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Pero es de la serenidad de lo que mejor me acuerdo: el accidente, el miedo, las horas con Félix en Granada, la ebriedad suicida con que había pisado el acelerador al salir de los túneles de Despeñaperros, todo retrocedía hacia un pasado remoto, tan poderosamente como se retira el mar en una noche de resaca violenta. Quedaba en mi conciencia y alrededor de mí un silencio vacío, sin imágenes ni deseos, una quietud sin voluntad, indiferente al miedo y a la sorpresa de haber salvado la vida. Cesó el temblor, apagué la radio, porque no soportaba las voces ni la música, giré la llave de contacto y el motor enfriado tardó un poco en arrancar. Las sacudidas del coche sobre los surcos me afectaban como a un cuerpo muerto: yo era ajeno a ellas, igual que al instinto recobrado de peligro que me estremeció al encontrarme de nuevo en la carretera y ver líneas blancas que se curvaban y desaparecían frente a mí y faros y luces rojas de camiones. No tenía miedo de morir: ya estaba muerto, pero nadie más que yo lo sabía. En Madrid, a las seis de la madrugada, yo era un muerto que dejaba el coche alquilado en el aparcamiento del hotel y subía en ascensor a su habitación con una bolsa de lavandería en la mano y antes de entrar en la ducha pedía el desayuno por teléfono, un muerto experimentado y sagaz que conoce cada una de las costumbres de los vivos, igual que un espía en territorio enemigo, y que después de secarse se ata a la cintura una toalla de baño, abre la puerta al camarero que empuja una mesa con ruedas y sabe la propina exacta que conviene darle para que no sospeche la impostura. Pero no era serenidad, sino una lucidez anestesiada, el pensamiento obsesivo de que yo no estaba verdaderamente allí y de que mis sentidos ya no me vinculaban a las cosas, sino a sus apariencias más frágiles, como si hubiera sido desterrado para siempre de ellas, del color, del tacto, de los sabores y las voces, de las presencias humanas. Todavía era de noche, me acosté y cerré los ojos y cuando empezaba a dormirme despertaba con el sobresalto de que se me había hecho tarde o de que conducía de nuevo y estaba a punto de chocar con un camión. Vi amanecer sobre Madrid y pensé que ni esa luz ni esa ciudad tenían que ver conmigo porque serían iguales si yo hubiera muerto y no estuviera mirándolas. Pude no haber regresado a aquella habitación y casi todo sería idéntico a como yo lo veía. Lo más increíble no es morir, sino que a la mañana siguiente ilumine las calles el mismo sol de invierno de todos los días y circulen los coches y la gente desayune en los bares como si quien lo miraba todo aún existiera, como si ellos fuesen inmunes a la muerte.

Era una mañana de noviembre transparente y azul, dorada, muy fría, con esa frialdad luminosa de Madrid que vuelve nítidas las distancias y da una precisión de cristal tallado a las pupilas. Se parecía a la primera mañana que alguien pasa en una ciudad extranjera de donde ya no saldrá en el resto de su vida. Dócil, ajeno a todo, muerto, ocupé a las nueve en punto la cabina que me habían asignado en el palacio de Congresos, comprobé el micrófono, los interruptores, los auriculares acolchados, salí al corredor para fumar un cigarrillo, deseando no encontrarme con nadie que me conociera, incapaz de urdir las dos o tres frases habituales de saludo. Los muertos no hablan, mueven los labios y ningún sonido fluye de su boca, entran en su cabina de traducción y se acomodan en ella como ante los mandos de un batiscafo y miran la sala que hay al otro lado del cristal como mirarían el espectáculo de las profundidades submarinas, las filas de butacas que empiezan poco a poco a ser ocupadas por cabezas idénticas, la mesa que se extiende de un lado a otro del escenario, con figuras semejantes entre sí, sobre todo en la distancia, hombres con corbatas oscuras y trajes grises y mujeres de mediana edad con el pelo cardado, guardaespaldas que se reconocen a la legua por sus gafas de sol y por su forma de mirar por encima del hombro, azafatas jóvenes y vestidas de azul, grandes ramos de flores en las esquinas, fotógrafos y cámaras de televisión al pie del escenario, disparos multiplicados de flashes, y luego un silencio como el que preludia la señal para el comienzo de una prueba atlética, el zumbido tenue en los auriculares, las primeras