Pero esta escena no se prolonga, por más que me empeño en desearlo intensamente, y la mujer fue desapareciendo, ablandándose, recobrando la informidad anterior y empequeñeciendo, y la caverna volvió a dilatarse y comprendí que ahora tenía vía libre hacia el exterior. Pronto me encontré fuera, en la playa, y me alejé del bar.
Comencé a sentir una lejana inquietud, una cierta alarma, cuyo origen no podía determinar. La arena volvió a diferenciarse bajo mis plantas de cada uno de los granos que la integraban, y el viento que soplaba del mar comenzó a hacerse más denso; como si yo tuviera una sensibilidad distinta, sentía el viento -que en sí mismo no había variado, realmente, en ninguna de sus cualidades- como algo que se iba solidificando, que cobraba cuerpo. Dejé que esta sensación aumentara, y al fin logro verlo: el viento es una serie de cortinados marrones que pasan acariciándome; tienen una consistencia esponjosa, y se desplazan blandamente en el aire, en trozos cuadrados y delgados, y muy grandes; esta sensación táctil de la arena y esta otra, táctil y visual del viento, me producen una extraña presión en el paladar, no sé decir si placentera o desagradable (por alguna razón no quiero abandonarla, y en cierto modo me molesta que exista).
Al fin pude hallar el origen de la alarma, que seguía sonando e iba en aumento: me doy cuenta de que las cosas se han escapado de mi control, que ya no podía entrar y salir a voluntad del sueño; noto que hacía rato -quizá desde que comencé a sentirme prisionero en la caverna rojiza- que me esforzaba por suspender el sueño y no lo podía lograr; no había una clara diferenciación entre el yo espectador y el actor, como si mi conciencia se hubiese trasegado íntegra al actor; pero, por fortuna, no ha sido exactamente así, ya que puedo advertirlo y hacer que el espectador luche por recobrar su yo y salga del sueño. Lo consigo tras un esfuerzo prolongado, pero las imágenes y sensaciones del sueño persistieron un buen rato en la vigilia; las cortinas marrones del viento seguían acariciándome el cuerpo ahí, dentro de la pieza, aún después de haberme levantado de la cama. Me lavo la cara en el baño, y me paso las manos por los pies descalzos y realmente se me llenan de granos de arena, algunos enormes y destellantes, que poco a poco se van desvaneciendo.
Me llevó algunos minutos recobrar la totalidad de la conciencia de vigilia y desalojar de la habitación las imágenes soñadas. Esta dificultad para salir del sueño me dejó preocupado. Sentía, desde el momento en que había bajado del tren y pisado la estación, que algo en mí no andaba nada bien -que ahora casi no había puntos de referencia, ni dentro de mí ni fuera; no hallaba nada que pudiera tranquilizarme, que me diera una mínima idea de orden o confianza. El local de Marcel podía anotarse como una pauta favorable, pero ahora se me antojó una experiencia irreal, especialmente al pensar en aquel almanaque, y en mis fotografías murales cubiertas de polvo.
– Hay un desajuste en el tiempo que me está desesperando -dije en voz alta. Estoy otra vez sentado en la cama, con los pies desnudos apoyados en las tablas del piso. Pero sé que no es eso. El desajuste, estuviera o no en el tiempo, estaba también en mí; y ahora veo que el factor tiempo no es quizás el más importante: hay un raro comportamiento de las cosas físicas, incluyendo a la gente, y a mí mismo; y tuve la certeza de que algo que estaba sucediendo con mi memoria tenía que ver en forma preponderante con todo aquello. Viví instantes de terror al pensar si el funcionamiento de mi memoria no podría influir de algún modo sobre el comportamiento de las cosas físicas, la idea disparatada de que yo cumplía, en aquella ciudad o en el universo, un papel especial, no quiero decir exactamente como centro (y mi cuerpo comenzó a retorcerse sobre la cama, porque me estaba aproximando a una idea peligrosa) sino que, ahora sentía (y tenía la conciencia de que ese sentimiento podía ser perfectamente falso, pero la sola existencia del sentimiento era suficiente para aterrarme), ahora me sentía como una sustancia aglutinante, como si dependiera de mí que el cenicero se mantuviera sobre la mesa, y la mesa sobre el piso, y dentro de la pieza, y la pieza en su sitio, sin que las paredes estallaran o se desmoronaran convertidas en arena en el momento en que mi voluntad o mi conciencia se distrajeran, sin que el universo estallara, se desmoronase convertido en arena…
… sí, hace mucho tiempo, hace muchísimo tiempo que no tengo un instante de distracción; es una responsabilidad exagerada, ahora lo comprendo, lo que no me deja dormir ni distraerme.
Me puse de pie de un salto y dejé que mi cuerpo se golpeara contra las paredes, y que de mi garganta saliera un sonido ronco, y tenía los dientes apretados, y las manos apretándome la cabeza, y luego caí de rodillas en el centro de la habitación y me tapé la cara con las manos y las lágrimas me llenaron los ojos; pero no conseguí llorar lo suficiente, y me siento cada vez más desesperado.
– ¡Basta! -grité, y fui hasta la ventana. Allá estaban los carabineros, y me pareció que me miraban, a través de los vidrios opacados por la suciedad. Oscurecía, y ya hay algunas luces encendidas allá afuera. Trato de serenarme; no gano nada con salir ahora, quizá, dentro de un rato, cuando esté más oscuro, pueda hacerlo sin que me vean.
