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Vino el fotógrafo a buscarla y se despidió de mí tendiéndome la mano: tibia y suave, enérgica al estrechar la mía, con los dedos finos y la palma pequeña. No puedo tocar sin emoción la mano de una mujer, aunque sea un contacto rápido y casual, el de la mano de una cajera que me da la vuelta en el supermercado, el de una desconocida a la que ayudo a subir al estribo de un tren: un instante cálido, de cercanía franca y a la vez pudorosa de otro cuerpo, como si la palma de la mano fuera una oblea de ternura, una inmediata contraseña que no precisa de un sentido ulterior, que es en sí misma la promesa y el fruto. Recogió laboriosamente todo el arsenal que llevaba consigo, la carpeta, el bolso, el chal, la gabardina, se le olvidaba el cassette, volvió por él y se le cayeron al suelo las fotocopias, le ayudé a recobrarlas, se echó a reír cuando nos encontramos a gatas debajo de la mesa, cada uno con un puñado de folios en la mano. La vi marcharse al lado del fotógrafo, un barbudo muy alto, con zamarra y coleta, y me sorprendí preguntándome con desagrado y casi hostilidad hacia él si serían amantes: no necesito estar enamorado de una mujer para sentir celos, con sólo que me guste un poco ya empiezo a concebir posibles agravios y a mirar con prevención y rencor a cualquier hombre que ande cerca de ella. No volví a verla en el auditorio durante las sesiones de la tarde, ni tampoco en el vestíbulo ni en la cafetería. Dos o tres veces la confundí con otra rubia que se le parecía desde lejos. Ya de noche, mientras abandonaba aturdido de sueño los corredores vacíos del palacio de Congresos, pensaba que las ganas de dormir eran más fuertes que el deseo de encontrarme con ella. Pero me había dicho que estaba alojada en el mismo hotel que yo: retirarse pronto, comer algo ligero en el bar y tomarse una sola copa antes de ir a la cama a una hora nórdica era también seguir buscándola sin necesidad de confesarme abiertamente la evidencia incómoda de que me apetecía mucho estar con ella. La oí reír en cuanto entré en el hotel, cuando subía las escaleras de mármol hacia la recepción. Me llamó por mi nombre, hice como que iba distraído y tardaba en darme cuenta y la saludé con un gesto de la mano que en seguida me pareció perfectamente estúpido: estaba con ella, desde luego, el fotógrafo, que le tenía echado un brazo odioso sobre los hombros y se apresuraba a darle fuego cada vez que cogía un cigarrillo, aunque él no fumaba, y también un gordo de pelo albino y modales opulentos que no se había quitado de la solapa la insignia plastificada del congreso y resultó ser una implacable autoridad en los viajeros norteamericanos por España, desde Washington Irving a Ernest Hemingway. Cuando llegué estaban cenando: Allison me los presentó y el gordo me propuso que me quedara con ellos. A los pocos minutos ya había descubierto dos cosas: que el fotógrafo era homosexual, lo cual no dejaba de ser un alivio, y que el gordo, un asesor o directivo de la revista para la que trabajaba ella, no tenía la menor intención de callarse en toda la noche, al menos hasta que no hubiera volcado sobre nosotros la última nota a pie de página de su aplastante erudición. Lo sabía todo, había estado en todas partes, incluso en Mágina, le sorprendió mucho enterarse de que yo era de allí, se había extenuado recorriendo todas las carreteras y los paradores de España y devorando todos los platos regionales y asistiendo a todas las semanas santas y sanfermines y fiestas de moros y cristianos sin enterarse de nada ni aprender más que dos o tres palabras españolas que repetía con un acento infecto, nos hablaba de su segunda y su tercera y su cuarta mujer con una repulsiva falta de pudor, llamaba Papa y el Viejo a Hemingway, como si hubieran sido amigos del alma y se hubieran apoyado codo con codo en las barreras de todas las plazas de toros, bebía vino, rojo y sofocado, y se reía a carcajadas con la boca abierta, dándome golpes brutales en la espalda, y yo veía a Allison atender sonriendo, con educación y tal vez fastidio, apoyando el codo en el filo de la mesa, delante del plato que apenas había probado, y el mentón en la mano que sostenía el cigarrillo muy cerca de las uñas sin pintar, me miraba un instante, ladeaba la cara y alzaba las cejas, como pidiéndome disculpas, el fotógrafo, más bien borracho, se partía de risa con los exabruptos norteamericanos del gordo, que ahora fingía que mascaba un puro y hablaba entre dientes para imitar a Hemingway: yo pensaba con desesperación que aquel tipo no iba a callarse nunca, que estaba cansado y se me hacía tarde y a la mañana siguiente debía trabajar, que me había dejado coger para nada en un cepo absurdo, en una telaraña de palabras, dilaciones, cigarrillos y copas.