palabras, lentas todavía, protocolarias, previsibles, fotocopiadas en la carpeta que me entregaron cuando vine, la urgencia ávida de atraparlas en el instante en que suenan y convertirlas en otras unas décimas de segundo después, el miedo a perder una sola, una palabra clave, porque entonces las que vienen tras ella se desbordarán como una catarata y ya no será posible restituirles el orden, palabras de niebla que se extinguen una vez que han sonado como la línea blanca de la carretera en la oscuridad del retrovisor, abstractas, fugaces, repetidas mil veces, resonando en los altavoces de la sala y al mismo tiempo, vertidas a tres o cuatro idiomas distintos, en mis oídos y en los de cada uno de los hombres y mujeres que miran hacia el estrado con caras semejantes de monotonía o de sueño, igualadas en su palidez por esta luz de aeropuerto, tan diferente de la luz exterior como las caras con las que uno se cruza por las calles, pero tampoco las voces ni las palabras se parecen a las que pueden oírse en un bar o en una tienda, son monocordes, civilizadas, metálicas, al cabo de media hora ya confunden sus sonidos y sus significados entre sí, en una pulpa neutra, como el rumor de los acondicionadores de aire. Cambian después, aunque no del todo, en los vestíbulos y en la cafetería, suenan más alto e incluso es posible distinguir unas de otras, asociarlas a la cara de quien las pronuncia, al color y a la expresión de sus ojos, como cuando en un autobús se escucha la conversación de dos desconocidos que ocupan los asientos de atrás y uno se vuelve para verlos, descubriendo entonces, casi siempre, que las caras y las voces no se corresponden, igual que una mujer vista de espaldas no parece la misma si uno la adelanta incitado por su figura o su manera de andar para verla de frente.

Aislado en la cabina, sobre el auditorio donde se celebraba un congreso internacional de turismo tan remoto como las vidas individuales de los hombres para un astronauta que sólo ve desde su cápsula las manchas azules de los continentes, más invisible y más ajeno que nunca, porque esa mañana estaba muerto, traducía como si escribiera a máquina sin mirar el papel ni el teclado, y mientras mi voz doblaba a otra mis ojos elegían mujeres en la distancia, facciones borrosas de azafatas, melenas oscuras o rubias, brillantes bajo los focos, perfiles cuyos rasgos exactos detallaba mi imaginación, piernas cruzadas sobre las butacas: buscaba y elegía sin deseo, escuchaba una voz de mujer en los auriculares e intentaba adivinar la cara a la que pertenecía, deambulaba luego, en el descanso, por los pasillos y el vestíbulo, aturdido por esa variedad inagotable y sin embargo uniforme que tienen los rostros en las dependencias de los organismos internacionales, me fijaba en todos, especialmente en los de las mujeres, mujeres con trajes de chaqueta, carteras de piel y melenas cardadas, nórdicas altas y blancas, hindúes con un círculo rojo en la frente y un walkman ceñido a la cintura del sari, sudamericanas de caderas bajas y pómulos anchos, azafatas de piernas largas y medias oscuras, con pañuelos al cuello, con tacones de aguja, con un acento consentido y nasal del barrio de Salamanca, fotógrafas de hombros anchos, gesto de desdén y cigarrillo en la boca. Las miraba a los ojos y pasaban a mi lado sin verme o detenían en mí por un instante la mirada: yo creo que esa es la única tarea en la que he perseverado sin desfallecimiento en mi vida, mirar a las mujeres, oler sus perfumes y observar cómo se visten o se calzan, cómo sostienen las copas o los cigarrillos, cómo cruzan las piernas o apoyan un codo en la barra de un bar, de qué color se han pintado las uñas o se han teñido el pelo. Miro a las mujeres que van sentadas cerca de mí en el autobús, a las que suben justo cuando el conductor ha cerrado la puerta y abandona la parada, a las que pasan por la acera, a las que aparecen en las portadas y en los anuncios en color de las revistas, a las que se apresuran por la mañana temprano para llegar a los ascensores de los edificios de oficinas y a las que miran perezosamente tras la ventanilla de un taxi parado junto al mío en un semáforo, a las que entran descalzas en el escaparate de una tienda para cambiar la ropa de un maniquí y a las que me sonríen como si de verdad se alegraran de verme cuando he subido la escalerilla de un avión.

