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De modo que increíblemente lo que yo había deseado iba a suceder. Procuré que no me temblara la mano al introducir la llave en la cerradura. Ahora hablábamos los dos, nerviosos, impacientes, hipócritas, como si aún estuviéramos en una situación neutral. Sobre el televisor, la bolsa de lavandería que llevé a Granada me recordó en un relámpago que veinticuatro horas antes había estado a punto de morir. Abrí el minibar murmurando con aire despreocupado una canción y Allison, a mi espalda, la reconoció en seguida y cantó en voz baja el estribillo: My girl. Me volví hacia ella con dos vasos de cerveza espumosa en las manos: se había quitado los zapatos y se había sentado en la cama con las piernas cruzadas. Bebió un trago de cerveza, se limpió la espuma de los labios y siguió contándome tranquilamente no sé qué historia sobre el gordo que había empezado en el ascensor. Pensé con impaciencia, casi con espanto, que si uno de los dos no hacía algo continuaríamos hablando educadamente hasta el amanecer. Me senté junto a ella y las plantas de sus pies se apoyaron en mi costado: llevaba unos calcetines cortos, de colores vivos, con dibujos, más bien incongruentes, tan ajenos en apariencia a ella como sus cortas uñas sin pintar. Se quedó callada, incómoda, con el vaso en la mano, sin mirarme, oscilando ligeramente sobre la cama mientras repetía con los labios apretados la canción de Otis Redding. Su cara cambió cuando me incliné para besarla: se transfiguraba ella entera, me apartó de sí después de agitar convulsamente su lengua en mi boca y se echó con un gesto brusco todo el pelo hacia atrás, se le afilaban los rasgos, me miraba sin sonreír, con una desarmada seriedad parecida al abandono y al miedo, se tendió de espaldas y el pelo dejó de cubrirle la frente y los pómulos y tuve la sensación de estar descubriendo las facciones de otra mujer, menos joven, mucho más deseable, aterrada, con las pupilas fijas, con una expresión de avidez y fatalidad en la boca entreabierta, en la cara manchada de saliva y carmín que se contraía en un gesto de expectación dolorosa cuando intentaba levantar la cabeza para mirar cómo iba siendo desnudada. Ya no hablábamos, ya no nos acogíamos a la mediación y a la mentira de las palabras, nuestras respiraciones apuraban con una furia sin dilación ni ternura el aire que se enrarecía entre nosotros, no teníamos pasado ni nombres ni dignidad ni pudor, no estábamos en Madrid ni en ninguna otra parte del mundo, sino en la convulsión de nuestros cuerpos acoplados, enlodados de sudor, desconocidos y respirando el uno contra el otro, mi lengua lamiendo su boca y su nariz y sus párpados, sus dientes mordiéndome mientras desfallecía y rodeaba mis caderas apretando en mi espalda los talones, pero ni siquiera al final cerró los ojos, los mantenía abiertos y sus pupilas ansiosas y espantadas seguían mirándome aunque sólo podían ver una sombra, yo me contenía desesperadamente y vislumbraba en un confín de mi memoria los faros de un camión y las líneas blancas de una carretera, pero estaba vivo y me arrastraba un ímpetu solitario de entrega y de culminación, no quería rendirme, no quería que el deseo acabara, ella se había tensado como un arco debajo de mí y me había levantado con la contundencia de un golpe de mar mientras se quejaba como en sueños con los ojos abiertos, pero ahora doblaba de nuevo las rodillas y me envolvía las caderas con los muslos y empezaba otra vez a moverse, con un ritmo lento y circular, yo apoyaba en la almohada las palmas de las manos y me desprendía de su cuerpo y entonces ella intentaba levantar la cabeza para mirar hacia la sombra húmeda donde mi vientre chocaba con el suyo, el pelo húmedo en las sienes, la frente ancha que yo veía por primera vez y que modificaba la forma de su cara, los tendones del cuello y las clavículas