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Y siento la necesidad de explicarle el proyecto, especialmente porque ahora lo voy recordando con nitidez, en todos sus detalles, desde sus orígenes, y a pesar de saber, de tener la certeza de que no debía hablar del asunto; siento que es una traición a Marcel, y quizás a mí mismo; pero tengo la necesidad imperiosa de hacerlo, y se lo explico entusiasmado:

– Un viejo proyecto, un número especial de la revista París-Hollywood. Sobre la necrofilia, y etcétera -digo, echándome un poco sobre el borde del asiento delantero para que no pierda ninguna de mis palabras y al mismo tiempo pueda apreciar, con el rabillo del ojo, algunos de mis ademanes-. Modelos que comenzaban a decaer firmaron contrato para documentar las etapas de su envejecimiento y fotografiar su muerte violenta veinte años después; será un número sensacional, esperado ansiosamente por un millón de onanistas, coprófagos y tipos así, de esa clase, en todo el mundo. Tendrá mil páginas, dos mil quinientas fotografías, y sobrecitos de obsequio, especiales…

Me detengo cortado, porque el taximetrista hace como que no escucha, y va frunciendo el ceño en forma cada vez más pronunciada. Me echo hacia atrás en el asiento, suspirando.

– Será un gran número -digo, sin convicción, y me atacó la náusea al pensar en la inmundicia de todo lo que había estado diciendo, y vomité bilis sobre el asiento delantero. El chofer permaneció imperturbable.

Apreté con fuerza la valija sobre mis rodillas y entrecerré los ojos, tratando de relajar los músculos. Casi sin darme cuenta seguí hablando, no especialmente con el chofer, ni en voz muy alta; hablé de la memoria, de mis cavilaciones en torno a la identidad y la memoria, de mi incertidumbre acerca de los límites del mundo exterior.

– ¡Oh, cállese! -gritó al fin el chofer, como herido súbitamente; frenó el taxi y luego comenzó a trazar un semicírculo-. Ahora debo volver, maldito sea -completó el semicírculo y emprendió el regreso a velocidad creciente. Estaba pálido y cada vez más rígido al volante. Observé por la ventanilla que no estábamos exactamente en la ciudad, sino en algún punto de las afueras; pero pronto aparecieron de nuevo los suburbios.

Con los labios apretados que apenas podía despegar, el hombre murmuraba, como un cántico, que debía volver que, ahora, debía volver. Al llegar a la plaza tuvo una convulsión, pero logró frenar por completo el coche antes de caer sobre el volante.

– ¡Oh, no! -dije-. ¡Otra vez, no!

El mismo paisaje, la misma inmovilidad dentro del coche. El hombre estaba muerto. Me reprocho una vez más la insensatez del viaje y me aferro a la valija sobre mis rodillas.

Opté por quedarme en el asiento, a la espera de otro relevo. Pero el cadáver del primer taximetrista continuaba tirado sobre las losas de la plaza, y pensé que ahora, en París, el tiempo tenía una nueva forma de transcurrir mucho más lenta.

Y existían mecanismos que ignoraba: en esta oportunidad no habría relevo. A los pocos minutos llegó un camión remolque, y de él bajaron dos operarios y rápidamente pasaron la cadena del guinche por el eje de las ruedas delanteras y levantaron el taxímetro. Eran hombres pequeños, de overall amarillo, y no parecieron reparar en mi presencia: Subieron al camioncito y lo pusieron en marcha. Volví a abrazar la valija y me dejé conducir, a ritmo lento, por las calles de París.

Ahora mis recuerdos eran distintos. Más completos; tal vez sobrecargados de fantasía, aunque no tenía modo de comprobarlo. De todos modos me pareció que mis nuevos recuerdos eran demasiado precisos, demasiado fieles, y en demasiada cantidad; sabía así todo con respecto a cada una de las construcciones, y de las personas que las habitaban actualmente, y de las que las habían habitado, incluyendo nombres y ocupaciones. Traté de serenarme; no podía absorber tal cantidad de información que me llegaba a torrentes y que, además, me resultaba por completo inútil. Al mismo tiempo, al detener los recuerdos (o la fantasía), afluían entonces los pensamientos, que también comenzaron a resultarme ajenos y fatigantes (quizá justamente por lo que tenían de familiares y reiterativos).

No habían quitado el cadáver del chofer; ahora se sacudía brevemente con las irregularidades de la calle que hacían saltar el coche. Volví a mirar por la ventanilla y esta vez, por fortuna, me hallé en una zona desconocida, o por lo menos mi memoria estaba cerrada para los posibles recuerdos de ella. Como en todas partes, se veía poco movimiento de gente y también aquí todo era gris.

El remolque paró en una calle que me pareció igual a todas, y el taxímetro fue a chocar blandamente contra el paragolpes trasero, acolchado de goma. Los dos hombres bajaron y uno de ellos abrió la portezuela del taxi. Bajé, con la valija siempre en la mano derecha y el impermeable doblado sobre el antebrazo izquierdo. El hombrecillo cerró la portezuela y me hizo una señal con la mano hacia el cartel que pendía, saliente, sobre un viejo portal muy estrecho; el cartel decía ASILO PARA MENESTEROSOS. El otro hombre de overall volvió a subir al remolque.

Entré, seguido del hombre de amarillo, quien ahora tenía la gorrita (también amarilla) respetuosamente en las manos, y me hallé en un zaguán; a la izquierda se abría una puerta bloqueada por un mostrador, tras el cual dormitaba un portero, o un cura; tenía sotana, como los curas, y una gorra de portero. Quizá fuera ambas cosas, pensé.