Miré a la rubia de la gabardina verde oscuro y la melena corta y despeinada con la misma atención rápida y exhaustiva con que las miro a todas, preguntándome siempre si no será una de ellas la mujer de mi vida, y era tan instintivo el hábito de mirar y elegir que ni siquiera esa mañana me abandonaba, amores pasionales que no duran ni los tres minutos de una canción, súbitos entusiasmos desbaratados por la solidez excesiva de unas piernas o la crueldad de una boca, pero no estoy seguro de que me fijara tanto en ella ni de que me gustara a primera vista, no era espectacular ni más alta que cualquiera de las otras ni tenía una de esas caras algo lánguidas de las que he tendido a enamorarme desde los once o doce años, pero se distinguía desde lejos por la pereza con que caminaba, no con lentitud, porque la vi abandonar a toda prisa la sala de prensa y me pareció cuando venía hacia mí que llegaba tarde a alguna parte, sino con desahogo, como si la tranquilizara la seguridad de que los lugares no desaparecen aunque uno tarde un cuarto de hora en irrumpir en ellos y que los trenes no se marchan con medio minuto de antelación por la pura perfidia de dejarlo a uno en tierra. No era una de esas mujeres que dejan tras de sí un rastro agraviado de miradas masculinas, al menos no entonces, no caminaba como si llevara sobre la frente la advertencia enfática de que bastaría mirarla para que se convirtiera en una mujer inolvidable. Iba a su aire, a una velocidad esquiva, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos de los pantalones de hombre y los faldones de la gabardina sueltos tras ella, como levantados por la prisa con que se movía, y tal vez lo único que me hizo retener su figura fue que me miró, venía mirándome mucho antes de cruzarse conmigo, mientras hablaba con un fotógrafo y sonreía por algo que él le había dicho, ése fue luego el recuerdo más exacto, los labios rojos sonriendo y toda la cara transfigurada por la risa, vuelta hacia el hombre que iba con ella y atendiendo a sus palabras pero con la mirada fija en mí, los ojos castaños y joviales bajo las cejas oscuras, la etiqueta plastificada donde leí su nombre mientras se cruzaba conmigo y seguía mirándome como si estuviera a punto de preguntar si nos conocíamos, Allison, la sonrisa eligiéndome unas horas más tarde, en la cafetería, cuando la vi avanzar por el pasillo entre las mesas con una bandeja de plástico en las manos y buscar un sitio libre, imposible, el comedor estaba lleno de congresistas disciplinados y voraces que movían angulosamente las mandíbulas sin separar los labios y manejaban cuchillos y tenedores como pinzas asépticas y ella había llegado tarde, la última, justo un minuto antes de que cerraran el autoservicio, pero las circunstancias, que a mí tienden a serme meticulosamente adversas, a ella la obedecían, y apenas se dispuso a buscar dónde sentarse un directivo sueco de una agencia de viajes que había comido frente a mí se levantó. No sólo traía la bandeja en las manos, también un corto chal negro y la gabardina doblada bajo un brazo, una carpeta de prensa llena de fotocopias debajo del otro, y un cassette diminuto y una revista americana en equilibrio inestable sobre los dobleces de la gabardina, pero nada acababa de caérsele, a mí se me habría desbaratado todo y habría enrojecido de vergüenza mirando a mis pies un escandaloso desastre de platos derramados y botellas rotas mientras los congresistas dejaban de comer y se volvían