Hubiera querido tener el coraje de levantarme indignado y decirle a aquel bocazas que no siguiera enhebrando idioteces sobre mi país, que no éramos una tribu sanguinaria y exótica de matadores de toros ni una caterva de aborígenes entregados a la perpetua celebración de nuestras fiestas vernáculas. Tenía que irme pero no me iba, con los codos pegajosamente adheridos al mantel, imaginaba que me levantaba y les decía buenas noches aprovechando un resquicio de silencio en las explicaciones y las historias embusteras del gordo y que Allison me despedía sonriendo y se quedaba con ellos, mejor así, mejor acostarse y descartar tranquilamente una aventura sexual que incluso podía ser inverosímil, figuraciones mías, de tu imaginación calenturienta, diría Félix riéndose cuando se lo contara, es uno de sus adjetivos preferidos. Me armé de valor, me negué a aceptar otra ronda, miré el reloj y dije que me iba, furioso, enconado conmigo mismo, sonriendo, y hasta es posible que me hubiera levantado si Allison, con una naturalidad que me desconcertó, no hubiera puesto su mano sobre la mía para decirme que esperara un poco, la retiró en seguida pero el tacto suave de la palma y de las yemas de los dedos, que hicieron sobre mis nudillos una presión fugaz, se extendió a todo mi cuerpo en una cálida ondulación que por primera vez desde la madrugada anterior lo revivía. Extrañamente el gordo y el fotógrafo no parecieron advertir nada, y de hecho ella ahora no me miraba, dedicando una atención soñolienta a las carcajadas de los otros, pero la mano que había presionado sigilosamente la mía aún estaba posada en el mantel, como un secreto ofrecimiento, se alargaba para tomar un cigarrillo, sujetaba mi muñeca cuando yo le tendía el mechero encendido, los dedos finos y nerviosos rozaban migas diminutas de pan o hebras de tabaco sin que ella se diera cuenta de esos gestos que sólo yo percibía. Me había dicho que esperara, pero tal vez no era más que una actitud de cortesía, desconfiaba de nuevo, me impacientaba, si nos levantábamos todos lo más probable era que subiésemos juntos en el ascensor y que ellos tuvieran sus habitaciones en el mismo piso, un educado good night y una pesadumbre de soledad y de estafa cuando caminara solo por el pasillo, con la llave en la mano, otra noche en balde, como casi todas, y mañana falta de sueño y dolor de cabeza, el aburrimiento del trabajo y la búsqueda nunca saciada de mujeres, no exactamente por una imposición invencible del deseo, sino por la sola costumbre de imaginar y elegir, por el miedo a volver sin compañía de nadie a la mezquina soledad de una habitación vacía. No podía creerlo, pero el gordo estaba llamando al camarero y extraía ampulosamente de su cartera una tarjeta de crédito haciendo el ademán de espantar con la mano el dinero que los demás ofrecíamos: así que no estaba en el hotel, si hubiera tenido habitación se habría limitado a firmar la cuenta, pero quedaba el fotógrafo, a lo mejor él no se iba y proponía otra copa, ni muerto, me juré, y si se marchaban los dos qué haría yo con ella, tenía que decidirme en segundos, si tomábamos el ascensor estaba perdido, era incapaz de sugerirle que se viniera conmigo, se acababa el tiempo, en unos minutos todo sería irreparable, el gordo me sacudía la mano y yo lo invitaba con una sinceridad calurosa y absurda a visitar de nuevo Mágina, y hasta le di el teléfono de la casa de mis padres, el fotógrafo me dijo adiós bostezando, se despidieron de Allison, faltaban segundos para que nos quedáramos solos y yo aún carecía de una estrategia razonable, el gordo la abrazó