sobresaliendo descarnadamente de la piel: ahora, decía avariciosamente, ahora, ahora, los huesos de sus caderas chocaban contra mí, se hundían sus dedos en mi espalda, la domaba a mi ritmo, abría los ojos y los suyos estaban todavía mirándome, y hundía la cara en su cuello para no ver todo el sufrimiento de una vida de la que no sabía nada y no quería saber nada, ahora, repetía en mi oído, dijo mi nombre, Manuel, y cuando yo dije el suyo muchas veces seguidas con una entonación que no tenía nada que ver con mi voz sentí la alegría y el miedo de haberme aliado a una mujer desconocida que era exactamente igual a mí, a lo mejor y a lo más inconfesable y despojado y desesperado de mí mismo. Era posible que todavía estuviera muerto, que mi cuerpo fuera un guiñapo sangriento incrustado en chatarra bajo las ruedas de un camión: incluso entonces esa mujer estaría conmigo, abrazada a mí, abierta, despeinada, desnuda, arrodillada entre mis muslos, enaltecida por el conocimiento y el dolor, desvergonzada y pudorosa, incorporándose para quitarse un pelo rizado de los labios, sabia y vulnerable, entregada y hermética, tapándose el vello denso y oscuro del pubis con la mano en la que apretaba una pastilla de jabón cuando descorrí la cortina de la ducha y la abracé de nuevo entre el vaho caliente, marchándose antes del amanecer para regresar a otro país y a otra vida de la que yo no sabía nada, apareciendo de improviso en la cafetería de un hotel de Nueva York, transfigurada, con su traje masculino y su gabardina verde oscuro, con la sonrisa como una mancha roja en la cara circundada por los rizos del pelo. Pero también ahora, en Nueva York, era otra, puedo pasarme toda la vida mirándola y nunca será igual que unos minutos antes: ahora no era rubia, hablaba un español de Madrid y ya no se llamaba Allison: no me había engañado, protestó, riéndose de mí, cuando nos conocimos yo no le pregunté cómo se llamaba, ella nunca me dijo que ése fuera su nombre.

Fue a descorrer las cortinas y cuando se volvió hacia él rompió a reír sonoramente al verlo parado todavía en el recibidor, sin dar un paso, tal vez queriendo acostumbrarse al hecho increíble de que estaba en el lugar a donde había llamado tantas veces por teléfono, con el gorro en la mano, sacudiéndose de nieve los hombros del chaquetón a cuadros rojos y negros, sofocado por la calefacción después del frío de la calle, con la maleta y la bolsa de viaje a los pies, como si aún no hubiera decidido quedarse, inmovilizado todavía por el estupor de haber descubierto al encontrarla que no sabía quién era y que estaba enamorado de ella: había venido a América en busca de una mujer rubia que se llamaba Allison y con la que pasó una noche dos meses atrás, y ahora, a la sorpresa inevitable del reencuentro y a las correcciones de la memoria, que le negó durante todo ese tiempo su cara, dejándole tan sólo las vividas manchas de color de su pelo y sus labios, el presentimiento de la calidad trémula y ferviente de su piel en las yemas de los dedos y del sabor de su vientre y su boca en el paladar, tenía que añadir la evidencia súbita de un cambio que confinaba en el pasado y tal vez en la mentira a la otra mujer que conoció, no porque ella, al menos al principio, hubiera decidido ocultarse, sino porque él mismo prefirió verla e inventarla a la medida de sus deseos y sus distracciones de entonces. Lo desconcertaron su pelo rojo y su español tan puro que le resultaba arcaico: pero más aún lo desconcertó su propia actitud hacia ella, el desvanecimiento de ternura con que la miraba, atesorando detalles olvidados que se le convertían en signos del amor, sus manos, su manera de encogerse de hombros con una actitud de ironía o modestia, de invitación y desamparo, apareciendo y aproximándose a él como sin reclamar con su presencia la primacía sobre el mundo, como eligiendo por gusto el margen de las cosas.