para observarme. Me puse en pie, le dije en inglés que si podía ayudarla, y ella, sin soltar la bandeja, me señaló la carpeta y la gabardina que ya se le escapaban de la presión de los codos, olía a colonia y a carmín cuando me incliné hacia ella y observé que no llevaba más que un sujetador negro bajo la americana de rayas grises y hombreras pronunciadas. ¿No le había visto antes una camisa blanca y una corbata? Dije su nombre para hacerle saber que ya me había fijado en ella y se quedó muy sorprendida. Me preguntó el mío y mi oficio. Hablaba inglés con un acento americano de la costa Este, aunque había en su pronunciación una ambigüedad que me impidió determinar con exactitud el sitio de donde procedía. Trabajaba ocasionalmente para una publicación especializada en turismo de lujo, pero no se creía autorizada a decir que era periodista. En realidad, dijo encogiéndose de hombros, con un gesto pensativo de incertidumbre, no estaba segura de ser nada. Calculé que tendría algo más de treinta años, pero algunas veces, sobre todo cuando se quedaba mirándome y me sonreía como si se hubiera olvidado del tenedor o del vaso de cerveza que tenía en la mano, parecía mucho más joven, acaso por la intensidad de su atención. Desde luego no era anglosajona, o no del todo, no al menos en los ojos ni en el metal de la voz. Llevaba el pelo cortado horizontalmente sobre las cejas y a la altura de la barbilla, extendido a los lados de la cara, muy abundante y un poco despeinado, de modo que a veces le cubría los pómulos y le hacía más delgadas las facciones. Quiso saber de dónde era yo, dónde vivía, cómo era mi trabajo, cuánto tiempo pensaba quedarme en Madrid. Me escuchaba muy seria, asintiendo, picoteaba con el tenedor en un plato de ensalada, con una inapetencia de mujer fumadora y nerviosa. Cambiaba muy fácilmente de expresión, se quedaba ensimismada un segundo, al limpiarse los labios o mirar la comida o la punta del tenedor, y desaparecía el brillo atento de sus pupilas, pero en seguida se echaba el pelo hacia un lado y sonreía de nuevo como si el gesto anterior no hubiera existido. Manifestaba casi simultáneamente urgencia y pereza, aburrimiento e interés, una doble actitud de mujer cansada y reflexiva que cumple su trabajo con una resolución sin fisuras y de muchacha predispuesta al asombro. Se pintaba los ojos y los labios, pero no las uñas, cortas y rosadas. Bebía un café y fumaba escuchándome el cigarrillo que yo le había ofrecido, un poco echada hacia atrás, entornando los ojos, como si estuviéramos solos y rodeados de silencio y no en un vasto comedor donde resonaban conversaciones en varios idiomas y ruidos de platos y cubiertos. La comida, el vino, el calor, la presencia y la mirada de esa mujer a la que había conocido menos de media hora antes, amortiguaban el sentimiento de exclusión y destierro, pero no la falta de sustancia real que había inoculado todas las cosas y a mí mismo la proximidad de la muerte. Le contaba algo y me oía la misma voz que cuando hablo a solas: le miraba los labios o el filo bordado del sujetador que sobresalía de su escote si se inclinaba hacia adelante para pedirme fuego y pensaba que era muy fácil desearla, pero no me trastornaba la posibilidad de acostarme con ella, la opresión interior que se afirma en el pecho cuando uno empieza a sentir que tal vez está siendo deseado por una mujer a la que ni siquiera ha besado todavía.

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