engulléndola como un oso polar, con su irrompible entusiasmo americano, los pies de Allison, calzados con unas botas cortas, se alzaron del suelo, y cuando los vio subir a un taxi al otro lado de las puertas automáticas se pasó una mano por el pelo, dejó caer perezosamente los hombros y dijo que ya temía que no se fueran nunca. Está muy cansada, pensé, va a despedirme con esa afable indiferencia de los anglosajones y hasta es posible que con un beso en los labios que no significará absolutamente nada. Siempre se lo digo a Félix: los extranjeros no son como nosotros. Uno aprende sus idiomas, esconde como puede su complejo de inferioridad español, imita sus costumbres, adopta sus horarios y se habitúa a vivir en sus ciudades, pero da igual, no acaba nunca de entenderlos, jamás será uno de ellos. Decidí que en realidad no me importaba no acostarme con ella y que no tenía nada que perder: dije que la invitaba a una última copa en el bar del hotel tan desalentadamente como si ya me hubiera contestado que no y me sorprendió la facilidad con que aceptaba. Pero volvimos al bar y el camarero ya estaba apagando las luces. ¿Me arriesgaría a proponer una salida a las calles desapacibles y hostiles de Madrid, a una búsqueda seguramente desengañada de bares que ya estarían cerrados o a punto de cerrar? Sin decir nada nos acercamos al mostrador de recepción y esperamos a que nos dieran nuestras llaves. Allison balanceaba mecánicamente el lastre de la suya mientras nos encaminábamos hacia el ascensor. Aventuré, por decir algo, que el gordo era muy simpático, pero que tal vez hablaba demasiado: el inglés permite circunloquios que en español serían afirmaciones brutales. Ella dijo que le parecía un individuo odioso, parodió con exactitud fulminante una de sus afirmaciones sobre España y los dos nos echamos a reír: la risa, el modo en que me miró cuando me hice a un lado para que entrara delante de mí en el ascensor, actuaron sobre mi estado de ánimo como la presión de sus dedos o el roce casual de sus pies con los míos mientras estábamos cenando. Me contaba algo a lo que yo no atendía y permanecíamos inmóviles y más bien separados entre los espejos del ascensor, procurando que nuestros ojos no se encontraran en ellos, mirando los números rojos que se sucedían para aproximarnos al final de la tregua. Yo miraba su escote y la hendidura de penumbra que separaba sus pechos y pensaba con incredulidad que tal vez me bastaría una palabra para acariciarlos y besarlos, para morder golosamente dentro de mi boca sus pezones mojados de saliva. Rígido, avergonzado, cerraba los ojos y apretaba los dientes rogando que mi excitación no se hiciera ostensible. Me correspondía a mí bajarme antes: me pareció que la puerta se abría con una cruda brusquedad y vi frente a nosotros el pasillo enmoquetado y una acuarela de veleros anclados en un muelle. Ahora fue Allison la que se hizo a un lado para que yo saliera. La opresión en el pecho, la ingravidez en el estómago, la conciencia aguda de cada segundo de indecisión y de silencio. Ya en el pasillo, mientras ella se recostaba en la pared de cristal, su pelo rubio deslumbrado desde arriba por la luz fluorescente, le dije sin premeditación ni esperanza que me gustaría que se quedara conmigo. Justo entonces la puerta se estremeció antes de cerrarse y extendí rápidamente la mano para evitar no sólo la catástrofe, sino también el ridículo. Echó a un lado la cabeza, con una lenta sonrisa en sus labios pintados de rojo, dijo que sí y salió del ascensor encogiéndose de hombros.

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