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– Arriba -dijo-, segundo piso por la escalera -pero tenía deseos de seguir hablando-. Ahora es un poco más difícil localizarlas, han pasado tantos años. Antes, todo era más sencillo. París se ha vuelto en exceso burocrático -agregó- y, mientras uno duerme, las cosas siguen su curso, y uno se vuelve viejo.

– Sí, sí -dije, pensando en mi viaje y en los años sin dormir-. Sí.

Mi asentimiento le hizo cobrar nuevas fuerzas; de inmediato me arrepentí de haberle respondido. Sin embargo, después de una enorme cantidad de palabras que traté de no escuchar y que carecían de interés, agregó algo de importancia.

– Recuerda: la puerta del zaguán no se cierra, pero mira hacia la vereda de enfrente; de aquí no sale nadie.

Sentí un estremecimiento. Miré hacia enfrente y vi, recostados a una pared gris rojiza, un par de carabineros que miraban hacia este lugar y empuñaban antiguos mosquetes, con el dedo en el gatillo.

Asentí en silencio, y comencé a subir la escalera.

– Y ya te sacaremos la valija, no te preocupes -le oí decir a manera de despedida.

Cada uno de los escalones de mármol, cubiertos todos de polvo, tiene dibujada la forma de los zapatos de taco alto de la prostituta que ha subido hace un momento; como si durante mucho tiempo ninguna otra persona hubiese utilizado esta escalera. Traté de que mis zapatos coincidieran, en lo posible, con las huellas de la mujer, sin saber bien por qué; quizá hay en el polvo acumulado algo que me impresiona, que me inclina al respeto.

Sigo hasta el segundo piso; la escalera desemboca en un pasillo, con puertas a ambos lados; cada una tiene un número, pero ninguno de ellos es el 24; en realidad, van del 25 al 48, impares a la derecha, pares a la izquierda. Bajo entonces hasta el primer piso, que es una réplica del segundo en cuanto a extensión y forma del pasillo, y próxima a la escalera está la pieza 24.

Está cerrada sin llave; entro. Es una pieza pequeña, que comunica con un pequeño cuarto de baño. Cerré por dentro con pasador, dejé la valija en el piso y el impermeable sobre una mesita, y sin desvestirme ni quitarme los zapatos me tiré sobre la estrecha cama turca, que crujió. El techo había sido blanco; ahora estaba lleno de manchas, quizá de humedad, que componían una decoración interesante; pero ya tendría tiempo de jugar con los elementos decorativos. Cerré los ojos y traté de descansar.

Sin embargo el descanso es algo que se me niega sistemáticamente. La mezcla de preocupaciones, nuevas y antiguas, personales y cósmicas, hizo afluir otra vez el torrente de pensamientos; cada uno de ellos tiene algo que decir, y quiere destacarse por encima de los otros, reclamándome, tratando cada uno de llevarme en una dirección distinta. Procuro escaparme, busco fijar la atención en una sola cosa; pienso en París, y de inmediato surgió la comparación entre el París actual, que yo estaba conociendo o reconociendo, y el que de alguna manera yacía latente en mi memoria. Quiero definir hasta qué punto esta memoria es verdadera, y aparece una inquietud mayor que las anteriores; comprendo que durante el viaje me dirigía a París con una actitud, si no turística, un tanto novelera; como si viajara a París para conocerlo; ahora me imagino a mí mismo, durante ese viaje sin memoria, haciendo conjeturas y fantaseando en torno a la ciudad, en torno a lo que esperaba ver y descubrir allí; luego, una vez en la estación, comencé a vivir las cosas de otra manera, a recordar.

Mi comportamiento es el de quien regresa después de mucho tiempo, más que el de quien llega a un lugar desconocido (con excepción de las baldosas de la estación de ferrocarril, que me resultaron nuevas). Pienso que Marcel me había reconocido, y quizá sea este el único dato concreto y cierto en que apoyarme. ¿O tal vez me había confundido con otra persona?

Ahora pienso en la imposibilidad de salir de aquí; por algún motivo esto no me inquieta, como si en algún lugar de mi mente tuviera depositada la certeza de poder hacerlo, de poseer algún recurso secreto que pueda utilizar cuando me sea necesario. Pero, en este momento, no siento la necesidad, y me parece que podría estarme mucho tiempo aquí dentro.

– Debo descansar -me digo, y trato de relajar los músculos, especialmente los de la nuca y la mandíbula; tenía los dientes apretados, y al mover la cabeza lentamente hacia uno y otro lado siento un crujido leve-. Debería dormir. Vengo de un viaje demasiado largo… y… ¡sí, Dios mío! -me incorporé súbitamente, ante la certeza, y continué la frase con lentitud y admiración-: ¡… muy pronto deberé emprender viaje otra vez!

Me senté en la cama, apoyando la frente en la palma de las manos, los codos sobre las rodillas. Necesito comprender, pero toda comprensión escapa por completo de mi mente. Siento como si la comprensión fuera un objeto real y vivo, con personalidad propia, que se burla de mí, se escabullía, se escondía y de pronto asoma y me hace señas desde un rincón.