TOQUE EL TIMBRE -se leía en un cartelito sobre el mostrador, y apreté el botón de plástico negro a una nueva seña del hombre; el timbre sonó estridente en exceso, apenas lo toqué, y el cura o portero despertó sobresaltado.

– Qué… qué pasa… -murmuró, tratando de abrir los ojos y comprender.

– Uno que no tiene plata -dijo el hombre de amarillo jugando con su gorrita, haciéndola girar entre los dedos.

– Ah. Ah -respondió el otro, mirándome, aún sin darse cuenta de la situación-. ¿Quiere una pieza?

– Antes -dijo el de amarillo- tiene que pagarme el viaje; ida y vuelta a Chennevieres-sur-Marne, desde la estación de ferrocarril, y remolque desde la estación hasta aquí: son treinta y cinco dólares.

Entró una mujer. La miré de reojo, y me pareció que tenía aspecto de prostituta. Retrocedí un poco para observarla bien cuando pasara junto al mostrador; lo hizo sin mirarnos a ninguno de los tres. Llevaba pollera negra y brillante, muy corta; los labios exageradamente pintados, medias de malla, una boina roja, torcida, sobre el pelo teñido de rubio que caía sobre los hombros desnudos; el vestido era muy escotado, y le apretaba los pechos, que asomaban en forma evidente. Comenzó a subir una escalera, que había al fondo del zaguán estrecho y largo, con un andar lento y contoneante.

– Bien, bien -dijo el cura, o portero, y sopló sobre el mostrador levantando una nube de polvo. Sacudió unos libros, también llenos de polvo y al parecer muy antiguos. Abrió uno de ellos y buscó una hoja en blanco-. ¿Su nombre? -preguntó, y pensé que se refería a mí, pero luego comprobé que se dirigía al hombre de amarillo.

– Clouzot. Alberto Clouzot -respondió, luego de cierto titubeo.

– ¿Ocupación?

– Chofer de remolque.

– Bien, bien -repitió el cura, o portero, mientras anotaba los datos en el viejo libro.

Se veía aún parte de las piernas y los tacos de la supuesta prostituta; luego desaparecieron en un recodo de la escalera.

El portero (o cura) se retiró del mostrador y también desapareció de nuestra vista. Observé la piecita, pintada de verde, con un escritorio en el centro sobre el que colgaba una pantalla; en la pared frente a mí había un almanaque (no alcancé a leer la fecha) y un par de cuadros cubiertos de polvo. Todo está cubierto de polvo -descubro-, tan cubierto de polvo como yo mismo. Me pregunto si las cosas y las gentes, durante los trescientos siglos de mi viaje en ferrocarril, se han detenido en el tiempo y sólo el polvo se habrá movido en la ciudad, acumulándose sobre las cosas y las gentes. Pero también el tiempo parecía haber cambiado, aunque no pudiera darme cuenta en qué medida, en qué dimensión.

El hombre regresó, desde la izquierda de la piecita -un lugar al que mi vista no tenía acceso-, con los dólares y un recibo que el chofer debía firmar; así lo hizo y luego tomó los dólares y se retiró, saludando con dos dedos junto a la sien derecha antes de ponerse la gorra y salir.

– Bien, bien -dijo, una vez más, el cura (que parecía estar más despierto); se había quitado el gorro de portero y ahora se veía a las claras que se trataba de un cura-. ¿Y tú quién eres, hijo mío? -preguntó.

Observé que era un hombre de mucha edad, más bien gordo -aunque el aspecto obeso estaba dado por una triple papada, que resultaba chocante bajo ese rostro enjuto y un cuerpo no muy grande-, los ojos azules llenos de cansancio y de bondad; y la voz era también cansada y buena, pero el hijo mío me sonó un tanto irónico.

– Esa es una de las cosas que estoy tratando de averiguar -respondí-. Actualmente ni siquiera sé si realmente soy.

– Es una buena respuesta -dijo, esto sin ironía, y anotó algo que no pude leer en otro de los libros polvorientos-. La valija -dijo de inmediato, extendiendo una mano.

– No, la valija no -respondí-. La valija viene conmigo.

El cura se encogió de hombros.

– Ya te la quitaremos -murmuró. Abrió un cajón y extrajo una llave, atada con un alambrecito a un trozo de madera que tenía el número 24 dibujado con algo que había quemado la madera-. ¿Con o sin? -preguntó, mientras me alcanzaba la llave, con cierta ansiedad en la mirada que, de pronto, perdió el aspecto de bondad y se me antojó perversa.

– Con -respondí, pensando en el baño privado; pero se trataba de otra cosa. El cura sacó un librillo del cajón y me lo alcanzó.

– No es un catálogo estrictamente actualizado -dijo- pero -y rió con picardía- si no las formas, al menos los estilos se mantienen.

Tomé el librillo y lo hojeé rápidamente; era un catálogo de mujeres desnudas. Me sentí inquieto. Debí, quizás, explicar la confusión que había sufrido, pero me dio vergüenza; y el cura parecía satisfecho, había recuperado la mirada bondadosa en el preciso instante de mi respuesta. Tratando de que no advirtiera mi turbación elegí, o simulé elegir, la foto de una de las mujeres -aunque dejándome guiar por el azar o por alguna primera impresión fugaz. Le extendí el catálogo, abierto.

– Bien, bien -dijo, satisfecho-. Se llama Angeline; ahora es tuya. Vendrá esta noche, o mañana, apenas pueda localizarla.

Pregunté la ubicación de mi pieza.

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