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NOTA POST-LIMINAR

Los relatos de Mario Levrero forman parte de un grupo de obras y autores uruguayos que, más que constituir una corriente con rasgos identificatorios, se ven unidos sólo por el carácter extraño, excéntrico de su narrativa con respecto a corrientes bien definidas de esa literatura: la de ambientación rural, de gran importancia, que comienza en el siglo pasado con Acevedo Díaz y tiene una fecunda continuidad en Javier de Viana, Juan José Morosoli, Enrique Amorim, Julio C. da Rosa y Mario Arregui, o la de carácter urbano, de tono más o menos realista, en la que podrían destacarse Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti o Martínez Moreno. Ese carácter de difícil aprehensión y de variedad que caracteriza al grupo, integrado por algún antecesor ilustre como Lautremont, la obra perdurable de Felisberto Hernández y los tonos dispares de Armonía Somers, Luis Campodónico o Teresa Porcecanski, ha provocado una especie de lentitud en su difusión, tanto entre el público como en el reconocimiento o el análisis crítico. Además de tardar en ir dando a conocer sus obras, o en hacerlo en ediciones limitadas, van conformando un factor equilibrante que es la formación de un núcleo de lectores reducido pero fiel, a veces atraído por el carácter casi secreto de la obra. Desde luego, el mal no es eterno, y tarde o temprano la honestidad y constancia respecto al mundo personal que van creando aumenta el radio de su peso e influencia dentro del panorama de la literatura uruguaya en particular y de la latinoamericana en general. Es lo que ha ocurrido con Felisberto Hernández en los últimos quince años o con Armonía Somers en épocas más recientes.

Mario Levrero nació en Montevideo en 1940 y comenzó a escribir en 1966. Su primer trabajo fue una novela, La ciudad, publicada recién en 1971, y que según sus declaraciones fue escrita en ocho o diez días para luego sufrir sucesivas correcciones durante tres años. Esa lenta gestación de la versión definitiva hizo que un texto breve posterior (lo que los franceses llaman nouvelle), titulado Gelatina, apareciera antes, en 1968, editado por el grupo "Los huevos del Plata". Casi simultáneamente con La ciudad se editó en Montevideo un volumen de cuentos, La máquina de pensar en Gladys, que reunía doce relatos de muy variada extensión. Nick Cárter, una parodia del folletín y la novela policial, que llevaba como subtítulo una extensa explicación de propósitos ("Nick Cárter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo") apareció en Buenos Aires en 1975. También en esta ciudad se reeditó La ciudad, en 1977. A estos libros se agregan numerosos relatos incluidos en suplementos, revistas literarias y antologías, y un volumen traducido al francés y publicado en Bélgica en 1977: Labyrinthes en eau trouble.

Todos los relatos de Levrero están narrados por una primera persona de voz pareja, aunque haya algunos saltos a la tercera. Suele tratarse de un personaje un poco despistado acerca del contorno que lo rodea, y preocupado por algún propósito definido y a la vez minúsculo, cotidiano (en La ciudad se trata de comprar querosén, en otros casos, de encontrar a alguna persona, o de desarmar un encendedor). Ese propósito va haciendo desfilar una serie de personajes y atmósferas alrededor de él, que construyen una trama interesante, no psicologista, como en las novelas de aventuras o policiales, a través del desplazamiento físico o la investigación. Los componentes de esa serie constituyen un mundo imaginativo rico y personal. Su brillo y multiplicidad han hecho que en ocasiones se encuadrara la obra dentro de la ciencia-ficción o la literatura fantástica. Lo cierto es que tal clasificación es lícita para algunos relatos. Así, por ejemplo, si se describen extraños métodos de reproducción o una sociedad con castas bien delimitadas donde se condiciona tecnológicamente a ratones y leones, se está ante gran parte del arsenal de la ciencia-ficción. Si el simple hecho de desarmar un encendedor se transforma en un crecimiento implacable y preciso del objeto inanimado, se está en la mejor tradición de la literatura fantástica. Sin embargo esa clasificación primaria se ve encuadrada por un contorno mayor, por un mundo propio donde tiene más peso la repetición de ciertas imágenes o situaciones arquetípicas: el carácter opresivo de los edificios, que ofrecen la posibilidad de encuentros inesperados en cada una de sus habitaciones, y que parecen "crecer hacia adentro", como apuntó Pablo Capanna; el carácter dual de los personajes femeninos, que o gozan de la lejanía inalcanzable de las mujeres del romanticismo o despliegan una lubricidad animal, asimilable a las descripciones más elementales de la literatura pornográfica; la imaginería creciente de descomposición orgánica de algunos de sus últimos textos; y por último el anhelo siempre presente del protagonista de alcanzar, a través de mundos cerrados a despecho de su multiplicidad externa, un aire más libre, intento casi siempre frustrado, o cuyo objetivo cae en un plano que se aproxima a lo místico.