No le mintió sobre su vida porque él no le hizo ni una sola pregunta acerca de ella: no supo verla ni ver dentro de sí mismo porque estaba acostumbrado a enamorarse literariamente de mujeres que parecen llevar inscrita en la cara la sugestión de un misterio que resulta insoluble por la mediocre razón de que es inexistente. Tenía el pelo entre castaño oscuro y rojizo y se llamaba Nadia Galaz: Allison fue durante unos años de los que prefería no acordarse su apellido de casada. Meses atrás se había teñido el pelo de rubio como un antojo o un emblema de su decisión de empezar a vivir otra clase de vida: yo te recordé y te elegí, le dijo con orgullo, lo había visto antes de que él la viera, a las nueve menos diez de aquella mañana de Madrid ella estaba en la explanada del palacio de Congresos y lo vio bajar angustiosamente de un taxi y pasar a su lado con una prisa de neurótico, pero no lo reconoció todavía, era imposible, llevaba casi dieciocho años sin verlo, se fijó en él porque le pareció guapo y porque desde hacía algún tiempo había vuelto a reparar en los hombres y a mirarse a sí misma sin hostilidad en los espejos: más tarde, a las once, dijo con su hábito de exactitud, curiosamente compatible con su falta de sentido del tiempo, te sentaste a mi lado en la barra de la cafetería, y no me miraste, por supuesto, estabas como ido, como si no hubiera nadie a tu alrededor y sólo existieran tu café con leche, tu vaso de zumo de naranja y tu media tostada, en ese momento eras tan parecido a todos los demás que casi dejaste de gustarme, con el traje oscuro y la chaqueta y la insignia de traductor en la solapa y esa capacidad de mirar sin encontrarse con los ojos de nadie y de tocar las cosas como con guantes de goma, actuabas igual que un belga o que un profesor norteamericano, como uno de esos europeos congelados en las oficinas del mercado común, o como algunos españoles que llevan mucho tiempo dando clases en universidades americanas, estabas sentado con la espalda rígida y la cabeza inclinada, manejabas el tenedor y el cuchillo y bebías el café sin separar los codos de los costados, te lo juro, no me mires así, comías igual que ellos, muy rápido pero masticando con mucho cuidado, como si fuera un poco vergonzoso y lo hicieras con una finalidad exclusivamente sanitaria, cortabas trozos pequeños de tostada y los hacías desaparecer en seguida dentro de tu boca, bebías sorbos de zumo o de café con leche y te limpiabas en seguida los labios con la servilleta de papel, y en ningún momento miraste a tu alrededor, pero tampoco mirabas al camarero, ni las botellas de la estantería ni el espejo que había delante de ti, que era donde yo estaba viendo de frente tu cara: entonces te reconocí, casi seguro, has cambiado muy poco en todos estos años, lo que me hacía dudar era tu comportamiento, tu manera de estar, aquel traje que llevabas, tan serio, sólo que más bien arrugado, como de funcionario internacional de mediana categoría, un poco moderno, pero discreto, con zapatos negros y calcetines negros, y los dos pies muy juntos en el soporte del taburete, me fijé en todo, incluso en que no llevabas anillo de casado y en que tus manos seguían siendo como yo las recordaba, aunque demasiado pálidas, no sabes cómo odio esas manos de hombres casados que parecen manos de curas, pienso que me tocan y me dan arcadas. Cuando te conocí las tenías morenas y fuertes: yo era muy sentimental entonces y me gustaron porque me parecían manos españolas. Estabas muy flaco, como a medio hacer, con aquellos granos en la cara, el flequillo sobre los ojos, las patillas tan largas que se llevaban entonces, a ti te iban fatal, y a cualquiera, pero tus manos ya eran las de un hombre, y también tu voz, muy oscura, cuando llegué a casa esta mañana y la oí en el contestador sonó igual que aquella noche.

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