Me tiendo nuevamente en la cama, que volvió a crujir. Me impongo la idea de aceptar este caos mental como un hecho irreversible, propio, necesario y querido; como si se tratara de un rasgo físico, natural e intransferible, incambiable, que debe ser aceptado porque no cabe otra posibilidad. Así, puedo ir relajando los músculos y descansar la mente; y la idea del viaje me parece ahora más aceptable. No será inmediato; y están los trámites del pasaporte, que probablemente me llevarán, con las nuevas disposiciones -necesariamente más complejas que las antiguas- muchísimo tiempo; sin embargo, la idea de la inutilidad del viaje, pasado y futuro, deja un poco de inquietud encendido en mi mente.

– Si pudiera dormir…

No; no puedo dormir. Pero en cambio puedo soñar; soñar voluntariamente, despierto. Creo recordar haber utilizado este truco, más de una vez, durante el viaje; de cualquier manera, sé que en este momento me es posible hacerlo sin dificultad. Es cierto que no trae descanso verdadero a la mente ni al cuerpo; en la mente se forma un estado pasivo de alerta, un espectador que al mismo tiempo es actor de la obra que se va a representar; pero el espectador ignora el argumento, y asimismo lo ignora el actor, y el escenario es infinito.

Poco a poco fui abandonando los pensamientos y al fin advertí que había comenzado la función; pero comprobarlo me arrancó por un instante de ese estado. De inmediato controlé las cosas y continué soñando. En principio aparecían imágenes deshilvanadas; al cabo de un rato comencé a seguir la pista del argumento y a comprender la coherencia interna de aquel mundo que ahora transitaba. Camino por una playa desierta. El sueño es en colores. El tacto de la planta de los pies me hace notar los granos de arena, y las particularidades de cada uno. No ando demasiado lentamente, pero la percepción es muy rápida y puedo registrar todos los granos de arena sin mayor dificultad, sin necesidad de detenerme en cada uno. Llevé los granos a un tamaño apropiado, aproximadamente la mitad de mi estatura, para poder contemplar visualmente aquellos que más me interesaban. Los hay de brillos notables, multidimensionales, cada una de las aristas refulge como un espejo; otros, apagados, como esculturas viejas o formaciones de coral; y en medio de un conjunto de ellos, una minúscula construcción, cuadrada y blanca, fabricada por el hombre; cuando adquirió el tamaño adecuado me metí en ella. Es un bar, en medio de la playa desierta. Estoy sentado en una mesa, frente a una mujer.

Ahora sigo a la mujer hasta una casa próxima a la playa. Las paredes son violetas y descascaradas, la arena de la playa también es violeta. Las paredes no tienen una tonalidad uniforme, aunque son uniformemente violetas: hay una riqueza de matices, o quizá sea la luz de la puesta de un sol nublado, que enriquecía los colores de las cosas. Ella no se detiene en ninguna de las habitaciones, las que no alcanzo a ver más que vagamente. Va despojándose de sus ropas y dejándolas caer al suelo; su cuerpo desnudo y el movimiento que le imprime al caminar hacen que comience a desearla tenazmente. Pero la pierdo, desaparece en un recodo del pasillo que da a una pieza vacía.

La tapa de un sótano ha sido quitada y echada a un lado. Comienzo a bajar la escalera de piedra, empinada y mal iluminada; cuento cuarenta y tres escalones antes de llegar a otro corredor, también mal iluminado, horizontal, llano.

La temperatura es muy alta. Me quito el saco y lo dejo en el piso de baldosas. A lo lejos veo una pared, y ella estaba recostada a la pared; cuando llegué allí ya se había ido, y el corredor continúa, hacia la izquierda.

El corredor se ablanda y adquiere un olor penetrante, las paredes son curvas y destilan una humedad gomosa; todo está iluminado por luces ocultas, rojizas, y el calor es insoportable; tuve que desnudarme por completo para poder seguir, y descalzo me resulta menos penoso caminar sobre esa superficie resbalosa y húmeda, aunque debo avanzar muy lentamente porque el piso se hunde, no como pantano sino como carne.

El corredor se amplía bruscamente, transformado en caverna; una caverna pequeña de paredes blandas, curvas y chorreantes; una forma casi esférica y sin salida. Las paredes son rojizas, de tintes violáceos, y luego se vuelven de color violeta como las paredes exteriores de la casa de la mujer, en la playa. Ella, ahora, no está en ninguna parte, y allí apenas hay lugares para esconderse. Las sienes me laten intensamente. Me siento desmayar, sofocado por el calor y la angustia, y el olor penetrante y la falta de oxígeno'. Hay unas formaciones rocosas, blandas, que parecen estar constituidas por la misma clase de materia húmeda y carnosa de las paredes; busco a la mujer entre estas formaciones, sin hallarla.

Vuelvo sobre mis pasos, hacia la boca de la caverna; me cuesta llegar, parecía que ahora estaba más lejos, y al encontrarme próximo a ella hay un movimiento contráctil de las paredes y la entrada se cierra, como una boca humana. Miro hacia atrás; las formaciones del piso crecen y se mueven, sin desplazarse del sitio, como plantas carnívoras. Las paredes se estrechan y forman un túnel cada vez más angosto, y la boca se me acerca por detrás y me empuja sin remedio hacia las formaciones; en especial hacia una de ellas, en el centro, que parece emitir tentáculos para recibirme con un abrazo.

En medio del mareo y la náusea soy arrojado por una contracción más impaciente y violenta y mis brazos rodean la formación carnosa y me pareció que al hacerlo la transformaba, le daba la forma de la mujer de ojos verdes que había estado persiguiendo; y ahora puedo verle la cara y el pelo y la sonrisa y los ojos verdes, y los brazos me aferran la espalda y me aprietan contra ella.

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