntico: la casilla, el cobertizo de uralita, el álamo a donde ataba tan amorosamente el tío Rafael aquel burro que le mató un rayo. Pero han desaparecido las veredas y las acequias, el tejado de la casilla está hundido, el agua de la alberca no puede verse bajo la espesura de los juncos y las malezas que ahora lo cubren todo. Lo único que reconozco de entonces son las iniciales de mi padre grabadas en una pared de cemento: F. M. V. 1966. Me acuerdo de las iniciales que dejaban los náufragos en la corteza de algún árbol de una isla desierta a donde llega un buque tantos años después que ya no sobrevive nadie. Me acuerdo del tío Pepe, del tío Rafael y el teniente Chamorro cortando lechugas una mañana de diciembre y guardándolas bien apretadas en un saco que yo mantenía abierto con las dos manos rojas de frío. Las manos nudosas, las flacas mejillas y la nariz aguileña del tío Rafael tenían en invierno una tonalidad violácea. El tío Pepe se había confeccionado un impermeable cosiendo sacos de plástico que llevaban estampado el jinete negro de los nitratos de Chile y paseaba orgullosamente bajo la lluvia explicándonos su admiración por aquella materia impenetrable y liviana a la que él llamaba presislás. En la casilla, junto al fuego, cuando llovía tanto que era preciso interrumpir el trabajo, el tío Pepe, partidario entusiasta del progreso, liaba cigarros con una maquinita dotada de un rodillo y de una manivela diminuta y nos decía que alguna vez todas las obligaciones que tanto esfuerzo nos costaban las harían las máquinas: el tío Rafael miraba el aparato de liar cigarrillos como una prueba de que no eran insensatos los vaticinios de su hermano, y el teniente Chamorro, que ya estaba cansado de reprenderlos por el lamentable vicio de fumar, decía serio y escéptico que cuando sólo hubiera máquinas en el mundo aún seguiría habiendo explotadores y explotados. Ahora la casilla tiene una puerta metálica pintada de verde y asegurada con una cadena y un candado, como si dentro quedara algo más que escombros. Un día, durante las vacaciones de Navidad, cuando yo estaba a punto de cumplir once años, esperábamos los cuatro a que mi padre volviera del mercado trayéndonos la comida, y se retrasó tanto que a mí las piernas ya me temblaban de hambre. Mira que si le ha pasado algo, decía el tío Rafael levantando los ojos hacia el camino por donde mi padre no bajaba. El tío Pepe, cuya templanza de carácter nunca fue interferida por ningún contratiempo, ni por el de la guerra, calculaba que se habría distraído tomando unas copas para celebrar las pascuas. Pero oímos que daban las tres de la tarde en el reloj de la torre del Salvador y mi padre no llegaba. Atontado por el hambre yo miraba el camino y notaba crecer dentro de mí el miedo a las desgracias que mis mayores ya me habían inoculado para siempre: mi padre se habría matado, le habría dado un dolor, ya no iba a verlo nunca más. Contaban que en otro tiempo eso le pasó a mucha gente: salían una mañana para trabajar y ya no regresaban, oían golpes a medianoche en la puerta de la calle, bajaban a abrir descalzos y sujetándose los pantalones a la cintura y no les daban ocasión de volver ni para ponerse los zapatos. Asomado a la puerta de la casilla, confundía de lejos a mi padre con cualquier hortelano que bajara por el camino de Mágina. Tal vez era un día muy parecido a éste, nublado y húmedo, con rachas de viento ábrego y olor a hierba reciente y a cortezas empapadas. Desde la esquina de la casilla donde están grabadas en el cemento las iniciales de mi padre (él la reconstruyó, él limpió el cieno y las ovas de la alberca y trazó de nuevo las acequias e hizo construir el cobertizo de uralita que con los años debería convertirse en una gran nave moderna para las vacas) me parece que al fin lo veo en lo más alto del camino, casi me desmayo de alegría y de hambre, ya viene, les digo a los otros, y echo a correr en su busca, subiendo una breve ladera embarrada, pero al acercarme a él noto con alarma y espanto que ha debido ocurrirle algo que no puedo comprender, no está vestido con la ropa del campo, sino con la que usa en la ciudad, sus zapatos negros y las perneras de su pantalón están manchados de barro, no anda erguido, como siempre, ni en línea recta, tropieza, se apoya en mí para no caerse y me habla con una voz muy rara, se le traba la lengua, está muy colorado y tampoco reconozco la mirada de sus ojos, el abrigo se le descuelga de los hombros, el aliento le huele a vino agrio y anís, lleva la boina torcida y una colilla apagada y salivosa en los labios: no lo conozco, me da miedo y todavía no sé que lo que más siento es lástima, me aparto de él, salgo huyendo, tropiezo con el tío Pepe, lo odio porque se ha echado a reír cuando ha visto a mi padre, pero sobrino, hay que ver como vienes, no puedo soportar la congoja en el pecho, corro vereda abajo, me oculto detrás de una higuera y miro hacia la casilla, el tío Pepe sostiene a mi padre, el tío Rafael y el teniente Chamorro lo miran desde la puerta, no puedo aceptar la vergüenza y la lástima, mi padre no puede ser ese hombre que se tambalea y murmura con la lengua pastosa de aguardiente igual que los borrachos que salen a trompicones de las tabernas de Mágina. No quiero verlo, pero no puedo apartar la vista de él y lo sigo mirando a través de las lágrimas, su abrigo gris se le ha caído al suelo y el teniente Chamorro lo recoge sacudiéndole el barro y el estiércol, su abrigo de ir a vender y de asistir a los entierros, mi padre se inclina como si se doblara dolorosamente, ya no tiene puesta la boina, se apoya en el tronco del álamo, me parece que va a desplomarse y quisiera subir corriendo para sostenerlo, pero no se cae, ahora no puedo verle la cara, quiero ir hacia él o cerrar los ojos pero permanezco inmóvil, oculto tras las ramas peladas de la higuera, una materia blanca y amarilla surge a borbotones de su boca abierta, echa los pies hacia atrás para que no le salpique los zapatos, el tío Pepe le pasa un brazo por los hombros y el teniente Chamorro está limpiándole la cara, me llaman y no acudo, bajo a esconderme en lo más hondo de la huerta, ha empezado a llover muy fuerte y oigo que gritan a lo lejos mi nombre, vuelvo a subir resbalando por las veredas encharcadas, tiritando de frío, sale un humo muy blanco de la chimenea de la casilla, el teniente Chamorro me llama desde el cobertizo como a un animal abandonado y huraño y yo no quiero acercarme, ven, me dice, que tu padre ya está mejor, no ha sido nada, comió algo que no le sentó bien, pero por el modo en que me pone una mano en el hombro y me la pasa luego por el pelo mojado comprendo que sabe que no me he creído su mentira, me guía hacia el interior oscuro y cálido y enrarecido de humo, alumbrado por el fuego, mi padre está sentado en una silla de anea, la nuca contra la pared, despeinado, muy pálido, a pesar del brillo rojizo de las llamas, me hace una señal para que me acerque y yo retrocedo con un gesto instintivo, noto detrás de mí al teniente Chamorro que me empuja con suavidad, me arde la cara y se me ha hecho un nudo en la garganta que sólo se me aliviará esa noche cuando me tienda boca abajo en la cama y pase horas llorando. No te preocupes, me dice, ya se me ha pasado, me da un beso y la boca le huele a aguardiente y a tabaco.