Luchando contra una parte de mí mismo que pugnaba por mantener el estado desesperado y aún hacerlo más exasperante, fui hasta el baño y llené la bañera de agua tibia y me quité las ropas y me sumergí en el agua. Recordé la frase del maquinista: "Si usted cambia esa naciente desesperación por una calmada desesperanza…", pero más que la frase me llegó la imagen del maquinista y me pregunté quién diablos sería ese hombre y por qué se había dirigido a mí hablando con tanta seguridad, y en seguida desplacé el recuerdo para no alterarme más.
Puedo, con mucha paciencia, ir centrando la atención en mi cuerpo y en su relación con el agua tibia. Estoy cubierto por una capa de polvo aglutinado, en forma de costra delgada y dura, que ahora al contacto con el agua se vuelve quebradiza; percibo el resquebrajamiento sobre la piel, y su sonido, menudo y seco, ocasional en un principio y que luego adquiere una continuidad musical. Sobre el agua flotan trocitos de la capa desmenuzada, y observo como se buscan, se aproximan flotando en el agua hasta tocarse y formar otra capa, ahora horizontal; y la piel de mi cuerpo es nueva, rosada, como de recién nacido.
Sumergí la cabeza en el agua y contuve la respiración durante un minuto; logré que mi cara, según el tacto de los dedos, se renovase; y la barba de cuatro días también desapareció, como si yo fuese lampiño y la barba hubiera pertenecido a la costra de polvo y no a mi cuerpo.
Tuve una repentina idea desagradable y me llevé la mano a la cabeza; en efecto, también el pelo ha desaparecido. Ahora tengo el casco totalmente calvo. Agito el agua y compruebo que realmente hay algunos mechones flotando detrás de mi espalda, y cuando hago circular el agua desfilan por sobre mi pecho y se van hundiendo.
Salí de la bañera y, sin secarme ni vestirme, me tendí en la cama y me tapé con la sábana. Unos instantes después sonaron golpes tímidos en la puerta. Me puse el saco y los pantalones sobre el cuerpo húmedo y quité el pasador, pensando en la mujer que me había prometido el cura. Me sorprendió ver una figura masculina que se metía rápidamente en la pieza, pidiendo silencio con un dedo sobre los labios.
– Me imaginé que había uno nuevo -dijo, una vez que hube cerrado la puerta-. Vi la puerta cerrada, y por eso pensé… Siempre están abiertas las puertas de los cuartos desocupados… ¡Oiga! ¡Usted es nuevo, usted todavía no me va a mentir! ¡Dígame lo que ve!
Se me aproximó de manera alarmante, y lo único que veo es una cara ansiosa. Hago un gesto de incomprensión.
– ¡Sí, dígame lo que ve! No nos permiten tener espejos, hace tres años que estoy aquí -habla con acento inconfundiblemente húngaro-. Todos me engañan, todos me dicen cosas distintas del aspecto de mi cara. ¿Qué ve usted?
– Veo un hombre, de unos sesenta años, de cabello cano y barba no muy bien cuidada, larga y también blanca; veo unos ojos entre castaños y verdes, en un rostro surcado de arrugas, blanco pero curtido por el sol -trato de relatarle mi apreciación con la mayor fidelidad posible-. No sé qué otra cosa espera que le diga.
El hombre parece un tanto aliviado. Se acerca a la ventana.
– Llevo tres años aquí. ¡Tres años! Torturado diariamente por todos ellos: "¡Te has convertido en un monstruo!", "¡Oh, si pudieras ver tu cara!" -imita voces ahuecadas y malignas-. Usted no sabe, usted no puede imaginarse lo que es esto.
– No -respondí-. ¿Qué es esto, en realidad?
Se vuelve hacia mí.
– ¿Y usted quién es? -pregunta vivamente, sin transición, y creo notar un tono acusador-. ¡Usted, el de la piel rosadita y la cabeza calva! -Ríe con risa cascada y agresiva. Sin esperar respuesta, vuelve a mirar en silencio por la ventana; como si nada hubiese sucedido, continúa una conversación que en realidad no había comenzado: -Sí, allí siguen -se refiere sin duda a los carabineros-. Noche y día. Siempre los mismos. ¡No comen, no mean! -ríe nuevamente, con verdadero regocijo-. Deben ser de cartón.
– ¿Por qué no salimos? -pregunto.
– ¿Por qué? -se vuelve nuevamente hacia mí-. ¿Por qué no sale usted, así me divierto viendo cómo le llenan el cuerpo de plomo? ¡Imbécil! ¿No sabe que eso es lo que están esperando, desde hace años y años?
– No lo creo -respondo-. Yo intentaría salir. Quizá se desconcierten y no atinen a disparar; quizá no tengan interés, realmente, en hacerlo. De todos modos -agrego-, si yo quisiera salir, encontraría la manera de hacerlo.
– Es posible -responde el viejo-. Y le voy a decir más: quizá salga esta misma noche. Usted tiene razón. No se puede pasar la vida en este agujero, como ratas, soportando las blasfemias… Usted no se imagina lo que es esto.
– No -respondo-; esperaba que usted me lo explicara.
– Esto… -dice, solemnemente, como adelantando un secreto o una explicación importante- esto es un monasterio. Todos nosotros somos monjes. ¡Monjes! Monjes depravados, desviados, confusos, locos; monjes que vivimos en el pecado y la blasfemia; monjes histéricos e impíos, monjes diabólicos e irreverentes; monjes a la fuerza, prisioneros de una organización siniestra… Los que dominan el mundo -cambia bruscamente el tono y adopta uno aparentemente más normal, más cotidiano- no son los que ustedes piensan; los que dominan el mundo…