En el plano estructural el relato puede desarrollarse con la calmada descripción de movimientos y medios ambientes que impera en La ciudad, donde aparece muy bien asimilado el ejemplo de Kafka, y donde las acciones se van encadenando en una serie lineal, o puede proyectarse, como en Nick Cárter y La toma de la Bastilla, en estructuras casi topológicas, que hacen estallar el argumento y lo proyectan de un lado a otro o sobre sí mismo, en una aceleración de partículas que alcanza a los propios personajes, testigos de su propio desdoblamiento físico y psíquico.

Dentro de las zonas culturales tocadas por su obra es interesante destacar que el cimiento estilístico y mitológico más extenso sobre el que parece descansar reside en los géneros o técnicas de difusión popular: la historieta, el folletín, la novela policial. Más tarde, a partir de ese año 1966 en que comienza a escribir, se agregarían autores precisos como Kafka, o Carroll, pero en un sustrato más consciente, menos profundo. Todos esos aportes no son introducidos en crudo, sino digeridos, canibalizados, en un acto casi inevitable para el autor latinoamericano, y que en ese movimiento suele dar vuelta del revés lo que absorbe, o adaptarlo a las características nacionales. Así por ejemplo los recursos chillones del folletín, o planos de la historieta, se ven acelerados en Nick Cárter o en París hasta perder el sentido, o sumergidos en un pantano de elementos inaceptables en las formas originales de esos géneros (la clara exposición de las formas prohibidas del sexo, el carácter monstruoso del protagonista, los cambios temporales sin explicación lógica). En cuanto a la adaptación de lo que podríamos llamar la serie literaria, Pablo Capanna la ha sintetizado con acierto al decir de La ciudad que es "una experiencia de extrañamiento, un infierno pampeano donde las sombras de Franz Kafka y Lewis Carroll asoman tras un calentador Primus o una vieja bicicleta".

París constituye un texto intermedio entre la solidez descriptiva de La ciudad y el delirio imaginativo de La toma de la Bastilla o Las orejas ocultas. Fue escrita en 1970. Como ocurrió con Nick Cárter, redactada antes de leer algún relato del personaje original, anticipó el conocimiento concreto del tema, ya que Levrero viajaría posteriormente a la ciudad homónima. Como declaraba en un reportaje realizado por Enrique Estrázulas en 1977: "Escribí sobre París antes de conocer esa ciudad, donde viví menos de un mes. París aparecía con frecuencia en mis sueños. Eran símbolos inconscientes. Al visitarla descubrí que París no tenía nada que ver con mis sueños. Vi que era una hermosa ciudad, tal vez la más atrapante que he visto, pero no era el París de mis sueños y de mis pesadillas. Sin duda alguna, me quedo con el verdadero París: es mucho más rico y luminoso que mis fantasías".

A mi juicio esta novela integra, con títulos como Gelatina, El sótano o Espacios libres, la zona más equilibrada y original de la obra de Mario Levrero. Está saturada de invención y al mismo tiempo de una implícita camaradería por el lector, al que le brindan "ganchos" lícitos, "atracciones" en el viejo sentido circense, para desplegar en el revés de la trama esa búsqueda de una comunicación consigo mismo y con los demás que caracteriza a las mejores creaciones artísticas.

ELVIO E. GANDOLFO

Piriápolis, 3 de junio de 1979

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